Blogia
mQh

peligro en la cocina


[Gabrielle Hamilton] ¿Puede un ciego trabajar de cocinero?
Hace algunos años coloqué un anuncio buscando un cocinero de línea. Y se presentó un tío que, de acuerdo a su currículum, debería haber caído plantado en mi callejón. Trabajaba como parrillero en un visitado restaurante marítimo frente a la playa; había estudiado filosofía y ciencias políticas; y tenía cuatro años de experiencia en la industria. Tenía ganas de conocer al tipo, con el que hubiera sido posible conversar bebiendo cerveza después del trabajo y que tenía justo los años suficientes como para aprender todavía algo, pero no tan poco que hubiera que enseñarle todo desde cero. Lo llamé y tuvimos una agradable conversación por teléfono. Me gustó su voz, sus maneras; era inteligente y elocuente. Lo invité para una entrevista al día siguiente.
Lo primero de que me di cuenta cuando llegó era que era ciego. Sus ojos navegaban en sus cuencos como peces tropicales en el acuario del vestíbulo de un hotel barato.
Nos dimos la mano y sentamos a la barra y le pregunté sobre sus responsabilidades en el ajetreado restaurante marítimo, y me respondió razonablemente. Entendía el lenguaje que usaba y lo usó para responderme: esa especie de taquigrafía que utiliza la gente que trabaja en las cocinas.
Le dije: "¿Cuántos cubiertos para el almuerzo?"
Y él dijo: ‘De 85 a 110".
Dije": "¿Qué tipo de mis" -preparación- "se usa en una freiduría de pescado?"
Rió y dijo: "Bueno, trozos de limón y salsa tártara".
Hablamos un rato sobre su formación en filosofía: era un fan de Hegel. Finalmente, le mostré nuestro menú. Lo acercó a su cara como si fuera a inhalar sus contenidos escritos, descubrir aspirando lo que estaba escrito en nítidas letras. Me sentí más segura que nunca cuando vi que era ciego, pero naturalmente dudé de mí misma porque obviamente el tío había trabajado en restaurantes, algo que -aunque podamos hacer bromas- realmente no podría ni debería hacer. Y a pesar de la cercanía de su cara al menú, pensé que quizás yo estaba sacando conclusiones despreciables sobre los ‘incapacitados visuales' y necesitaba actualizar mis posiciones políticas. Así que lo contraté para un trail, el equivalente de audición en la industria.
Bajé rápidamente y desclavé el horario de la pizarra de corcho y lo apunté en la parrilla para la noche siguiente. Escribió su nuevo número de teléfono arriba de su currículum en grandes e irregulares caracteres e incluso logró, más o menos, localizar y tachar el viejo número. Lo miré directamente a los ojos, pensando que quizás debía preguntar lo que parecía obvio, pero en lugar de eso dije: "Bueno, creo que tienes una talla normal -tenemos pantalones y chaquetas para todas las tallas humanas, así que no necesitas traer tu uniforme. Sólo necesitarás un cuchillo de chef, uno de uso general y uno para vegetales. No es necesario que traigas mañana tu caja de 20 kilos". Asintió sin devolver mi mirada.
"¿Hay otra cosa que tengamos que tratar?", pregunté esperanzadamente. Solamente dijo que le gustaría quedarse con el menú, si no me incomodaba, para estudiarlo un rato antes de su prueba. Trato hecho. Volvimos a darnos la mano, milagrosamente.
Durante el resto del día pensé que quizás no era ciego, y que nada más que porque sus ojos giraran en sus cuencos no significaba que no distinguiera las formas o colores. Pero luego pensé: ¿Cómo va a cortar una cebolla blanca en una tabla de cocina blanca? Pensé que quizás yo era una idiota que no se daba cuenta de lo lejos que había llegado la ceguera. Quizás él había desarrollado algún tipo de estrategia para compensar. Hice un inventario mental de ciegos realizados y famosos. ¿Pero, tocar el piano se puede parecer a asar pescados a la parrilla a fuego abierto, en medio de la caliente grasa de las freidoras, afilados cuchillos, cocineros machistas y suelos resbaladizos? ¿De todos modos, cómo es que se llama a los ciegos en estos días?
Para la mañana de su prueba me había convencido a mí misma de que aunque era ciego, obviamente estaba dotado de algún otro modo. Estaba segura de que yo me arrastraba detrás de los tiempos por pensar que nada más que porque alguien fuera ciego no podría trabajar como cocinero de línea en un restaurante concurrido. O ser incluso el jefe de almuerzos en uno, como se leía en su currículum. Vagamente, sabía que cuando una persona pierde un sentido, los otros se ajustan perfectamente para compensarlo. Me tranquilicé diciéndome que él había inventado un sistema con el que él podía oír la comida, u oler qué plato se usaba para qué parte del menú. De hecho, me convencí de que él había se había transformado en una especie superior de cocineros de línea y que con él sabríamos lo que era la grandeza. Tanto me dejé llevar por la idea de los cocineros que creía que yo tenía claramente razón cuando mis cocineros me preguntaron incrédulos y ligeramente desconcertados por qué le había dado una prueba a un tipo ciego. Yo prácticamente me indigné. "¿Qué? ¿Crees que porque el tío es un ‘discapacitado visual' no puede trabajar en un restaurante?"
Cuando llegó para su trabajo, le hice un recorrido de introducción del área de preparación y el walk-in y la línea directa. En cada mesón, se agachaba y ponía su frente casi tocando cada cosa que yo le mostraba. Al principio me dejó fascinada -y más tarde, conmovedor- observar el ángulo desde el que escudriñaba cada artículo en la nevera.
"Aquí", dije, "es donde mantenemos las proteínas. Aquí el pescado. Aquí la carne. La cocida sobre la cruda. Siempre. ¿Ok?" Y en lugar de coger la cazuela de panceta, colocarla debajo de su nariz y mirarla oblicuamente hacia abajo, levantaba cada cosa hasta su frente, por encima de sus cejas, y las miraba implorante.
Lo pusimos en el área de preparación del sótano, con una tabla de cocina y una tarea menor en la que no importaría si lo estropeaba: picar perejil. Esto le tomó la mayor parte de la tarde, y era doloroso verlo doblado en dos, rompiéndose la espalda para mantener sus agotados ojos cerca de la tabla de cocina.
La prueba es simplemente un período para olisquear al tipo, para ver cómo se para, cómo coge los cuchillos, cuánto habla o no y qué dice. ¿Arrasa todo con tenazas o trabaja con fineza el tenedor y la cuchara? ¿Se sienta a la barra al final de su período? ¿Trajo bolígrafo y bloc? ¿Agradeció a la gente que lo ayudó? No me preocupaba que se suponía que él debía encargarse de la parrilla. Y me daba pepino el perejil. Pero a los 25 minutos de la prueba me di cuenta que no tenía ningún sistema de compensación, que no se había convertido en un tipo super sensible y que, enfáticamente, no había mutado en una máquina de cocinar superior. Lamentablemente, el tío era simplemente ciego. Y yo todavía tenía en mis manos 4 horas y 35 minutos de prueba.
La noche empezó lenta, con apenas un par de parejas que pidieron al mismo tiempo. Me doblé en el asiento de atrás del bus, por decirlo así, justo detrás del tipo ciego en la parrilla y dejé que mi sous chef se ocupara de la conducción: gritar los pedidos y orden, ayudando a procesar bandejas y camiones. Cada vez que llegaba un pedido a nuestro mesón, le explicaba tranquilamente al aprendiz lo que tenía que hacer, y miraba, boquiabierta, cómo sacaba con gran esfuerzo un trozo de carne del congelador, lo acercaba a su frente, lo colocaba sobre un plato y luego procedía a sazonar cuidadosamente el mesón con una pizca de sal. Cuando se gritaba "fuego" -empezar a cocinar-, retrocedí y lo dejé colocar la carne en la parrilla -que manejaba él-, pero lo tuve que retirar unas pulgadas de las llamas para que no se chamuscara el flequillo.
Finalmente encontramos una especie de espontánea, poco agradable rutina de vaudeville en la que lo seguí, sin que lo supiera, y sazoné la carne que él no sazonó, di la vuelta al pescado que él olvidó, coloqué el plato debajo de su espátula para recibir el cerdo. No me preocupaba que retrasara la línea, porque nunca esperamos que un aprendiz realice alguna función vital. Pero realmente empecé a sentirme mal cuando lo vi sacar toda una cesta de patatas fritas ardientes del aceite con su mano derecha y echarlas, para secarlas, no en la pila de filtros de café gigantes que tenía para ello en su mano izquierda, sino directamente en el aire adyacente, desparramándolas en las sucias esteras de goma y sus zuecos.
Esto no escapó a la atención de los otros cocineros. Toda la alegría de una buena noche en la línea se esfumó en segundos. Las bromas entre la ensalada y el sofrito desaparecieron sonoramente. Se dejó de lado la parte divertida de llegar al fin de la noche -rebuznos, llamar ‘señoritas' a los cocineros, como en "¡Prisa, señoritas!". El estricto pero afectuoso ladrido del sous chef hacia abajo perdió su toque de juego y fue reducido a las frases más superficiales y amablemente articuladas, como "Por favor fuego en siete". Cuando la cesta de patatas fritas cayeron al suelo, todos nos dimos cuenta de que el tío estaba en peligro físico.
En silencio, rastrillé en el suelo las patatas, las eché a la basura y coloque otra boleta en el estante. Le pedí, amablemente, que retrocediera a la pared y mirara un rato, explicándole que el ritmo subiría y que yo quería que la línea siguiera moviéndose. Esta es -incluso cuando no has perdido la cabeza- la parte más humillante de una prueba: cuando el chef te saca de la línea en medio de tu tarea. Se mueren mil muertes. Para un tipo ciego con algo que decir, quizás dos mil.
Hasta ese momento yo había de algún modo participado en algún extraño ejercicio que estaba haciendo este tipo. Había suspendido mi sentido de la realidad, como hacemos de vez en vez cuando vamos al teatro o al cine. Sé que no es real, pero creeré en ello durante dos horas seguidas. Pero algo al darme cuenta del peligro con el que estaba coqueteando en pro de su proyecto, cualquiera fuese, repentinamente me puso furiosa. Me apoderé de la parrilla y empecé a arrojar la comida en los platos, describiéndole mis acciones en tonos apenas suprimidos de sarcasmo. "Esto", prácticamente siseé, "es el orden de las gambas. Tres en una pila, con mantequilla de anchoas. ¿Quiere escribirlo?"
Me agoté con una virulencia pasiva agresiva. "En la rejilla del cordero, debe haber una temperatura de 52. Simplemente lea el temómetro. ¿Ok?"
Llamó la atención de mi sous chef, que se acercó tranquilo y le preguntó al tipo si no quería ocuparse de la garde-manger (el mesón frío) por un rato para ver cómo se hacían las cosas allá. Me sentí aliviada de que el tipo se alejara del fuego y de la grasa hacia el oasis relativamente inofensivo de las frondosas y frías ensaladas y cremosas y frías salsas. Y me sentí agradecida de que rescataran de mi peor yo. El tipo pasó el resto de su período con la espalda contra la pared en todos los mesones, con los ojos dando vueltas en su cabeza, pretendiendo enterarse de cómo funcionaba cada mesón. Yo pasé el resto de su prueba luchando contra la carne y los desagradables sentimientos desencadenados por este poco sano apuro en que nos encontrábamos.
Nunca descubrí qué estaba haciendo. Le permití terminar la noche, y cuando se mudó de ropa, le dije que se sentara a la barra y comiera algo, que hizo. Y cuando se marchaba le dije que lo llamaría al día siguiente, lo que también hice. Le dije que buscaba a alguien con más empuje, más como un fornido bateador, pero que lo tendría en mente en caso de que se hiciera disponible una posición más acorde con sus habilidades.
Esto, curiosamente, le pareció posible.

26 de septiembre de 2005
©new york times
©traducción mQh


0 comentarios