triunfo del bien en tijuana
[Jim Benning] En una ciudad conocida por su mala reputación, todavía hay rincones sobre el bien triunfa sobre el mal.
Es viernes noche en un pequeño gimnasio de Tijuana, del tipo de desvencijada estructura mexicana que te puede hacer añorar las normas de seguridad de las construcciones estadounidenses, y en el ring ante mí, luchadores enmascarados están pegándose y dando volteretas y, en general, maltratándose uno a otro para mi placer.
¡Whap! El gran Hijo del Santo cae al suelo. Eso debe doler.
La multitud estalla en un grito de simpatía: "¡San-to! ¡San-to!" Sorbo de mi té frío Tecate, me echo hacia atrás en mi tambaleante silla plegable (no muy diferentes de las que ocasionalmente son rotas en las gruesas cabezas de los luchadores) y sonrío.
Mientras muchos de mis compatriotas estadounidenses están mirando a Jack Black haciendo de aprendiz de luchador en ‘Nacho Libre', yo me he venido al sur esta suave tarde de verano para ver peleas de verdad: lucha libre auténtica, practicada por hombres fornidos con nombres como El Diablo, que lleva unas terroríficas máscaras y, ha de observarse, no le teme a las mallas.
Es un viaje corto. Mi mujer, Leslie, y yo, conducimos durante 20 minutos desde nuestra casa en San Diego hasta que vimos un letrero de la carretera que nunca deja de avivar mis ganas de conocer el mundo: ‘USA Última Salida'. Giré, aparcamos en un estacionamiento que colindaba con la frontera mexicana y pasamos por un chirriante torniquete hacia ese otro mundo que es Tijuana.
Ya lo sé, lo sé, Tijuana tiene mala reputación. La peor de todas. Pobreza. Drogas. Delincuencia. Violencia. Es todo verdad. Justo días antes de mi visita, de hecho, habían encontrado las cabezas -sólo las cabezas- de tres agentes de policía en el río Tijuana. Es suficiente como para que el más intrépido de los viajeros lo piense dos veces.
Pero Tijuana tiene más que malas noticias. Como he descubierto desde que me mudé a San Diego hace dos años, la ciudad ofrece un montón de cosas más que la única calle que ven la mayoría de los visitantes, la Avenida de la Revolución, con sus bares, sus clubes de striptease y las tiendas de curiosidades que venden toallas playeras ‘Buscando a Nemo' falsas. El ambiente, repleta con americanos borrachos posando para fotos encima de abatidos burros pintados como cebras de zoológico, recuerda la famosa frase atribuida al ex presidente de México, Porfirio Díaz: "Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos".
Esta noche tomamos un taxi para un trayecto de diez minutos hacia Carnitas Uruapán, cenamos un sabroso cochinito asado y humeantes tortillas de maíz en una brillante mesa de picnic de color naranja, con acompañamiento de mariachis, sin burros rayados a la vista. Luego fuimos caminando hacia la arena Palenque en el Hipódromo de la ciudad, donde se había anunciado la extravagante lucha libre a las 8:30 de la noche.
En la acera, en un extenso terreno de tierra, un vendedor vende mazorcas de maíz que saca de una humeante cacerola. Un hombre ofrece cientos de coloridas máscaras de lucha libre, gritando: "¡Máscaras, máscaras!" Compramos nuestros billetes en una pequeña ventanilla -18 dólares para dos almohadillas. Los beneficios de esta noche se destinarán a obras de caridad. Entramos, saboreando el olor a perritos calientes asados, envueltos en tocino. El edificio mal iluminado, con su tejado y paneles de metal, más parece un granero de aluminio que un gimnasio. Subimos una docena de escalones y nos dejamos caer sobre una larga y estrecha banca de metal.
Pancartas de radios cercan el ring; los anuncios de cerveza y brandy cubren las paredes del gimnasio. Alrededor nuestro, los primeros grupos de espectadores están devorando rajas de mango untadas en salsa picante. Un niño con una máscara de lucha libre dorada mordisquea torpemente algodón de azúcar a través de un pequeño corte en la boca.
No veo a otros gringos. La multitud parece estar formada por cientos de residentes locales -maridos y esposas, grupos de adolescentes, padres acarreando niños enmascarados. Abajo, en una escena que provocaría a un gerente americano pesadillas sobre los seguros, dos docenas de niños se han escapado de sus padres y se han montado en el ring de lucha, dejándose caer unos sobre otros, dando saltos de ángel desde las cuerdas de las esquinas, gritando y riendo. Me encanta.
A eso de las nueve suena una campana, los niños vuelven a sus asientos, y un hombre con un traje oscuro anuncia el primer match. Cuatro luchadores enmascarados (dos equipos) suben al ring. Mientras ruge la multitud, los hombres se turnan golpeándose, rebotando y cayendo unos sobre otros. Un tipo actualiza un clásico truco de los Tres Chiflados y mete dos dedos estirados en los ojos de su oponente. Es una movida osada. La multitud lo aprueba.
Los hombres se enfrentan en una tradición que se remonta a los años treinta en México. Como el World Wrestling Entertainment en Estados Unidos, el énfasis no está puesto en la lucha seria, sino en la diversión, en el espectáculo familiar y nada menos que en el triunfo del bien sobre el mal.
El cartel de esta noche anuncia cuatro peleas de media hora, cada una de tres vueltas. Después de la segunda pelea, los que estamos en las almohadillas somos invitados por el maestro de ceremonia a ocupar las locaciones más caras abajo. Cientos de nosotros nos trasladamos hacia abajo.
A eso de las once, cuando se acerca el último match, me encuentro hablando en español con José, un hombre de voz suave que está sentado cerca, con sus dos hijos.
José me dice que cuando era un niño en Ciudad de México, asistía con su padre a las peleas de lucha libre. Ahora, en Tijuana, viene a menudo con sus hijos.
"Es parte de nuestra cultura", dice. "Y somos aficionados". Observando a los espectadores durante la velada, observo que los padres gritones tienden a tener hijos e hijas ruidosos igualmente gritones. Pero lo contrario también es verdad. José ha estado quieto durante las peleas, lo mismo que sus hijos.
Iván, de 12, y Adrián, de 10, miran intensamente, incluso respetuosamente, emitiendo rara vez un sonido. Iván aprieta fotos de sus luchadores favoritos, incluyendo a El Hijo del Santo.
"El Hijo del Santo es un gran luchador", dice José. "Tiene carisma". El carisma es evidente tan pronto como El Hijo del Santo se trepa al ring. El hijo del gran luchador El Santo, que hace décadas hizo en México películas terriblemente populares, El Hijo del Santo entra a la arena llevando una brillate máscara plateada, calzoncillos plateados sobre unas mallas blancas y una larga capa plateada. Su pecho desnudo y aceitado brilla como si se tratara de lentejuelas.
El último match presenta a algunos de los luchadores más grandes de México, incluyendo a El Hijo del Santo, Blue Demon Jr., y el Rey Misterio. La tensión sube. "¡Esta noche tenemos algunas estrellas!", ruge el anunciador.
Al empezar la lucha, el Rey Misterio se hace rebotar en las cuerdas y golpea a Blue Demon en el pecho. Se suceden volteretas con rebotes en la lona. El Ángel Blanco inmoviliza a El Hijo del Solitario. La multitud aplaude.
Varios minutos después, en el segundo round, la acción empieza de verdad. El Ángel Blanco se abalanza fuera del ring y cae entre la multitud, persiguiendo a El Hijo del Santo y dispersando a los espectadores. Se oye un grito. El Ángel Blanco ordena a varias mujeres que abandonen sus asientos, y lanza a El Hijo del Santo entre los asientos y lo empuja al suelo.
Un sordo "Uuuuuhhh" recorre el gimnasio. Leslie hace una mueca de dolor y ahoga una risa.
Miro justo cuando Adrián, el hijo de José, se pone de pie y evalúa tranquilamente la situación. El referí, aparentemente, no está contento. Detiene la lucha y amenaza con terminarla antes del último round.
"Aquí hay mujeres y niños", amonesta un oficial a los luchadores. Algunos luchadores cogen el micrófono y piden disculpas, pidiendo que la lucha continúe para los fans inocentes.
Es una movida galante, y el público se llena de esperanzas.
"¡O-tra, o-tra!", gritamos.
El oficial, benévolo, autoriza a los luchadores y momentos después, para nuestro alivio colectivo, Ángel Blanco está dando puñetazos a El Hijo del Santo, golpeando su cabeza con una ferocidad poco usual en estos días. Entonces el Santo se recupera prodigiosamente, y noquea al Ángel Blanco. Después de varios minutos de aporrear cuerpos y retorcer miembros, El Hijo del Santo, el Rey Misterio y el Rayo de Jalisco, elevan sus brazos victoriosos. Todos aplaudimos.
Leslie y yo salimos hacia la noche de Tijuana, y estamos satisfechos. En esta rebosante ciudad fronteriza con semejante mala reputación, las fuerzas del bien todavía pueden triunfar sobre las fuerzas del mal. Y los hombres enmascarados pueden ser rudos, aunque lleven mallas.
Vi la lucha libre en la arena Palenque en el Hipódromo de Tijuana, pero la mayoría de los viernes, los enmascarados se enfrentan en el Auditorio Municipal, a las 8:30 de la tarde.
¡Whap! El gran Hijo del Santo cae al suelo. Eso debe doler.
La multitud estalla en un grito de simpatía: "¡San-to! ¡San-to!" Sorbo de mi té frío Tecate, me echo hacia atrás en mi tambaleante silla plegable (no muy diferentes de las que ocasionalmente son rotas en las gruesas cabezas de los luchadores) y sonrío.
Mientras muchos de mis compatriotas estadounidenses están mirando a Jack Black haciendo de aprendiz de luchador en ‘Nacho Libre', yo me he venido al sur esta suave tarde de verano para ver peleas de verdad: lucha libre auténtica, practicada por hombres fornidos con nombres como El Diablo, que lleva unas terroríficas máscaras y, ha de observarse, no le teme a las mallas.
Es un viaje corto. Mi mujer, Leslie, y yo, conducimos durante 20 minutos desde nuestra casa en San Diego hasta que vimos un letrero de la carretera que nunca deja de avivar mis ganas de conocer el mundo: ‘USA Última Salida'. Giré, aparcamos en un estacionamiento que colindaba con la frontera mexicana y pasamos por un chirriante torniquete hacia ese otro mundo que es Tijuana.
Ya lo sé, lo sé, Tijuana tiene mala reputación. La peor de todas. Pobreza. Drogas. Delincuencia. Violencia. Es todo verdad. Justo días antes de mi visita, de hecho, habían encontrado las cabezas -sólo las cabezas- de tres agentes de policía en el río Tijuana. Es suficiente como para que el más intrépido de los viajeros lo piense dos veces.
Pero Tijuana tiene más que malas noticias. Como he descubierto desde que me mudé a San Diego hace dos años, la ciudad ofrece un montón de cosas más que la única calle que ven la mayoría de los visitantes, la Avenida de la Revolución, con sus bares, sus clubes de striptease y las tiendas de curiosidades que venden toallas playeras ‘Buscando a Nemo' falsas. El ambiente, repleta con americanos borrachos posando para fotos encima de abatidos burros pintados como cebras de zoológico, recuerda la famosa frase atribuida al ex presidente de México, Porfirio Díaz: "Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos".
Esta noche tomamos un taxi para un trayecto de diez minutos hacia Carnitas Uruapán, cenamos un sabroso cochinito asado y humeantes tortillas de maíz en una brillante mesa de picnic de color naranja, con acompañamiento de mariachis, sin burros rayados a la vista. Luego fuimos caminando hacia la arena Palenque en el Hipódromo de la ciudad, donde se había anunciado la extravagante lucha libre a las 8:30 de la noche.
En la acera, en un extenso terreno de tierra, un vendedor vende mazorcas de maíz que saca de una humeante cacerola. Un hombre ofrece cientos de coloridas máscaras de lucha libre, gritando: "¡Máscaras, máscaras!" Compramos nuestros billetes en una pequeña ventanilla -18 dólares para dos almohadillas. Los beneficios de esta noche se destinarán a obras de caridad. Entramos, saboreando el olor a perritos calientes asados, envueltos en tocino. El edificio mal iluminado, con su tejado y paneles de metal, más parece un granero de aluminio que un gimnasio. Subimos una docena de escalones y nos dejamos caer sobre una larga y estrecha banca de metal.
Pancartas de radios cercan el ring; los anuncios de cerveza y brandy cubren las paredes del gimnasio. Alrededor nuestro, los primeros grupos de espectadores están devorando rajas de mango untadas en salsa picante. Un niño con una máscara de lucha libre dorada mordisquea torpemente algodón de azúcar a través de un pequeño corte en la boca.
No veo a otros gringos. La multitud parece estar formada por cientos de residentes locales -maridos y esposas, grupos de adolescentes, padres acarreando niños enmascarados. Abajo, en una escena que provocaría a un gerente americano pesadillas sobre los seguros, dos docenas de niños se han escapado de sus padres y se han montado en el ring de lucha, dejándose caer unos sobre otros, dando saltos de ángel desde las cuerdas de las esquinas, gritando y riendo. Me encanta.
A eso de las nueve suena una campana, los niños vuelven a sus asientos, y un hombre con un traje oscuro anuncia el primer match. Cuatro luchadores enmascarados (dos equipos) suben al ring. Mientras ruge la multitud, los hombres se turnan golpeándose, rebotando y cayendo unos sobre otros. Un tipo actualiza un clásico truco de los Tres Chiflados y mete dos dedos estirados en los ojos de su oponente. Es una movida osada. La multitud lo aprueba.
Los hombres se enfrentan en una tradición que se remonta a los años treinta en México. Como el World Wrestling Entertainment en Estados Unidos, el énfasis no está puesto en la lucha seria, sino en la diversión, en el espectáculo familiar y nada menos que en el triunfo del bien sobre el mal.
El cartel de esta noche anuncia cuatro peleas de media hora, cada una de tres vueltas. Después de la segunda pelea, los que estamos en las almohadillas somos invitados por el maestro de ceremonia a ocupar las locaciones más caras abajo. Cientos de nosotros nos trasladamos hacia abajo.
A eso de las once, cuando se acerca el último match, me encuentro hablando en español con José, un hombre de voz suave que está sentado cerca, con sus dos hijos.
José me dice que cuando era un niño en Ciudad de México, asistía con su padre a las peleas de lucha libre. Ahora, en Tijuana, viene a menudo con sus hijos.
"Es parte de nuestra cultura", dice. "Y somos aficionados". Observando a los espectadores durante la velada, observo que los padres gritones tienden a tener hijos e hijas ruidosos igualmente gritones. Pero lo contrario también es verdad. José ha estado quieto durante las peleas, lo mismo que sus hijos.
Iván, de 12, y Adrián, de 10, miran intensamente, incluso respetuosamente, emitiendo rara vez un sonido. Iván aprieta fotos de sus luchadores favoritos, incluyendo a El Hijo del Santo.
"El Hijo del Santo es un gran luchador", dice José. "Tiene carisma". El carisma es evidente tan pronto como El Hijo del Santo se trepa al ring. El hijo del gran luchador El Santo, que hace décadas hizo en México películas terriblemente populares, El Hijo del Santo entra a la arena llevando una brillate máscara plateada, calzoncillos plateados sobre unas mallas blancas y una larga capa plateada. Su pecho desnudo y aceitado brilla como si se tratara de lentejuelas.
El último match presenta a algunos de los luchadores más grandes de México, incluyendo a El Hijo del Santo, Blue Demon Jr., y el Rey Misterio. La tensión sube. "¡Esta noche tenemos algunas estrellas!", ruge el anunciador.
Al empezar la lucha, el Rey Misterio se hace rebotar en las cuerdas y golpea a Blue Demon en el pecho. Se suceden volteretas con rebotes en la lona. El Ángel Blanco inmoviliza a El Hijo del Solitario. La multitud aplaude.
Varios minutos después, en el segundo round, la acción empieza de verdad. El Ángel Blanco se abalanza fuera del ring y cae entre la multitud, persiguiendo a El Hijo del Santo y dispersando a los espectadores. Se oye un grito. El Ángel Blanco ordena a varias mujeres que abandonen sus asientos, y lanza a El Hijo del Santo entre los asientos y lo empuja al suelo.
Un sordo "Uuuuuhhh" recorre el gimnasio. Leslie hace una mueca de dolor y ahoga una risa.
Miro justo cuando Adrián, el hijo de José, se pone de pie y evalúa tranquilamente la situación. El referí, aparentemente, no está contento. Detiene la lucha y amenaza con terminarla antes del último round.
"Aquí hay mujeres y niños", amonesta un oficial a los luchadores. Algunos luchadores cogen el micrófono y piden disculpas, pidiendo que la lucha continúe para los fans inocentes.
Es una movida galante, y el público se llena de esperanzas.
"¡O-tra, o-tra!", gritamos.
El oficial, benévolo, autoriza a los luchadores y momentos después, para nuestro alivio colectivo, Ángel Blanco está dando puñetazos a El Hijo del Santo, golpeando su cabeza con una ferocidad poco usual en estos días. Entonces el Santo se recupera prodigiosamente, y noquea al Ángel Blanco. Después de varios minutos de aporrear cuerpos y retorcer miembros, El Hijo del Santo, el Rey Misterio y el Rayo de Jalisco, elevan sus brazos victoriosos. Todos aplaudimos.
Leslie y yo salimos hacia la noche de Tijuana, y estamos satisfechos. En esta rebosante ciudad fronteriza con semejante mala reputación, las fuerzas del bien todavía pueden triunfar sobre las fuerzas del mal. Y los hombres enmascarados pueden ser rudos, aunque lleven mallas.
Vi la lucha libre en la arena Palenque en el Hipódromo de Tijuana, pero la mayoría de los viernes, los enmascarados se enfrentan en el Auditorio Municipal, a las 8:30 de la tarde.
10 de julio de 2006
©washington post
©traducción mQh
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jean pablo -