turismo de la causa guerrillera
[Reed Johnson] Antiguos guerrilleros dirigen excursiones turísticas en los territorios donde combatió la guerrilla salvadoreña.
Perquín, El Salvador. Efraín Pérez camina arrastrando ligeramente los pies cuando escolta a los visitantes a través del Museo de la Revolución Salvadoreña. Su paso vacilante, el resultado de la metralla de bomba que casi le penetró el cerebro, ha ablandado el cuerpo de este antiguo guerrillero de 38 años, pero no su mente.
Sin esfuerzo alguno, repite las fechas de batallas y asesinatos, listados de nombres de pueblos destruidos y camaradas de armas caídos en la lucha. Entonces conduce a sus invitados a través de pequeños cuartos llenos de carteles de propaganda, lanzamisiles tierra-aire de la época soviética y decenas de borrosas fotos en blanco y negro de los "héroes y mártires" que murieron en el violento conflicto que ya se ha deslizado entre las sombras de la historia.
"Cuando lo vives, sabes cuáles son las consecuencias, y se queda en tu mente. No es algo que vayas a olvidar", dice Pérez, un hombre de voz suave que se convirtió en un guerrillero marxista después de que su madre, padre y hermano fueran asesinados por soldados del ejército casi al inicio de la guerra civil de doce años de El Salvador a principios de los años ochenta. Tenía entonces once años.
En otras circunstancias, los mohosos artefactos que se exhiben en el museo, un edificio de un piso con tejado de hojalata colgando de una embarrada colina, pudieron haber quedado escondidos en casas particulares o dejados a oxidar en alguna guarida en la selva. Pérez pudo haber malgastado sus días entre las legiones de desempleados con que cuenta El Salvador.
Pero hoy, él y varios de sus antiguos camaradas han descubierto un sorprendente y nuevo oficio: guías turísticos.
Mientras el ministerio del turismo de El Salvador se esfuerza por atraer conferencias a la capital y adoradores del sol en los balnearios de la costa del Pacífico, muchos antiguos guerrilleros, así como civiles de a pie cuyas vidas fueron cambiadas para siempre por la guerra, están desarrollando un "turismo alternativo".
Desde que se firmaran los acuerdos de paz en 1992, miles de visitantes curiosos de toda América Latina, Europa y Estados Unidos y Canadá han visitado este remoto pueblo en la montaña a dieciséis kilómetros de la frontera hondureña y otros sitios distribuidos a lo largo de esta república de 6.9 millones de habitantes asolada por la violencia. Mientras algunos visitantes simpatizan con la causa de los antiguos rebeldes, otros están simplemente interesados en la historia.
Concentrado en los campos de la muerte de hace 25 años y en antiguos campamentos rebeldes, el turismo alternativo ha atraído a un montón de turistas domingueros hacia un puñado de pueblos aislados asociados a la lucha que reclamó 75 mil vidas y dejó a ocho mil personas desaparecidas.
Entre los más infames se encuentra El Mozote, un villorrio rural donde unas novecientas personas, entre hombres, mujeres y niños, fueron violadas, torturadas y masacradas por tropas del gobierno el 11 de diciembre de 1981.
"Hay una nueva generación que está aprendiendo la historia de El Salvador", dijo Pérez. "Hay siempre ignorancia, de no saber nada, y tenemos que cambiar esa mentalidad".
Se trate de Gettysburg o de las redes de túneles subterráneos usados por el Viet Cong, el turismo relacionado con la guerra se ha convertido en una empresa a nivel global.
Lo que es inusual en El Salvador es que muchos de sus sitios no son operados por el gobierno federal, sino por sus antiguos enemigos, los ex combatientes del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, o FMLN, una coalición de comunistas y otros grupos de izquierdas.
El ministerio de Turismo del país no apoya los sitios y dice que, aunque no ignora los años de guerra, en este momento tiene otras prioridades. "Lamentablemente, la guerra es parte de nuestra historia", dijo el ministro José Rubén Rochi. "No podemos olvidar lo que pasó en la década de los ochenta". Sin embargo, dijo, el turismo salvadoreño se encuentra todavía en una fase "muy preliminar, muy básica".
Como otros muchos salvadoreños, Francisco Armando, 26, y Carlos Pineda, 25, ni siquiera habían nacido cuando estalló la guerra civil. Recuerdan el sonido de los helicópteros y el temor que sentían cuando, de jóvenes, veían marchar a los soldados en las calles. Pero no recuerdan mucho más que eso.
Antes este mes, los hombres y sus familias visitaron el museo aquí por primera vez después de una caminata de cuatro horas y media desde su casa en Sonsonate. Recorriendo el museo, Armando comparó los artefactos con un documental sobre la guerra que había bajado a su celular.
Antes, dijo, todas sus impresiones de esa época, provenían de películas.
La "realidad del museo es mucho más impresionante", dijo Armando, un empleado de la salud pública.
Los guías, todos ex guerrilleros, trabajan seis días a la semana de seis de la mañana a cuatro y media de la tarde. La entrada es de sesenta centavos para los salvadoreños y un dólar veinte para los extranjeros, más un dólar por el aparcamiento. El recinto incluye una pequeña tienda donde se venden tentempiés, camisetas con el Che Guevara y libros sobre al arzobispo Óscar Romero, el sacerdote pacifista que fue asesinado por agentes del gobierno cuando celebraba misa en 1980.
Durante festivos como Semana Santa, al museo llegan hasta seis mil personas.
Se han formulado proyectos para agregar un salón de conferencias con capacidad para cien personas y un teatro, una de cuyas funciones será ofrecer albergue a reuniones de familias que están todavía tratando de ubicar a familiares desaparecidos.
Hace unos días, las primas nacidas en Los Angeles, Tanya Rubio, 21, y Katherine Rubio, 16, estaban visitando el museo como parte de un viaje de una semana al país natal de sus padres. Explorar la historia de la guerra civil, dijeron, era parte de su conexión con su pasado.
"Mis amigos norteamericanos no saben lo que pasó aquí", dijo Tanya Rubio, examinando los retorcidos restos de un helicóptero del ejército. "Yo les explico lo que pasó".
Otros dos norteamericanos, Brendan Fischer, 25, voluntario del Cuerpo de Paz, y su hermana Katie, 22, una estudiante de periodismo de Wisconsin, estaban también de visita. Antes en el día, los hermanos habían visitado El Mozote, a unos cuarenta minutos. La masacre cometida por el Batallón Atlacatl fue inicialmente desconocida por el gobierno salvadoreño y el de Reagan, que apoyaba al régimen. No fue sino a principios de los noventa que investigaciones forenses y un informe de la Comisión de la Verdad reconocida por Naciones Unidas, estableció que se había cometido una masacre.
Hoy, El Mozote es un villorrio de unas 65 familias, dijo Gumercindo Claros, coordinador del Comité Turístico de El Mozote, y uno de los seis guías que ofrece excursiones gratuitas por la zona. Los sitios incluyen el cementerio ‘Patio de los Inocentes', donde yacen 146 niños, y el lugar donde Rufina Amaya, una de las pocas sobrevivientes, se escondió detrás de un árbol y escapó.
Amaya murió de un derrame este 6 de marzo, pero lo que presenció ese día de diciembre de 1981 ha sido transmitido a otros narradores. "Hablábamos un montón", dice Claros.
Uno de los sitios relacionados con la guerra más sorprendentes e inaccesibles se encuentra arriba en el villorrio de La Montanona, en la provincia de Chalatenango. La entrada a esta antigua base rebelde empieza donde las vacas deambulan libremente. El tendido eléctrico todavía no llega. Frente a la escuela cuelgan los restos una bomba del ejército que ahora es usada como campana.
Este año para Domingo de Resurrección unas 150 personas habían visitado el sitio, dijo Fidel Castro Santos, 60, ex combatiente que ahora trabaja como el ‘guardabosques' del lugar. La entrada cuesta un dólar por persona, y tres dólares para acampar.
Los antiguos rebeldes que supervisan el lugar han construido pasarelas de madera y mesas de picnic junto a las rutas de excursión y dicen que están tratando de desarrollar un plan de gestión forestal para proteger los recursos naturales.
Castro dijo que la industria turística alternativa de la guerra surgió a pesar de la ausencia de una autoridad coordinadora central, o de cualquier vínculo entre los ex guerrilleros de esos lugares. "Claramente, teníamos los mismos sentimientos y las mismas historias, pero no estábamos en contacto".
Descendiendo por una ladera, Castro lleva a sus visitantes hacia uno de los ‘hospitales' improvisados de los rebeldes, metido profundamente en el arcilloso acantilado para soportar los bombardeos. Cien metros más allá hay un rústico refugio de madera desde donde transmitía Radio Farabundo Martí.
Una red de túneles atraviesa la colina, donde el año pasado se encontraron los restos de un guerrillero en el fondo de un barranco, sus documentos todavía intactos y su reloj Seiko todavía funcionando.
Castro subió hasta la cima de otra colina hacia una plataforma de madera apuntalada por pilares, a varios metros sobre el suelo. La vista poco antes del ocaso era impresionante: un lago resplandeciente contra un telón de fondo de picos de volcanes. Donde antes llovían constantemente las bombas y morteros, ahora el único ruido que se oía era el de la brisa pasando por entre los pinos.
Como otros muchos de sus compañeros, Castro llegó a apoyar la causa de la guerrilla no por su lecturas de Marx o Mao, sino por su inmersión en la teología de la liberación, la radical doctrina católica que floreció en América Latina durante los sesenta y setenta, que justificaba la acción revolucionaria como un medio de oponerse a la enraizada desigualdad social.
Uno de los mentores de Castro fue el arzobispo Romero, al que conoció personalmente. En su juventud, dijo Castro, él y sus amigos pensaban que Dios estaba en el cielo. "Pero estábamos equivocados. Dios está en todos nosotros y en todas partes", dijo, reanudando su paseo por la selva.
Con los crecientes niveles de tráfico de drogas y la violencia de las pandillas, y una endeble economía que depende pesadamente de los giros enviados a casa por los 655 mil emigrantes salvadoreños que viven en Estados Unidos, incluyendo a 187 mil en el condado de Los Angeles (de acuerdo a cifras del censo de 2000), El Salvador podría usar cualquier estímulo económico.
Aunque predice que ningún salvadoreño de clase alta visitará los nuevos sitios relacionados con la guerra, Leonel Gómez, un politólogo que ayudó en las conversaciones de paz entre los rebeldes y el gobierno norteamericano, cree que el "turismo aquí podría proporcionar trabajo a un montón de gente".
"Es asombroso que un ex guerrillero empiece algo, cualquier cosa", dijo Gómez. "No sé cómo lo hacen para reunir energía. Porque nadie les ayuda".
No está claro cuánto interés pueden generar los sitios relacionados con la guerra en momentos en que el conflicto pierde intensidad, porque las pasiones que lo provocaron todavía arden.
El partido de extrema derecha Arena controla la presidencia y con sus aliados políticos controla la mayoría de la legislatura federal. Pero el partido político FMLN, que desciende de la organización rebelde, puede bloquear la aprobación de leyes que exijan una mayoría de dos tercios. Los dos partidos mayoritarios se están preparando para las elecciones de 2009, un espectáculo que un economista salvadoreño comparó hace poco con esperar el choque de dos trenes.
Entretanto, las cicatrices físicas de la guerra todavía perduran. Una de las más profundas se puede encontrar a la vera del camino entre San Salvador y la montañosa región de Guazapa, un antiguo bastión de la guerrilla a 32 kilómetros de la capital. Una sección está sembrada de casas bombardeadas y una destruida iglesia de la época colonial parecida al Álamo.
Un par de kilómetros más abajo por el camino se encuentra el pintoresco pueblo de Suchitoto. Geraldo Suárez, 64, es uno de los diez antiguos rebeldes que el año pasado abrieron un bar y una pequeña residencial en una casa remodelada que pertenecía a una prominente familia de militares. Sentado en el apacible patio del bar, rodeado de mangos y paltos, Suárez, un antiguo experto en comunicaciones dijo que la restauración del arruinado edificio es mucho más fácil que la restauración de la memoria histórica de un pueblo.
"¿Qué es lo que queremos reconstruir? Es como decidir el guión para una película", dijo. "Todos los grandes actores quieren estar en esta estupenda película. Y ahora es más difícil porque muchos de los actores están muertos".
Sin esfuerzo alguno, repite las fechas de batallas y asesinatos, listados de nombres de pueblos destruidos y camaradas de armas caídos en la lucha. Entonces conduce a sus invitados a través de pequeños cuartos llenos de carteles de propaganda, lanzamisiles tierra-aire de la época soviética y decenas de borrosas fotos en blanco y negro de los "héroes y mártires" que murieron en el violento conflicto que ya se ha deslizado entre las sombras de la historia.
"Cuando lo vives, sabes cuáles son las consecuencias, y se queda en tu mente. No es algo que vayas a olvidar", dice Pérez, un hombre de voz suave que se convirtió en un guerrillero marxista después de que su madre, padre y hermano fueran asesinados por soldados del ejército casi al inicio de la guerra civil de doce años de El Salvador a principios de los años ochenta. Tenía entonces once años.
En otras circunstancias, los mohosos artefactos que se exhiben en el museo, un edificio de un piso con tejado de hojalata colgando de una embarrada colina, pudieron haber quedado escondidos en casas particulares o dejados a oxidar en alguna guarida en la selva. Pérez pudo haber malgastado sus días entre las legiones de desempleados con que cuenta El Salvador.
Pero hoy, él y varios de sus antiguos camaradas han descubierto un sorprendente y nuevo oficio: guías turísticos.
Mientras el ministerio del turismo de El Salvador se esfuerza por atraer conferencias a la capital y adoradores del sol en los balnearios de la costa del Pacífico, muchos antiguos guerrilleros, así como civiles de a pie cuyas vidas fueron cambiadas para siempre por la guerra, están desarrollando un "turismo alternativo".
Desde que se firmaran los acuerdos de paz en 1992, miles de visitantes curiosos de toda América Latina, Europa y Estados Unidos y Canadá han visitado este remoto pueblo en la montaña a dieciséis kilómetros de la frontera hondureña y otros sitios distribuidos a lo largo de esta república de 6.9 millones de habitantes asolada por la violencia. Mientras algunos visitantes simpatizan con la causa de los antiguos rebeldes, otros están simplemente interesados en la historia.
Concentrado en los campos de la muerte de hace 25 años y en antiguos campamentos rebeldes, el turismo alternativo ha atraído a un montón de turistas domingueros hacia un puñado de pueblos aislados asociados a la lucha que reclamó 75 mil vidas y dejó a ocho mil personas desaparecidas.
Entre los más infames se encuentra El Mozote, un villorrio rural donde unas novecientas personas, entre hombres, mujeres y niños, fueron violadas, torturadas y masacradas por tropas del gobierno el 11 de diciembre de 1981.
"Hay una nueva generación que está aprendiendo la historia de El Salvador", dijo Pérez. "Hay siempre ignorancia, de no saber nada, y tenemos que cambiar esa mentalidad".
Se trate de Gettysburg o de las redes de túneles subterráneos usados por el Viet Cong, el turismo relacionado con la guerra se ha convertido en una empresa a nivel global.
Lo que es inusual en El Salvador es que muchos de sus sitios no son operados por el gobierno federal, sino por sus antiguos enemigos, los ex combatientes del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, o FMLN, una coalición de comunistas y otros grupos de izquierdas.
El ministerio de Turismo del país no apoya los sitios y dice que, aunque no ignora los años de guerra, en este momento tiene otras prioridades. "Lamentablemente, la guerra es parte de nuestra historia", dijo el ministro José Rubén Rochi. "No podemos olvidar lo que pasó en la década de los ochenta". Sin embargo, dijo, el turismo salvadoreño se encuentra todavía en una fase "muy preliminar, muy básica".
Como otros muchos salvadoreños, Francisco Armando, 26, y Carlos Pineda, 25, ni siquiera habían nacido cuando estalló la guerra civil. Recuerdan el sonido de los helicópteros y el temor que sentían cuando, de jóvenes, veían marchar a los soldados en las calles. Pero no recuerdan mucho más que eso.
Antes este mes, los hombres y sus familias visitaron el museo aquí por primera vez después de una caminata de cuatro horas y media desde su casa en Sonsonate. Recorriendo el museo, Armando comparó los artefactos con un documental sobre la guerra que había bajado a su celular.
Antes, dijo, todas sus impresiones de esa época, provenían de películas.
La "realidad del museo es mucho más impresionante", dijo Armando, un empleado de la salud pública.
Los guías, todos ex guerrilleros, trabajan seis días a la semana de seis de la mañana a cuatro y media de la tarde. La entrada es de sesenta centavos para los salvadoreños y un dólar veinte para los extranjeros, más un dólar por el aparcamiento. El recinto incluye una pequeña tienda donde se venden tentempiés, camisetas con el Che Guevara y libros sobre al arzobispo Óscar Romero, el sacerdote pacifista que fue asesinado por agentes del gobierno cuando celebraba misa en 1980.
Durante festivos como Semana Santa, al museo llegan hasta seis mil personas.
Se han formulado proyectos para agregar un salón de conferencias con capacidad para cien personas y un teatro, una de cuyas funciones será ofrecer albergue a reuniones de familias que están todavía tratando de ubicar a familiares desaparecidos.
Hace unos días, las primas nacidas en Los Angeles, Tanya Rubio, 21, y Katherine Rubio, 16, estaban visitando el museo como parte de un viaje de una semana al país natal de sus padres. Explorar la historia de la guerra civil, dijeron, era parte de su conexión con su pasado.
"Mis amigos norteamericanos no saben lo que pasó aquí", dijo Tanya Rubio, examinando los retorcidos restos de un helicóptero del ejército. "Yo les explico lo que pasó".
Otros dos norteamericanos, Brendan Fischer, 25, voluntario del Cuerpo de Paz, y su hermana Katie, 22, una estudiante de periodismo de Wisconsin, estaban también de visita. Antes en el día, los hermanos habían visitado El Mozote, a unos cuarenta minutos. La masacre cometida por el Batallón Atlacatl fue inicialmente desconocida por el gobierno salvadoreño y el de Reagan, que apoyaba al régimen. No fue sino a principios de los noventa que investigaciones forenses y un informe de la Comisión de la Verdad reconocida por Naciones Unidas, estableció que se había cometido una masacre.
Hoy, El Mozote es un villorrio de unas 65 familias, dijo Gumercindo Claros, coordinador del Comité Turístico de El Mozote, y uno de los seis guías que ofrece excursiones gratuitas por la zona. Los sitios incluyen el cementerio ‘Patio de los Inocentes', donde yacen 146 niños, y el lugar donde Rufina Amaya, una de las pocas sobrevivientes, se escondió detrás de un árbol y escapó.
Amaya murió de un derrame este 6 de marzo, pero lo que presenció ese día de diciembre de 1981 ha sido transmitido a otros narradores. "Hablábamos un montón", dice Claros.
Uno de los sitios relacionados con la guerra más sorprendentes e inaccesibles se encuentra arriba en el villorrio de La Montanona, en la provincia de Chalatenango. La entrada a esta antigua base rebelde empieza donde las vacas deambulan libremente. El tendido eléctrico todavía no llega. Frente a la escuela cuelgan los restos una bomba del ejército que ahora es usada como campana.
Este año para Domingo de Resurrección unas 150 personas habían visitado el sitio, dijo Fidel Castro Santos, 60, ex combatiente que ahora trabaja como el ‘guardabosques' del lugar. La entrada cuesta un dólar por persona, y tres dólares para acampar.
Los antiguos rebeldes que supervisan el lugar han construido pasarelas de madera y mesas de picnic junto a las rutas de excursión y dicen que están tratando de desarrollar un plan de gestión forestal para proteger los recursos naturales.
Castro dijo que la industria turística alternativa de la guerra surgió a pesar de la ausencia de una autoridad coordinadora central, o de cualquier vínculo entre los ex guerrilleros de esos lugares. "Claramente, teníamos los mismos sentimientos y las mismas historias, pero no estábamos en contacto".
Descendiendo por una ladera, Castro lleva a sus visitantes hacia uno de los ‘hospitales' improvisados de los rebeldes, metido profundamente en el arcilloso acantilado para soportar los bombardeos. Cien metros más allá hay un rústico refugio de madera desde donde transmitía Radio Farabundo Martí.
Una red de túneles atraviesa la colina, donde el año pasado se encontraron los restos de un guerrillero en el fondo de un barranco, sus documentos todavía intactos y su reloj Seiko todavía funcionando.
Castro subió hasta la cima de otra colina hacia una plataforma de madera apuntalada por pilares, a varios metros sobre el suelo. La vista poco antes del ocaso era impresionante: un lago resplandeciente contra un telón de fondo de picos de volcanes. Donde antes llovían constantemente las bombas y morteros, ahora el único ruido que se oía era el de la brisa pasando por entre los pinos.
Como otros muchos de sus compañeros, Castro llegó a apoyar la causa de la guerrilla no por su lecturas de Marx o Mao, sino por su inmersión en la teología de la liberación, la radical doctrina católica que floreció en América Latina durante los sesenta y setenta, que justificaba la acción revolucionaria como un medio de oponerse a la enraizada desigualdad social.
Uno de los mentores de Castro fue el arzobispo Romero, al que conoció personalmente. En su juventud, dijo Castro, él y sus amigos pensaban que Dios estaba en el cielo. "Pero estábamos equivocados. Dios está en todos nosotros y en todas partes", dijo, reanudando su paseo por la selva.
Con los crecientes niveles de tráfico de drogas y la violencia de las pandillas, y una endeble economía que depende pesadamente de los giros enviados a casa por los 655 mil emigrantes salvadoreños que viven en Estados Unidos, incluyendo a 187 mil en el condado de Los Angeles (de acuerdo a cifras del censo de 2000), El Salvador podría usar cualquier estímulo económico.
Aunque predice que ningún salvadoreño de clase alta visitará los nuevos sitios relacionados con la guerra, Leonel Gómez, un politólogo que ayudó en las conversaciones de paz entre los rebeldes y el gobierno norteamericano, cree que el "turismo aquí podría proporcionar trabajo a un montón de gente".
"Es asombroso que un ex guerrillero empiece algo, cualquier cosa", dijo Gómez. "No sé cómo lo hacen para reunir energía. Porque nadie les ayuda".
No está claro cuánto interés pueden generar los sitios relacionados con la guerra en momentos en que el conflicto pierde intensidad, porque las pasiones que lo provocaron todavía arden.
El partido de extrema derecha Arena controla la presidencia y con sus aliados políticos controla la mayoría de la legislatura federal. Pero el partido político FMLN, que desciende de la organización rebelde, puede bloquear la aprobación de leyes que exijan una mayoría de dos tercios. Los dos partidos mayoritarios se están preparando para las elecciones de 2009, un espectáculo que un economista salvadoreño comparó hace poco con esperar el choque de dos trenes.
Entretanto, las cicatrices físicas de la guerra todavía perduran. Una de las más profundas se puede encontrar a la vera del camino entre San Salvador y la montañosa región de Guazapa, un antiguo bastión de la guerrilla a 32 kilómetros de la capital. Una sección está sembrada de casas bombardeadas y una destruida iglesia de la época colonial parecida al Álamo.
Un par de kilómetros más abajo por el camino se encuentra el pintoresco pueblo de Suchitoto. Geraldo Suárez, 64, es uno de los diez antiguos rebeldes que el año pasado abrieron un bar y una pequeña residencial en una casa remodelada que pertenecía a una prominente familia de militares. Sentado en el apacible patio del bar, rodeado de mangos y paltos, Suárez, un antiguo experto en comunicaciones dijo que la restauración del arruinado edificio es mucho más fácil que la restauración de la memoria histórica de un pueblo.
"¿Qué es lo que queremos reconstruir? Es como decidir el guión para una película", dijo. "Todos los grandes actores quieren estar en esta estupenda película. Y ahora es más difícil porque muchos de los actores están muertos".
reed.johnson@latimes.com
9 de mayo de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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