el fin de un terrorista
[Barry Bearak] Un estallido de terror, y una tumba humilde.
Kabul, Afganistán. Los dos hombres habían llegado al destino final de todos los viajes humanos. Sus cuerpos, envueltos en mantas blancas manchadas de sangre, yacían en la rocosa ladera de un cerro. Esperándoles había dos angostos rectángulos de fosas superficiales. El ayuntamiento de Kabul estaba encargado de la sepultura. No se había pedido a ningún ulema que presidiera esta despedida terrenal.
"Uno de estos tipos necesita un hoyo más chico", dijo un palafrenero, riendo.
El cuerpo más grande pertenecía a un hombre viejo, Khan Mir. Su cuerpo no fue reclamado por nadie, y las obligaciones de una sepultura musulmana fueron pasadas por alto porque era indigente. Se desconocía la identidad del otro. En realidad, de su cuerpo quedaba sólo la mitad, un torso descabezado con el brazo derecho y la pierna derecha. Su entierro debía ser ignominioso, porque era un terrorista suicida, o yak enteher kunenda.
"Cubrídlos con piedras y tierra", ordenó el jefe de los enterradores.
En Kabul, la sepultura de un terrorista suicida toma lugar en un lugar secreto en un momento desconocido de todos, el insignificante fin de lo que aquí se considera un acto imperdonable. Por supuesto, es más fácil enterrar los restos de un suicida que las horripilantes consecuencias de un atentado con bomba. En Afganistán se han reportado al menos 193 atentados suicidas durante los últimos dieciocho meses, suficientes para contaminar a gran parte del país con la persistente enfermedad del terror.
Los talibanes y otros insurgentes controlan sólo una fracción de este país, pero su campaña de miedo -reiterada con atentados suicidas, explosiones en las calles, ataques con proyectiles y asesinatos- ha demostrado ser una amenaza efectiva. Estas tácticas inhiben los viajes. Retrasan el desarrollo. Quebrantan la confianza en el gobierno. En un país que ha estado permanentemente en guerra durante los últimos treinta años, hacen del futuro algo tan imprevisible como el pasado.
El suministro de terroristas suicidas parece no tener fin, y las contramedidas son difíciles de imaginar. El ministerio de Defensa patrocina un anuncio de televisión que denuncia esos atentados. En el anuncio, un ulema llega a una tumba para supervisar un entierro. Cuando le dicen que es un terrorista suicida, sacude sus manos burlonamente, y dice mientras se aleja: "Nosotros no rezamos por los suicidas. Somos musulmanes y el islam no admite que alguien derrame su propia sangre, ni la de sus hermanos".
Esta, sin embargo, está lejos de ser una interpretación unánime. Sobre este tópico, el vocabulario mismo es fervorosamente debatido, porque hay los que creen que los terroristas suicidas son mártires cuyas inmolaciones son espléndidamente recompensadas por Dios en el paraíso. "El suicidio es condenado por el islam, pero no soy yo quién debe juzgar si un hombre que se hace volar a sí mismo es un suicida o alguien que obedeció el justo llamado a la guerra santa", dice Noor ul-Haq, un ulema de Kabul.
Su diminuta mezquita de Masjid-e-Fazilbeg, está en el Company Road, donde el 16 de junio pasado un hombre que conducía un taxi se hizo volar cerca de un convoy militar. Murieron cinco personas. Cuatro eran transeúntes; el quinto era el terrorista mismo, del que sólo quedaron el brazo derecho y la pierna izquierda.
Descubrir cómo se dispuso de sus restos demandó un gran esfuerzo. El gobierno de Afganistán, que no tiene fama de eficiencia, vive enterrado debajo de su burocracia. Se necesitaba un permiso de los ministerios de Salud Pública, del Interior, del Directorado de Seguridad Nacional y de la municipalidad de Kabul.
"Sí, tenemos un procedimiento para terroristas suicidas", dijo confidencialmente Mahtabuddin Ahmadi, director del Departamento de Cultura del ayuntamiento, refiriéndose a los funerales que corren a cuenta de su dependencia,. "Hay que lavar el cuerpo de acuerdo a las costumbre islámicas y luego lo enterramos. Tenemos un ulema que recita las oraciones indicadas".
Pero mientras describía la práctica, uno de sus asistentes sacudió la cabeza negativamente y corrigió respetuosamente a su jefe. Finalmente el director confesó: "No sé lo que hacemos".
En realidad, el cuerpo es sometido primero a un examen médico. El doctor Muhammad Mohsin Sherzai hizo la autopsia, que tomó menos de treinta minutos. "Tenemos poco personal y pocos equipos", dijo, excusándose. "A la policía le gustaría determinar la identidad del hombre. Pero no tenemos instalaciones para un análisis de ADN. Descubrimos poca cosa".
Un asistente abrió una gaveta del frigorífico y empujó el cuerpo hacia una bandeja corrediza. Los descoloridos restos fueron embalados flojamente en plástico. Sherzai apuntó al medio torso: "Es un hombre. Tenemos su grupo de sangre. Tenía probablemente treinta o treinta y cinco años".
Luego se encogió de hombros.
El cuerpo permaneció en la morgue durante once días, para permitir que alguien lo reclamara. Se envió el permiso para sepultarlo al Departamento de Cultura, que a su vez notificó a la policía y a la agencia de inteligencia nacional.
Finalmente, el cuerpo fue subido a una ambulancia para ser trasladado a un cementerio clandestino. El vehículo blanco tenía letras negras a ambos lados, donde se leía que había sido "donado por la República Islámica de Pakistán". Sherzai pensó que era una coincidencia divertida. Muchos afganos creen que los terroristas suicidas vienen del mismo lugar.
Esta es ciertamente la opinión de la organización de inteligencia, donde los funcionarios creen como cosa normal que gran parte de la insurgencia talibán tiene que ver con el gobierno de su sospechoso vecino. Pakistán niega enfáticamente esas acusaciones, pero no hay duda de que muchos terroristas suicidas provienen de ese país.
Funcionarios de inteligencia aquí ocasionalmente muestran sus centros de detención a periodistas, permitiéndoles que entrevisten a los reclusos. La cárcel es un lugar ajetreado de pequeñas y hacinadas celdas. El jueves, dijeron funcionarios, los reos eran once paquistaníes y catorce afganos que eran terroristas suicidas frustrados. Dos de los detenidos el 18 de junio eran paquistaníes.
"Mi objetivo era Gul Agha Sherzai, el gobernador de la provincia de Nangarhar', dijo un chico de diecisiete cuyo nombre de pila era Farmanullah. Aunque la entrevista no era controlada, el adolescente hizo sin embargo exagerados esfuerzos para sonar arrepentido. Se presentó a sí mismo como poca cosa más que carne de cañón.
Los miembros paquistaníes de los talibanes "llegaron a mi escuela a reclutar voluntarios y nos dijeron que si no nos uníamos a la guerra santa nos iríamos al infierno y no veríamos nunca a las novias del paraíso", dijo. Así que fue adiestrado en territorio de las áreas tribales de Pakistán.
Pero ahora, retrospectivamente, su captura había obligado a Farmanullah a darse cuenta de que había sido un juguete en manos de políticos, dijo. "Nos dijeron que en Afganistán eran todos infieles", dijo. "Pero ahora sé que no es verdad".
El cómplice de Farmanullah en el atentado era otro chico de diecisiete años, Abdul Quddus, con el que hablé separadamente. Los terroristas suicidas son a menudo descritos desdeñosamente como pobres, incultos y física o mentalmente incapacitados. Pero Quddus dijo que era hijo de un hombre de negocios en Panshawar y había terminado la secundaria en una buena escuela. Su dicción mostraba refinamiento. Su porte era calmo y orgulloso.
Dijo que había asistido a una madrasa, o escuela religiosa, cerca de la frontera y accedió más tarde a dirigirse con la vista vendada a un campamento remoto para ser adiestrado como terrorista suicida. Pasó allá cuarenta días con otros veinte jóvenes, dijo. "Hay dos tipos de bomba", dijo. "Una tiene un botón, la otra un fusible como una granada de mano. Los explosivos se meten en un chaleco que se ve completamente normal. El máximo es once kilos, el mínimo seis".
Él llevaba una chaqueta así en una bolsa cuando fue detenido por agentes de policía en Jalalabad. Su detención no ha apagado enteramente su entusiasmo yihadista.
Al principio dijo que lamentaba no haber podido llevar a cabo su misión suicida. Luego se mostró ambivalente. "En el campo de adiestramiento me puse muy emocional", dijo, mencionando que las películas que les habían mostrado eran probablemente sesgadas y que había avivado su fanatismo. Pero aunque ahora se sentía feliz de no haber matado al gobernador afgano, algo de su decisión suicida seguía en él. "Los soldados norteamericanos están matando a musulmanes", dijo. "Todavía creo en la guerra santa contra Estados Unidos, y por algunas cosas vale la pena morir".
Antes de él, muchos otros han pagado ese precio. La ambulancia cruzó el centro de Kabul, donde en los enclaves más ricos el miedo a los terroristas suicidas es evidente en los muros de contención, los masivos rollos alambre de púas y los guardias blandiendo ametralladoras en puestos de control con vallas. El vehículo avanzó luego a tumbos por caminos de tierra hacia las afueras de la ciudad. Se estaba formando una tormenta de arena, y los enterradores se veían impacientes.
"¿Por qué no estáis preparados?", preguntó Ghulam Sarwar, el líder del equipo.
Eran estos hombres toscos, acostumbrados a los chistes subidos de tono. La rutina había conquistado toda reverencia que pudieron haber sentido por los difuntos, aunque interrumpieron su grosero humor cuando fue la hora de colocar los cuerpos en las fosas.
Mientras el viejo indigente era descendido en la fosa, Khwaja Nuruddin, en representación del Departamento de Cultura del ayuntamiento, murmuró rápidamente: "Dios es grande. Sólo hay un Dios, y Mahoma es su profeta". Pero cuando depositaron en la tumba el cuerpo del terrorista suicida, sólo el insistente viento rompió el silencio.
Colocaron pedazos de tejas sobre los lotes rectangulares, con pedruscos para rellenar todos los huecos. Luego las tumbas fueron selladas con un barro que habían preparado vaciando una jarra de agua de diez galones sobre una pequeña pila de tierra excavada.
Cuando terminó el trabajo, Nuruddin se sacudió el polvo de su traje de tres piezas gris. Luego se detuvo a pensar sobre la situación y decidió recitar algunos versos del Corán, parándose primero junto a la tumba del terrorista suicida, y luego junto a la del indigente.
Se preguntó en voz alta si acaso no era demasiado para un hombre que se había convertido en bomba. Pero declaró no se arrepentía de haberlo hecho.
"Después de todo", dijo, "era un ser humano".
"Uno de estos tipos necesita un hoyo más chico", dijo un palafrenero, riendo.
El cuerpo más grande pertenecía a un hombre viejo, Khan Mir. Su cuerpo no fue reclamado por nadie, y las obligaciones de una sepultura musulmana fueron pasadas por alto porque era indigente. Se desconocía la identidad del otro. En realidad, de su cuerpo quedaba sólo la mitad, un torso descabezado con el brazo derecho y la pierna derecha. Su entierro debía ser ignominioso, porque era un terrorista suicida, o yak enteher kunenda.
"Cubrídlos con piedras y tierra", ordenó el jefe de los enterradores.
En Kabul, la sepultura de un terrorista suicida toma lugar en un lugar secreto en un momento desconocido de todos, el insignificante fin de lo que aquí se considera un acto imperdonable. Por supuesto, es más fácil enterrar los restos de un suicida que las horripilantes consecuencias de un atentado con bomba. En Afganistán se han reportado al menos 193 atentados suicidas durante los últimos dieciocho meses, suficientes para contaminar a gran parte del país con la persistente enfermedad del terror.
Los talibanes y otros insurgentes controlan sólo una fracción de este país, pero su campaña de miedo -reiterada con atentados suicidas, explosiones en las calles, ataques con proyectiles y asesinatos- ha demostrado ser una amenaza efectiva. Estas tácticas inhiben los viajes. Retrasan el desarrollo. Quebrantan la confianza en el gobierno. En un país que ha estado permanentemente en guerra durante los últimos treinta años, hacen del futuro algo tan imprevisible como el pasado.
El suministro de terroristas suicidas parece no tener fin, y las contramedidas son difíciles de imaginar. El ministerio de Defensa patrocina un anuncio de televisión que denuncia esos atentados. En el anuncio, un ulema llega a una tumba para supervisar un entierro. Cuando le dicen que es un terrorista suicida, sacude sus manos burlonamente, y dice mientras se aleja: "Nosotros no rezamos por los suicidas. Somos musulmanes y el islam no admite que alguien derrame su propia sangre, ni la de sus hermanos".
Esta, sin embargo, está lejos de ser una interpretación unánime. Sobre este tópico, el vocabulario mismo es fervorosamente debatido, porque hay los que creen que los terroristas suicidas son mártires cuyas inmolaciones son espléndidamente recompensadas por Dios en el paraíso. "El suicidio es condenado por el islam, pero no soy yo quién debe juzgar si un hombre que se hace volar a sí mismo es un suicida o alguien que obedeció el justo llamado a la guerra santa", dice Noor ul-Haq, un ulema de Kabul.
Su diminuta mezquita de Masjid-e-Fazilbeg, está en el Company Road, donde el 16 de junio pasado un hombre que conducía un taxi se hizo volar cerca de un convoy militar. Murieron cinco personas. Cuatro eran transeúntes; el quinto era el terrorista mismo, del que sólo quedaron el brazo derecho y la pierna izquierda.
Descubrir cómo se dispuso de sus restos demandó un gran esfuerzo. El gobierno de Afganistán, que no tiene fama de eficiencia, vive enterrado debajo de su burocracia. Se necesitaba un permiso de los ministerios de Salud Pública, del Interior, del Directorado de Seguridad Nacional y de la municipalidad de Kabul.
"Sí, tenemos un procedimiento para terroristas suicidas", dijo confidencialmente Mahtabuddin Ahmadi, director del Departamento de Cultura del ayuntamiento, refiriéndose a los funerales que corren a cuenta de su dependencia,. "Hay que lavar el cuerpo de acuerdo a las costumbre islámicas y luego lo enterramos. Tenemos un ulema que recita las oraciones indicadas".
Pero mientras describía la práctica, uno de sus asistentes sacudió la cabeza negativamente y corrigió respetuosamente a su jefe. Finalmente el director confesó: "No sé lo que hacemos".
En realidad, el cuerpo es sometido primero a un examen médico. El doctor Muhammad Mohsin Sherzai hizo la autopsia, que tomó menos de treinta minutos. "Tenemos poco personal y pocos equipos", dijo, excusándose. "A la policía le gustaría determinar la identidad del hombre. Pero no tenemos instalaciones para un análisis de ADN. Descubrimos poca cosa".
Un asistente abrió una gaveta del frigorífico y empujó el cuerpo hacia una bandeja corrediza. Los descoloridos restos fueron embalados flojamente en plástico. Sherzai apuntó al medio torso: "Es un hombre. Tenemos su grupo de sangre. Tenía probablemente treinta o treinta y cinco años".
Luego se encogió de hombros.
El cuerpo permaneció en la morgue durante once días, para permitir que alguien lo reclamara. Se envió el permiso para sepultarlo al Departamento de Cultura, que a su vez notificó a la policía y a la agencia de inteligencia nacional.
Finalmente, el cuerpo fue subido a una ambulancia para ser trasladado a un cementerio clandestino. El vehículo blanco tenía letras negras a ambos lados, donde se leía que había sido "donado por la República Islámica de Pakistán". Sherzai pensó que era una coincidencia divertida. Muchos afganos creen que los terroristas suicidas vienen del mismo lugar.
Esta es ciertamente la opinión de la organización de inteligencia, donde los funcionarios creen como cosa normal que gran parte de la insurgencia talibán tiene que ver con el gobierno de su sospechoso vecino. Pakistán niega enfáticamente esas acusaciones, pero no hay duda de que muchos terroristas suicidas provienen de ese país.
Funcionarios de inteligencia aquí ocasionalmente muestran sus centros de detención a periodistas, permitiéndoles que entrevisten a los reclusos. La cárcel es un lugar ajetreado de pequeñas y hacinadas celdas. El jueves, dijeron funcionarios, los reos eran once paquistaníes y catorce afganos que eran terroristas suicidas frustrados. Dos de los detenidos el 18 de junio eran paquistaníes.
"Mi objetivo era Gul Agha Sherzai, el gobernador de la provincia de Nangarhar', dijo un chico de diecisiete cuyo nombre de pila era Farmanullah. Aunque la entrevista no era controlada, el adolescente hizo sin embargo exagerados esfuerzos para sonar arrepentido. Se presentó a sí mismo como poca cosa más que carne de cañón.
Los miembros paquistaníes de los talibanes "llegaron a mi escuela a reclutar voluntarios y nos dijeron que si no nos uníamos a la guerra santa nos iríamos al infierno y no veríamos nunca a las novias del paraíso", dijo. Así que fue adiestrado en territorio de las áreas tribales de Pakistán.
Pero ahora, retrospectivamente, su captura había obligado a Farmanullah a darse cuenta de que había sido un juguete en manos de políticos, dijo. "Nos dijeron que en Afganistán eran todos infieles", dijo. "Pero ahora sé que no es verdad".
El cómplice de Farmanullah en el atentado era otro chico de diecisiete años, Abdul Quddus, con el que hablé separadamente. Los terroristas suicidas son a menudo descritos desdeñosamente como pobres, incultos y física o mentalmente incapacitados. Pero Quddus dijo que era hijo de un hombre de negocios en Panshawar y había terminado la secundaria en una buena escuela. Su dicción mostraba refinamiento. Su porte era calmo y orgulloso.
Dijo que había asistido a una madrasa, o escuela religiosa, cerca de la frontera y accedió más tarde a dirigirse con la vista vendada a un campamento remoto para ser adiestrado como terrorista suicida. Pasó allá cuarenta días con otros veinte jóvenes, dijo. "Hay dos tipos de bomba", dijo. "Una tiene un botón, la otra un fusible como una granada de mano. Los explosivos se meten en un chaleco que se ve completamente normal. El máximo es once kilos, el mínimo seis".
Él llevaba una chaqueta así en una bolsa cuando fue detenido por agentes de policía en Jalalabad. Su detención no ha apagado enteramente su entusiasmo yihadista.
Al principio dijo que lamentaba no haber podido llevar a cabo su misión suicida. Luego se mostró ambivalente. "En el campo de adiestramiento me puse muy emocional", dijo, mencionando que las películas que les habían mostrado eran probablemente sesgadas y que había avivado su fanatismo. Pero aunque ahora se sentía feliz de no haber matado al gobernador afgano, algo de su decisión suicida seguía en él. "Los soldados norteamericanos están matando a musulmanes", dijo. "Todavía creo en la guerra santa contra Estados Unidos, y por algunas cosas vale la pena morir".
Antes de él, muchos otros han pagado ese precio. La ambulancia cruzó el centro de Kabul, donde en los enclaves más ricos el miedo a los terroristas suicidas es evidente en los muros de contención, los masivos rollos alambre de púas y los guardias blandiendo ametralladoras en puestos de control con vallas. El vehículo avanzó luego a tumbos por caminos de tierra hacia las afueras de la ciudad. Se estaba formando una tormenta de arena, y los enterradores se veían impacientes.
"¿Por qué no estáis preparados?", preguntó Ghulam Sarwar, el líder del equipo.
Eran estos hombres toscos, acostumbrados a los chistes subidos de tono. La rutina había conquistado toda reverencia que pudieron haber sentido por los difuntos, aunque interrumpieron su grosero humor cuando fue la hora de colocar los cuerpos en las fosas.
Mientras el viejo indigente era descendido en la fosa, Khwaja Nuruddin, en representación del Departamento de Cultura del ayuntamiento, murmuró rápidamente: "Dios es grande. Sólo hay un Dios, y Mahoma es su profeta". Pero cuando depositaron en la tumba el cuerpo del terrorista suicida, sólo el insistente viento rompió el silencio.
Colocaron pedazos de tejas sobre los lotes rectangulares, con pedruscos para rellenar todos los huecos. Luego las tumbas fueron selladas con un barro que habían preparado vaciando una jarra de agua de diez galones sobre una pequeña pila de tierra excavada.
Cuando terminó el trabajo, Nuruddin se sacudió el polvo de su traje de tres piezas gris. Luego se detuvo a pensar sobre la situación y decidió recitar algunos versos del Corán, parándose primero junto a la tumba del terrorista suicida, y luego junto a la del indigente.
Se preguntó en voz alta si acaso no era demasiado para un hombre que se había convertido en bomba. Pero declaró no se arrepentía de haberlo hecho.
"Después de todo", dijo, "era un ser humano".
23 de julio de 2007
1 de julio de 2007
©new york times
©traducción mQh
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