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con un pie en la tumba


[Reed Johnson] Un museo mexicano refleja una idea cultural de la muerte. Con un pie en la tumba, y tan tranquilo. México ve la muerte como una realidad paralela.
Aguascalientes, México. La casa de los muertos espera tu llegada. Justo a un lado del patio de un ex convento carmelita aquí, una media docena de esculturas de barro del oscuro dios azteca del inframundo, Mictlantecuhtli te mira con sus ojos huecos y una voraz y sarcástica sonrisa. En una sala de exposición al lado, decenas de esqueletos en miniatura rasguean instrumentos musicales, retozan en bebidas fiestas y entrelazan sus huesudas extremidades en ardientes acoplamientos.
Que los ánimos en el nuevo Museo Nacional de la Muerte, de México, que fue inaugurado hace dos meses, sean más festivos que sepulcrales es difícilmente sorprendente. Aunque la mayoría de las culturas occidentales tienden a tratar la muerte con temor y repugnancia, los mexicanos prefieren aceptarla.
En México y en otras culturas latinoamericanas, la muerte no es meramente un fin deprimente sino más bien un pasaje hacia un tipo de realidad paralela cuyos habitantes disfrutan de los mismos placeres y sufren muchas de las mismas tribulaciones que los vivos. La iconografía espiritual de México, y su folclore, expresada en festividades populares como el Día de los Difuntos, prestan testimonio a una obsesión que se remonta hacia los tiempos primigenios, siglos antes de la llegada de los conquistadores españoles.
"Para los mexicanos, la muerte es muy natural, tan natural como nacer. No es una tragedia", dice Octavio Bajonero Gil, 67, uno de los reputados artistas gráficos del país, que donó 1.500 obras de artes y objetos artesanales relacionados con la muerte a la Universidad Autónoma de esta ciudad, estimulando este verano la creación del museo.
La colección de Bajonero llena ahora seis salas de exposición de un convento del siglo diecisiete elegantemente restaurado en el casco histórico de la ciudad, a unas seis horas de viaje al noroeste de Ciudad de México. Las posesiones del museo, que fueron reunidas por Bajonero durante un período de cincuenta años, incluyen esculturas y alfarería precolombina, reproducciones de antiguos códices indios que describen sacrificios humanos, objetos de arte de la época colonial, cientos de caprichosos esqueletos y juguetes hechos por artesanos.
En un moderno edificio adyacente que se conecta con el convento por medio de una apacible plaza, los visitantes del rojizo vestíbulo sopesan las calaveras satíricas del maestro grabador José Guadalupe Posada y trabajos de otros maestros mexicanos, como Manuel Manilla, Francisco Toledo y Leonel Maciel. Otros se detienen frente a una máscara mortuoria de bronce del presidente Benito Juárez y un tradicional esqueleto tzompantli hecho con etiquetas de botellas de Coca-Cola.
Hoy las fábricas chinas producen imitaciones plásticas de muchos de estos artículos. Pero todo objeto en el museo fue hecho "por manos mexicanas", dice Jorge Heliodor García Navarro, el director general de la institución, y hay al menos una pieza de cada estado de México, más el Distrito Federal (Ciudad de México).
Programado y operado por la Universidad Autónoma de Aguascalientes, el museo es "como un tutti-frutti, un collage de todo", dice García. Este inspirado revoltijo de bellas artes, artefactos históricos y arte popular, reunidos en torno a un tema común, es inusual en el jerárquico mundo de la curaduría de los museos mexicanos, dice García, y refleja la omnipresencia del memento mori como un tropo central de la cultura mexicana.
"Muchos extranjeros preguntan: ¿Cómo puede haber esqueletos boxeadores o que beben? ¿No es falta de respeto?", dice García. "Para un mexicano no lo es. Es parte de nuestra realidad. Todos compartimos esto, todos los seres humanos".

Temprana Fascinación
Un hombre amable y jovial con el pelo cano y las largas y gráciles manos de un concertista de piano, Bajonero dice que su fascinación con la muerte empezó cuando sólo tenía dos años y su padre murió de un ataque al corazón a los 38. Recuerda que le intrigaban la devoción de su madre por su difunto marido y que tenía un creciente interés en "las ceremonias de la muerte".

"En este caso, el tema me escogió a mí", dice Bajonero en su casa atiborrada de sus objetos de arte y libros en un barrio obrero de Ciudad de México.
Cuando estudiaba en la Escuela Nacional de Artes Plásticas en la Universidad Nacional Autónoma de San Carlos, empezó a adquirir objetos relacionados con la muerte, haciendo a menudo viajes a remotos parajes de la república.
Hurgando en mercadillos, encontró piezas únicas y fantásticas. Una escultura de Cihuateotl, el espantoso símbolo de las mujeres indias que mueren en el parto. Un tiovivo de esqueletos de Oaxaca. Máscaras nahuatl. Un festín en barro de soldados esqueletos de la Revolución Mexicana, alzando sus rifles en honor de su líder, Pancho Villa. Una escultura de tamaño natural de un niño muerto del siglo diecinueve. Cruces de madera que describen a almas en el purgatorio. Una bella escultura de la Virgen de la Buena Muerte, que acuna suavemente en su mano un cráneo humano.
Muchos de estos objetos ya no se hacen, y el conocimiento generacional que los moldeó se está perdiendo decididamente, dice Bajonero. "Hay algunos tipos de artesanos que han desaparecido. La mentalidad de la gente ha cambiado porque mucha gente se ha marchado a Estados Unidos a trabajar y cuando vuelven ya no les atraen las cosas tradicionales".
Aunque al principio no se imaginaba a sí mismo como un coleccionista, dice Bajonero, poco a poco adquirió gustos más refinados. Sus amigos, observando su obsesión, empezaron a llevarle más objetos, como regalos. "Cuando me di cuenta de que tenía una importante colección con unos 1.500 objetos, pensé: ‘¿Qué voy a hacer con todo esto?'"
En el pasado, pocos museos mexicanos habían albergado exposiciones sobre las representaciones artísticas de la muerte. Pero tampoco había una institución con colecciones permanentes dedicadas a este tema, dice Bajonero. Su primera idea fue fundar un museo en su pueblo natal, pero los funcionarios del estado de Michoacán no tenía los recursos para respaldar su proyecto.
Entonces, en 2000, una exposición del trabajo de Bajonero en Aguascalientes lo puso en contacto con la Universidad Nacional Autónoma, donde encontró un inmediato entusiasmo para albergar la colección. La universidad considera la colección tanto como una importante atracción turística regional como un rico alijo de materiales de investigación y docencia para académicos y estudiantes en historia, sociología, literatura, antropología y arte.
Esta función educativa es especialmente importante, dice José Antonio Padilla Pedroza, que supervisa la promoción cultural del museo, porque cuando un museo público no comprende el contexto cultural e histórico del arte, "el arte muere".
"Muchos estudiantes universitarios no conocen a los santos, a los demonios. Se preguntan: ‘¿Qué demonio será este?'", dice Padilla. "La gente no está acostumbrada a consumir culturalmente".
Los funcionarios esperan que la colección sigue ampliándose con el aporte de otros donantes. El museo ya está exhibiendo cuatro piezas centradas en la muerte donadas por Carlos Monsiváis, autor e intelectual mexicano.
Este próspera ciudad de unos 630 mil habitantes es un apropiado escenario para una institución dedicada a la reflexión sobre la mortalidad y la eternidad. Aguascalientes es conocida por su Festival Anual de los Esqueletos durante la semana del Día de los Difuntos. Posada (1852-1913) nació aquí, y un museo cercano está dedicado a su vida y obra. Al lado del museo de Posada, el Templo del Señor del Encino conserva una estatua negra de Jesús que se dice que está creciendo milagrosamente, un augurio (creen los fieles) de una inminente calamidad planetaria.
Pero en lo que concierne a Bajonero, el mundo por venir puede esperar. Todavía se enciende con los recuerdos de la apertura del museo en junio. "No podía dormir", dice. "Me dije: ‘¡Dios mío, espero que no me de un ataque al corazón!'"
Se ríe de este reconocimiento del absurdo humor negro que ensombrece la existencia humana.
Entonces sirve a sus invitados un trago de tequila Herradura y coloca una grabación de ‘La llorona', de Óscar Chávez, en su viejo equipo de música. Los places son, por naturaleza, breves, dice, y cree que es así como deben ser las cosas.
"Mi contacto con la muerte me ha permitido disfrutar más de la vida", dice, "porque después de la muerte no hay nada".

reed.johnson@latimes.com

9 de septiembre de 2007
©los angeles times
©traducción mQh
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