mande, patrón
[Carlos Peña] Columnista de El Mercurio, Carlos Peña, comenta el insólito discurso del padrino de la casta parásita: el club de empresarios de Chile.
La amplia humanidad de Alfredo Ovalle se remeció apenas cuando reprendió a la Presidenta —porque eso fue lo que hizo— por su falta de autoridad. Como si revelara un secreto, se quejó de "un aire enrarecido", y citando fortuitamente a Aristóteles —a quien sospecho no ha leído, porque o si no tendría algo de la prudencia que suele aconsejar el filósofo—, reclamó tomar el "timón más resueltamente". Ovalle habló ex cátedra, como un maestro que aconseja a su discípulo —discípula, en este caso— en el difícil arte de gobernar.
El reproche de don Alfredo ocurrió en el encuentro anual de Enade, esa reunión con nombre en latín —al leer el nombre del encuentro, cualquiera pensaría que todos los partícipes leen a Catulo y meditan a Virgilio— que se perpetra año a año y a la que asisten unos pocos empresarios y, sobre todo, una gran mayoría de los empleados de los empresarios y de los empleados de los empleados de los empresarios. Gente que habla de incentivos, de autoridad, de hacer bien las cosas, y de otras profundidades semejantes.
Lo más alarmante del discurso de don Alfredo —de él, porque él fue quien lo dijo— radica en su sinceridad.
Como un ideólogo casual e involuntario, el bueno de don Alfredo dio a conocer el puñado de conceptos —por llamarlos así— que configuran el ideario de la derecha empresarial de Chile.
Desde luego, gobernar, como enseñó don Alfredo en este encuentro, es un asunto de "tomar el timón"; o sea, de coger la cúspide de la pirámide con firmeza para que las órdenes se transmitan de allí hasta la base. Bien situado en lo alto de la escalera, se trata, piensa don Alfredo, de aplicar la fuerza a ese punto desde el que las órdenes se imparten. Así de simple. Una vez que usted toma el timón, la nave del Estado —o sea, todo el resto de los sujetos comunes y corrientes que se agrupan en la cubierta o se apretujan debajo de ella— obedece sin problemas, y entonces, como gritaba el ciego de Fellini, película que sugiero ver a don Alfredo, "la nave va".
Don Alfredo explicó esta semana que sus palabras no tenían ninguna mala intención y que quizás las formas fueron inadecuadas.
Me temo, sin embargo, que no fueron las formas, sino el fondo, don Alfredo, lo preocupante.
Lo alarmante es que quien preside a buena parte del PIB —como quien dice el líder de quienes concentran la propiedad— piense con tal simplicidad la gestión de un estado democrático. Como si todo consistiera en "hacer las cosas bien" y en "tomar el timón".
En suma, que alguien que tiene tan altas y dignas funciones se permita decir —no digo pensar— que el problema se reduce a saber mandar y que insinúe que gobernar un estado democrático equivale más o menos a ejecutar un plan de negocios de una pyme, tomar una decisión de inversión, ordenar a la poblada que se comporte y que nadie se mueva en la fila.
En el fondo del planteamiento de don Alfredo —que tiene derecho a decirlo, por supuesto, a condición de que los demás podamos criticarlo— subyace algo que de veras alarma: la pretensión de que la autoridad (no en el sentido latino que gusta a quienes lo oían en la Enade, sino en el vulgar) lo es todo y que los errores principian cuando no se sabe mandar. Porque de afirmar eso y sostener luego que hay algunos que saben mandar de veras y otros obedecer hay un paso, y ahí sí que sí, don Alfredo, el asunto se vuelve insoportable, porque no es el gobierno, sino la democracia la que zozobra.
Porque no vale la pena imaginar algo todavía peor: y es que don Alfredo Ovalle, y quienes lo aplaudían, piensen, siquiera por un momento, que el éxito económico en la vida es una señal de que se ha descubierto el secreto de todo. Sería terrible que él hubiera cedido a esa ilusión de pensar que porque tuvo éxito en el mercado, develó todos los misterios y puede instruir a quien le plazca.
Pero tal vez, y después de todo, no sea don Alfredo el culpable de la tontería en que incurrió, sino la magra dieta de lecturas de un sector del empresariado de derechas que reduce el buen gobierno a la capacidad de mandar, la sociedad de masas al desorden, la democracia a la vulgaridad, los reclamos de mejor trato a excesos, y las desigualdades de la historia a distribuciones naturales.
O quizás ni siquiera sean don Alfredo y sus lecturas los culpables, sino el propio gobierno que, por motivos inexplicables para cualquiera que tenga dos dedos de frente, acepta año a año peregrinar frente a un pequeño grupo de empresarios y una mayoría de empleados de empresarios, para rendir cuentas y ponerse de igual a igual, desde la publicidad del encuentro en adelante, con personas como don Alfredo Ovalle, que, después de eso, siente, por qué no, que puede dar consejos tan banales y torpes como los que dio esta semana hasta el extremo que uno tiende a pensar que cuando planeaba sus palabras, él imaginó sonriendo que, después de sus reprimendas, la Presidenta le diría toda contrita: Mande, Patrón.
El reproche de don Alfredo ocurrió en el encuentro anual de Enade, esa reunión con nombre en latín —al leer el nombre del encuentro, cualquiera pensaría que todos los partícipes leen a Catulo y meditan a Virgilio— que se perpetra año a año y a la que asisten unos pocos empresarios y, sobre todo, una gran mayoría de los empleados de los empresarios y de los empleados de los empleados de los empresarios. Gente que habla de incentivos, de autoridad, de hacer bien las cosas, y de otras profundidades semejantes.
Lo más alarmante del discurso de don Alfredo —de él, porque él fue quien lo dijo— radica en su sinceridad.
Como un ideólogo casual e involuntario, el bueno de don Alfredo dio a conocer el puñado de conceptos —por llamarlos así— que configuran el ideario de la derecha empresarial de Chile.
Desde luego, gobernar, como enseñó don Alfredo en este encuentro, es un asunto de "tomar el timón"; o sea, de coger la cúspide de la pirámide con firmeza para que las órdenes se transmitan de allí hasta la base. Bien situado en lo alto de la escalera, se trata, piensa don Alfredo, de aplicar la fuerza a ese punto desde el que las órdenes se imparten. Así de simple. Una vez que usted toma el timón, la nave del Estado —o sea, todo el resto de los sujetos comunes y corrientes que se agrupan en la cubierta o se apretujan debajo de ella— obedece sin problemas, y entonces, como gritaba el ciego de Fellini, película que sugiero ver a don Alfredo, "la nave va".
Don Alfredo explicó esta semana que sus palabras no tenían ninguna mala intención y que quizás las formas fueron inadecuadas.
Me temo, sin embargo, que no fueron las formas, sino el fondo, don Alfredo, lo preocupante.
Lo alarmante es que quien preside a buena parte del PIB —como quien dice el líder de quienes concentran la propiedad— piense con tal simplicidad la gestión de un estado democrático. Como si todo consistiera en "hacer las cosas bien" y en "tomar el timón".
En suma, que alguien que tiene tan altas y dignas funciones se permita decir —no digo pensar— que el problema se reduce a saber mandar y que insinúe que gobernar un estado democrático equivale más o menos a ejecutar un plan de negocios de una pyme, tomar una decisión de inversión, ordenar a la poblada que se comporte y que nadie se mueva en la fila.
En el fondo del planteamiento de don Alfredo —que tiene derecho a decirlo, por supuesto, a condición de que los demás podamos criticarlo— subyace algo que de veras alarma: la pretensión de que la autoridad (no en el sentido latino que gusta a quienes lo oían en la Enade, sino en el vulgar) lo es todo y que los errores principian cuando no se sabe mandar. Porque de afirmar eso y sostener luego que hay algunos que saben mandar de veras y otros obedecer hay un paso, y ahí sí que sí, don Alfredo, el asunto se vuelve insoportable, porque no es el gobierno, sino la democracia la que zozobra.
Porque no vale la pena imaginar algo todavía peor: y es que don Alfredo Ovalle, y quienes lo aplaudían, piensen, siquiera por un momento, que el éxito económico en la vida es una señal de que se ha descubierto el secreto de todo. Sería terrible que él hubiera cedido a esa ilusión de pensar que porque tuvo éxito en el mercado, develó todos los misterios y puede instruir a quien le plazca.
Pero tal vez, y después de todo, no sea don Alfredo el culpable de la tontería en que incurrió, sino la magra dieta de lecturas de un sector del empresariado de derechas que reduce el buen gobierno a la capacidad de mandar, la sociedad de masas al desorden, la democracia a la vulgaridad, los reclamos de mejor trato a excesos, y las desigualdades de la historia a distribuciones naturales.
O quizás ni siquiera sean don Alfredo y sus lecturas los culpables, sino el propio gobierno que, por motivos inexplicables para cualquiera que tenga dos dedos de frente, acepta año a año peregrinar frente a un pequeño grupo de empresarios y una mayoría de empleados de empresarios, para rendir cuentas y ponerse de igual a igual, desde la publicidad del encuentro en adelante, con personas como don Alfredo Ovalle, que, después de eso, siente, por qué no, que puede dar consejos tan banales y torpes como los que dio esta semana hasta el extremo que uno tiende a pensar que cuando planeaba sus palabras, él imaginó sonriendo que, después de sus reprimendas, la Presidenta le diría toda contrita: Mande, Patrón.
9 de diciembre de 2007
©el mercurio
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