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las estatuas y el pacto de silencio


[Michael Kimmelman] El mes pasado España aprobó una ley que, a primera vista, no tiene mucho sentido, pero dice un montón sobre la Europa del nuevo siglo.
Madrid, España. El Parlamento, cumpliendo una promesa de campaña de 2004 del primer ministro José Luis Rodríguez Zapatero, ordenó que las familias que quieran exhumar los cuerpos de familiares asesinados durante la Guerra Civil Española de fines de los años treinta o que sufrieron las consecuencias políticas del régimen de cuarenta años del general Francisco Franco, cuenten con toda la colaboración del estado y, al mismo tiempo, que todas las provincias del país retiren los monumentos públicos restantes instalados en homenaje a Franco.
Desenterrar el pasado, y borrarlo. Sin tomar en cuenta que, con el paso de los años, la mayoría de estos monumentos ya han sido retirados, haciendo la ley irrelevante y simbólica. Incluso así, en los debates sobre ella aquí nadie ha hablado demasiado sobre esta contradicción.
¿Es una contradicción? "Una nueva generación ha empezado a mirar el pasado", me dijo una mañana hace poco Santos Juliá, importante historiador de los años después de Franco. "Son los nietos de la guerra civil. Mi generación quería discutir lo que había ocurrido sin tener sentimientos de culpabilidad. Los nietos miran esos mismos años de reconciliación como una concesión, y como la hora de determinar culpas".
Los sobrevivientes construyen monumentos para recordar a los muertos, y derriban las estatuas de los tiranos que los oprimieron, pero es en general en vano. Estatuas y monumentos recordatorios inscriben la historia, rescribiéndola cada generación de acuerdo a su conveniencia. En Budapest, las estatuas de los líderes comunistas han sido reubicadas en un parque en las afueras de la ciudad donde se han convertido en lápidas virtuales de un tipo de cementerio hortera. Rusia, en su carrera hacia la prosperidad, sigue siendo conspicuamente reticente a reparar el pasado, pero también retiró muchos de los símbolos del gobierno soviético.
Y, por supuesto, nadie ha sometido más a escrutinio los símbolos y espacios públicos que los alemanes, para los que casi cada adoquín y señal de tráfico ha provocado un fresco monumento. La sala de conferencia del ministerio de relaciones exteriores de Alemania en Berlín es un ejemplo del extremo al que llegan los alemanes en privado. Originalmente la oficina del presidente del banco estatal nazi, luego recuperado por Erich Honecker, el presidente de Alemania del Este, que se reunía ahí con su Politburó, la habitación quedó prácticamente intacta después de la caída del Muro cuando se mudó a sus instalaciones el ministerio de relaciones exteriores, de modo que donde habían colgado alguna vez, detrás del sillón de Honecker, los retratos de Marx y Engels, se advertían los desvanecidos rectángulos como letreros admonitorios.
Sin embargo, España es diferente porque sufrió una guerra civil. Con su tradicional temor de los profundos y siniestros demonios en su alma, los españoles, después de la muerte de Franco y durante la transición hacia la democracia entraron en lo que se ha llamado durante largo tiempo un pacto de silencio, que la nueva ley claramente pretende deshacer. Como lo dijo el historiador Hugh Trevor-Roper hace cuarenta años, sobre otro régimen: "Un simple déspota puede prolongar ideas obsoletas más allá de su vida natural, pero el cambio de generaciones debe finalmente desplazarlas". Se podría decir que en el caso de España el cambio reciente llegó una generación más tarde.

Hace poco hice los 45 minutos de viaje para volver a visitar la Santa Cruz del Valle de los Caídos, el más megalomaníaco monumento de Franco. La autopista cruza campos con toros, de esos criados para lidiar, pastando en verdes praderas, y luego entra abruptamente en la nieve y la sombra. Durante los años cincuenta, miles de prisioneros excavaron cientos de metros en una ladera de la montaña de sólido granito para construir una de las basílicas más grandes y lúgubres del planeta y un memorial de la Guerra Civil, debajo de una cruz de casi cincuenta plantas de alto.
El sitio expresaba el deseo de Franco de una expiación nacional. Su gobierno, como escribió una vez Raymond Carr, un historiador del período de Franco, no fue realmente una victoria de la Falange, la versión española del fascismo, "sino de la España católica y conservadora sobre la España liberal de la Segunda República". Y Franco, en su cruzada para salvar a la civilización cristiana, tratando de imitar a monarcas como Felipe II, quiso repetir la monástica austeridad de Felipe cerca del Escorial.
La arquitectura sugiere más cosas a Albert Speer. Los restos de los republicanos asesinados fueron desenterrados de las fosas comunes y trasladados al valle para ser mezclados con los de los nacionalistas muertos, de modo que el lugar fuera para todas las víctimas de la guerra civil. Incluso hoy la mayoría de los españoles no saben que hay republicanos sepultados ahí junto con Franco y el fundador del Partido de la Falange, el que fuera alguna vez rival de Franco, José Antonio Primo de Rivera.
El sitio culmina en el gran altar con las tumbas de esos dos individuos, con un ramo de flores frescas sobre sus lápidas. Se dice que cuatrocientas mil personas visitan el lugar cada año, aunque esa tarde no había casi nadie. Una joven familia española recorría afligida el lugar desafiando el frío y el silencio, mirando las ceñudas estatuas de soldados y santos. En la hortera plaza del lugar, la vista de Madrid y la gigante cruz desaparecían detrás de oscuras nubes.
"La idea de que los españoles no han sido capaces de hablar sobre el pasado es una tontería", dice Charles Powell, historiador, mencionando los numerosos libros, películas y programas de televisión sobre la guerra civil. Pero las declaraciones públicas son una cosa, agregó. En muchos pueblos donde los vecinos se traicionaron unos a otros, e incluso entre maridos y mujeres no se habla fácilmente sobre la guerra, una política habitual es no preguntar y no decir nada.
Mucho antes de la aprobación de la ley, casi todos los monumentos en homenaje a Franco fueron retirados durante gobiernos socialistas y conservadores. Pero se hizo discretamente, sin ventilar el asunto en público, como si la democracia fuera demasiado frágil como para soportar la conversación, dicen algunos, aunque probablemente porque los españoles que sobrevivieron los años de Franco habían simplemente llegado a la conclusión de que era mejor así y querían seguir adelante. Sin embargo, dejó una brecha.
Incluso hoy hay que leer detenidamente la traducción inglesa de una reluciente guía al Valle de los Caídos para encontrar un comentario al pasar sobre los prisioneros que lo construyeron. En Madrid una avenida lleva todavía el nombre del Caudillo, Franco, y otra que lleva el nombre de la división de soldados que Franco envió para ayudar a los nazis. En Santander, aunque será remplazada pronto por un aparcamiento por decisión del conservador ayuntamiento local, hay una estatua de Franco a caballo que evoca las estatuas de Jefferson Davis y Stonewall Jackson en las ciudades del Sur norteamericano, donde ahora alcaldes y jefes de policía son a menudo negros.
Beatriz Rodríguez-Salmones, 63, que lleva los asuntos culturales del conservador Partido Popular en el Parlamento, se exaspera con la nueva ley. Exhumar las tumbas es un derecho de cualquier familia, dice, aunque señaló que los familiares del poeta Federico García Lorca no quieren tocar la sepultura donde se arrojó su cuerpo junto con los de toreros y banderilleros porque podría atentar contra la naturaleza de su muerte. ¿Que pasará entonces -se preguntó- cuando los descendientes de banderilleros quieran excavar la sepultura?
"Pero los monumentos no tienen nada que ver con las tumbas", continuó. "Probablemente el noventa por ciento de los monumentos de Franco ya no existen. Hemos tenido amnistías. Hemos reconocido los derechos de los exiliados. Hemos compensado a los profesores que perdieron sus trabajos. Hemos cambiado los nombres de las calles, la bandera, siempre tratando de no herirnos unos a otros". Dijo que Rodríguez Zapatero está convirtiendo el asunto de los monumentos en un problema para apaciguar a sus aliados en el Parlamento: "Los separatistas, los republicanos, los extremistas". Necesita sus votos, agregó, "y los votos de las regiones vasca y catalana -de aquellos que están buscando el enfrentamiento".
Tiene algo de razón. Ahora aguada desde cuando se la llamaba ley de la "memoria histórica", como si se pudiera legislar sobre algo así, la ley excluye los objetos de significación religiosa o artística (la definición de arte es notoriamente poco clara). Ni siquiera en el Valle de los Caídos ocurrirá nada parecido -sólo se han prohibido las manifestaciones políticas en el lugar, una disposición que tiene la intención de impedir los tributos anuales el 20 de noviembre, la fecha aniversario tanto de la muerte de Franco como la de Primo de Rivera. Pero nadie sabe cuándo se empezará a implementar.
Santiago Saavedra, un editor que vivió las últimas décadas de Franco, frunció el ceño cuando se tocó el tema de la nueva ley. La ve como un ataque contra su generación. "Quieren que nos sintamos culpables de haber vivido nuestras vidas", dijo.
Powell, el historiador, asintió cuando le repetí esa observación. "La reconciliación nacional ocurrió durante los años sesenta y setenta, cuando Franco todavía estaba en el poder, en un proceso natural, no por un decreto del gobierno, sino debido al sentimiento colectivo de que la guerra había sido horrible y que España tenía que seguir adelante", dijo. La guerra civil fue rara vez discutida en el Parlamento, señaló, hasta la elección del primer ministro conservador del Partido Popular, José María Aznar, en 1996, que puso fin a años de gobierno socialista. "Eso fue un shock para la izquierda", dijo Powell. "Aznar tenía vínculos con el pasado de Franco. Su padre fue embajador en Cuba durante el régimen de Franco. Así que para los socialistas fue fácil poner en duda la autoridad del Partido Popular exigiendo que el partido renunciar a Franco".
En toda Europa, a medida que se amplía el centro político, tanto la derecha como la izquierda se esfuerzan por diferenciarse una de otra. En realidad, poco separa las políticas económicas del primer ministro Rodríguez Zapatero de las de Aznar. Pero mientras que el abuelo de Aznar fue embajador de Franco, el de Rodríguez Zapatero fue un republicano asesinado en la guerra.
Los críticos conservadores de Rodríguez Zapatero dicen que está usando políticas de identidad, similar al debate sobre los valores morales en Estados Unidos, para promover un programa social que incluye la defensa de los derechos de los homosexuales, de los transexuales, de las mujeres y de los catalanes. La nueva ley sobre los monumentos agrega otro grupo a esta lista: los republicanos muertos, los perdedores de la guerra civil. Pero para los liberales de la generación de Rodríguez Zapatero, esa ley no va suficientemente lejos.
"Lo que hicieron los españoles en los años sesenta y setenta fue hacer la vista gorda", dijo Paloma Aguilar, una de las nietas de la guerra y cientista política de 42 años que ha escrito un libro sobre la memoria histórica. Mencioné al editor, y recogió velas. "Bueno, sí, es un poco injusto criticar a la generación de tus padres. Es también verdad que hoy la mayoría de la gente no se queja sobre los monumentos porque se han acostumbrado a vivir con ellos. La generación de nuestros padres tiene miedo al enfrentamiento, porque creen que la democracia es frágil todavía. Pero yo crecí en democracia. Setenta años después de la guerra civil no podemos permitir los monumentos que perpetúan la discriminación contra las víctimas".
Intuí que ella pensaba que muchos de los españoles que habían forjado la transición a la democracia y la paz que trajo consigo, no sabían lo que era bueno para ellos, haciéndome recordar una observación de Powell. Describió una "nueva nostalgia" del republicanismo. Implica una superioridad moral no solamente sobre Franco, sino también sobre el actual sistema político. Además, Aguilar y otros de su generación se dan claramente cuenta de que esta es la última oportunidad para pelear contra los monumentos y tumbas antes de que mueran los familiares de las víctimas (muchos de ellos sus propios familiares) y la dictadura y su legado se olviden. La impaciencia es oportuna.
Hice una última parada en el piso de Blas Piñar. Hace algunos años, y por órdenes del primer ministro, una estatua de Franco fue retirada en medio de la noche desde una plaza de Madrid. Piñar y otros protestaron. A los 89, el fundador de la ultraderechista Fuerza Nueva, que incluso Franco encontraba demasiado reaccionaria, me saludó ansioso de lanzarse atropelladamente en una especie de desconcertante discurso sobre la dictadura, deteniéndose de vez en vez, para respirar a través de una sonda endotraqueal.
Su queja sobre la transición, a diferencia de la de la nueva generación de izquierdas, era que se trataba de un lobo vestido de cordero. "Un truco", dijo, "presentado como reforma, pero que en realidad es una ruptura, que cambió los elementos fundamentales de la sociedad: la protección de la familia, los valores morales y religiosos y la unidad de España".
Ahora que se está retirando los monumentos, es el "golpe final": "La ley de la memoria histórica es anti-histórica porque trata de borrar el recuerdo de Franco, y todas las cosas buenas que hizo por España". Prohibir que los franquistas se reúnan en el Valle de los Caídos no cambiará nada, advirtió. "El lugar ha tenido siempre un significado particular. No puedes separar a Franco de ese lugar".
Me repugnaba tener que estar de acuerdo con él. Pero legislar sobre monumentos no rectifica las injusticias del pasado; simplemente estropea los símbolos de la historia, haciéndonos recordar porqué los inventamos en primer lugar. En última instancia los monumentos adquieren significación cuando se la damos; de otro modo se unen a las estatuas de crueles monarcas y sanguinarios generales que se han convertido en el civilizado telón de fondo de nuestros parques y plazas.

Se podría decir que la situación en España después de la muerte de Franco no fue diferente a la de un matrimonio, cada lado manteniendo en reserva las observaciones que hieren al otro. El silencio creó un vínculo. Y es un vínculo de oro. Las estatuas y placas son simplemente de metal y piedra. Eso dicho, paradójicamente la nueva ley, forjada por los hijos de este silencio, otorga a esos oxidados símbolos una nueva significación para el nuevo siglo.

14 de enero de 2008
13 de enero de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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