unos muertos más muertos que otros
columna de mérici
El 17 de octubre de 2008 el mismo diario informaba sobre una inminente exhumación en ese cementerio. "En el Cementerio General de Antofagasta está en marcha un proceso destinado a realizar 260 exhumaciones por deudas impagas", decía El Mercurio de Antofagasta. Antes de proceder al escandaloso procedimiento denunciado semanas después y que provocó la indignación de la ciudadanía antofagastina, la directora del camposanto, Claudia Páez, llegó incluso a decir que "para ello se cuenta con la resolución expresa del Servicio de Salud que autoriza tales exhumaciones".
Para informar a los familiares la directora ordenó pegar los listados de los nichos y sepulturas a exhumar cerca de los pasillos principales y sitios próximos a los estanques de agua.
Los motivos mencionados para estos desalojos son la necesidad de generar nuevos espacios, el hecho de que los familiares o deudos de los cadáveres a exhumar no han pagado el derecho correspondiente y que muchas de esas tumbas se encuentran abandonadas.**
Hace unos meses me tocó vivir una situación parecida a la que sufrieron los familiares de algunos muertos en Antofagasta. No sabía que el nicho de mi padre, que murió en 1985, no era perpetuo. Tampoco sabía que había caducado. Así que cuando este año fui al cementerio de avenida de La Paz a visitar a mi padre, no sabía si todavía se encontraría allí. Pensaba que era probable que lo hubiesen desalojado y que sus restos yacieran en una fosa común. Pese al contrato caducado, mi madre nunca recibió ninguna comunicación sobre el estado de cuentas con el cementerio.
Pues bien, ahí estaba, como siempre. Y ahí estará hasta el fin del mundo.
Los que estamos vivos miramos con horror la fosa común. Es el destino que se reserva a los más pobres, a los indigentes y, según el artículo 27 del Reglamento General de Cementerios, a los "restos humanos no reclamados", entre ellos las personas fallecidas en establecimientos asistenciales cuyos restos no son reclamados dentro del plazo establecido, los restos provenientes de necropsias, los restos de nacidos muertos en hospitales o maternidades, los cadáveres de personas fallecidas durante epidemias o víctimas de terremotos o calamidades públicas que no sean identificados -según señala el artículo 74 del reglamento general. El artículo 26 especifica que los cementerios deben destinar el diez por ciento de su espacio a fosas comunes y sepulturas gratuitas.
La fosa común provoca horror no sólo por su asociación con la pobreza, sino también con las modalidades de muerte con que está asociada. Ahí terminan no solamente los muertos en epidemias, terremotos y catástrofes, o los bebés que no llegaron a ser bautizados, sino además los que mueren violentamente -los fusilados y asesinados durante insurrecciones y dictaduras. Es evidente que la fosa común está asociada con las muertes violentas -aunque no todas las víctimas de muertes violentas terminan en la fosa común. Y está asociada, según se desprende del universal uso de la fosa común que hacen dictadores, tiranos y dementes por doquier, con el anonimato, con la ausencia de identidad, con la muerte más desnuda que se pueda imaginar -excepto las fosas clandestinas, de esas que sus excavadores esperan que nunca se descubran.
Es la muerte anónima. Porque pese a que el artículo 36 del reglamento general establece que "toda sepultura, mausoleo o nicho deberá tener una inscripción con el nombre de la o las personas o familias a cuyo nombre se encuentren registrados en el cementerio", es evidente que para la fosa común no se exige la identificación pública de quienes yacen ahí. Con el tiempo, desaparecen no solamente los muertos de la memoria de sus familias y finalmente de la de los vivos, sino también la fosa común misma, con todos sus muertos, cuyos restos, en caso de traslado, nunca se sabe dónde terminaron.
Los muertos que yacen en la fosa común están destinados al anonimato y a la nada. Por no poseer sus familias los recursos suficientes para asegurar una sepultura perpetua, y por carecer las autoridades de la piedad que debiesen exhibir, estos muertos están mucho más muertos que los otros: se les ha despojado de identidad, no tienen nombre ni apellido, ni fecha de nacimiento y muerte, y, al final, es como si no hubiesen vivido.
No encuentro yo nada que justifique esta separación entre muertos ricos y pobres. Como en la sociedad de los vivos, los muertos son organizados y separados en los cementerios entre ricos -que yacen en enormes y bellas edificaciones- y pobres, entre personajes ilustres y ciudadanos de a pie, y entre muertos con identidad y muertos anónimos, o mejor, convertidos en anónimos. Si la condición material en que se encuentran los muertos es irrelevante en relación con su condición ontológica, no se ve por qué deberíamos tolerar la existencia de muertos hechos anónimos por morosidad y la de muertos cuya muerte proclamarán sus lápidas hasta el fin de la historia.
Según veo yo las cosas, todos los muertos debiesen yacer en una tumba o urna o nicho o panteón, debidamente identificados y con sus fechas de nacimiento y defunción. O ninguno, si, como hacen algunos pueblos del planeta, en lugar de enfatizar la identidad ante la muerte, simplemente la obliterásemos, y nos hiciésemos sepultar envueltos en un sudario, pertinentemente en fosas comunes y sin indicación alguna de los nombres que se nos dieron al llegar a la vida.
Pero destinar a unos al olvido y a la nada eternos solamente por no pagar los derechos correspondientes es realmente impresentable. Las autoridades y los autores de leyes y reglamentos no tienen realmente derecho a disponer sobre el más allá de los ciudadanos. Por alguna razón cultural recóndita, en nuestra visión de la muerte y del más allá, es en una sepultura identificada donde debemos esperar el fin de todo. Erradicar del cementerio o privar de sepultura individual o familiar a los muertos es una forma de erradicarles de la historia, de negarles toda significación, en este mundo y en el otro. Y es todavía peor si el motivo es tan innoble como la falta de dinero.
La sospecha de que la fosa común es el destino de los que, según el estado, no significan nada y que son poco menos que equiparables con los animales, la confirma el artículo 147 del Código Sanitario. Según este, los fallecidos "en establecimientos hospitalarios públicos o privados, que se encuentren en establecimientos del Servicio Médico Legal, que no fueren reclamados dentro del plazo que señale el reglamento, podrán ser destinados a estudios e investigación científica, y sus órganos y tejidos, destinados a la elaboración de productos terapéuticos y a la realización de injertos". Estos muertos son los mismos mencionados en el artículo 74 del Reglamento General de Cementerios, que define qué muertos deben ir a fosa común: "[...] las personas fallecidas en establecimientos asistenciales, cuyos restos no hayan sido reclamados por sus familiares dentro de los plazos establecidos"; y también los nonatos, las víctimas no identificadas de epidemias y catástrofes, y los cadáveres desalojados de tumbas impagas o abandonadas.
Así que el estado castiga doblemente a los pobres: les priva de identidad por no tener sus familiares dinero para pagar la sepultura y utiliza sus restos con fines médicos y de lucro. Muchos cadáveres no reclamados, embriones y fetos son utilizados en todo el mundo occidental, y más allá, en la producción de derivados de la sangre, tejidos, transplante de órganos e incluso en productos de cosmética. En su blog Navegaciones, Pedro Miguel comentaba, en septiembre de 2005, un impactante reportaje de The Guardian sobre una compañía china que utilizaba la piel de los prisioneros ejecutados en la elaboración de "productos de belleza que se venden en Europa". Aparentemente, muchas empresas chinas compran restos humanos y animales en mercados internacionales para la elaboración de productos terapéuticos y cosméticos, que son luego vendidos en Occidente. En los años setenta se conoció también un espeluznante caso en África, uno de cuyos dictadores saqueaba los cementerios para vender los huesos a compañías británicas que los utilizaban en la producción de gelatinas de consumo humano.
Con los muertos pobres, el estado chileno practica un discreto festín caníbal, autorizando la utilización y venta de cadáveres de pobres, indigentes y nonatos, cuyos restos irreconocibles terminarán en los mejunjes que acostumbran muchas guapas de las clases altas.
Pues la fosa común es el coto de caza de la clase caníbal.
* En la portada de la edición online de El Mercurio de Antofagasta del 3 de noviembre de 2008, en un video se informa sobre la demanda interpuesta por Florentino Andrade Araya contra el cementerio por la exhumación ilegal de su madre.
** En su edición online del 3 de noviembre, El Mercurio de Antofagasta publica un video sobre el retiro de ataúdes en el cementerio de la ciudad.
[mérici]
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