ha muerto un mendigo
7 de enero de 2009
Entendámonos: las personas favoritas de Peter Altenberg eran los cocheros y las putas (él aclaraba: "Las putillas buenas y los cocheros que saben escuchar"). Se lo define como santo en el sentido en que Joseph Roth definía a su Santo Bebedor: el que logra merecer "una liviana y honrosa muerte al cabo de su vida". De hecho, cuando Altenberg murió, el mismísimo Karl Kraus lo despidió diciendo: "Ha muerto un mendigo. ¡Qué pobres somos!". Y Soma Morgenstern escribió en su necrológica para el Frankfurter Zeitung: "Peter Altenberg era un sabio porque tenía comprensión para todos los placeres y todos los vicios de este mundo".
Altenberg había nacido en el seno de una familia judía acomodada de Viena (léase, fue bautizado y luego educado en el culto a la hipocresía católica y a la superioridad teutónica). Uno de sus maestros de escuela lo definió como "un genio sin cualidades". Dejó los estudios después de que lo reprobaran en un examen en que debía explayarse sobre "La influencia del Nuevo Mundo" y él se limitó a escribir la palabra papas en la hoja de examen. A los dieciocho años, un psiquiatra contratado por su padre le diagnosticó una "sobreexcitación del sistema nervioso" que lo hacía técnicamente incapaz para cualquier empleo. El joven tomó el diagnóstico al pie de la letra. Cambió su nombre de nacimiento (Richard Englander) a Peter Altenberg para salvar el honor familiar y se sumergió en la bohemia: su dirección postal a partir de entonces hasta el día de su muerte, cuarenta años después, fue sencillamente "Café Central, Viena".
Antes de hacerse conocido como escritor (publicó trece libros, todos de prosas breves, que él definía como "telegramas del alma"), fue un pionero de la ropa informal (él mismo adaptaba a su gusto la ropa usada que le regalaban), del uso de sandalias en la ciudad (los nudistas hicieron suyo el epigrama de Altenberg: "Un pie hermoso es más bello que un zapato hermoso") y de las tarjetas postales (cada vez que se topaba con una putilla o bailarina especialmente angelical, la hacía fotografiar, en el reverso del retrato escribía uno de sus aforismos y lo enviaba por correo a alguno de sus innumerables amigos). Dormía de día y brillaba de noche. Cobraba por sus reflexiones en su recorrida nocturna por los cafés, y así pagaba sus tragos y el hotel por horas donde dormía durante el día. Todo lo hacía con esa inocencia y bondad que se suele asociar con la infancia o la santidad. Una o dos veces debieron internarlo en el manicomio de Steinhof. La primera vez lo rescataron Loos y Kraus para llevárselo a Venecia (la única vez que salió de Austria). Allí vieron caminando por el Lido al gran Georg Trakl, en el verano de 1913. Altenberg se le acercó y conversaron en susurros durante largo rato. Nunca se supo qué le dijo uno al otro, pero los dos volverían a ser internados y Trakl se suicidaría en el manicomio.
La afinidad de Altenberg por lo austero terminó de fraguar el día en que asistió a la gran exposición imperial sobre el arte del Japón. Al salir escribió: "Los japoneses pintan una rama en flor y logran retratar la primavera. En todos los ampulosos paisajes primaverales de nuestros pintores, en cambio, a duras penas hay una rama verdaderamente florecida". Aunque predicaba el nudismo, el vegetarianismo y la vida en la naturaleza, Altenberg bebía y comía como un buey (jamás rechazaba una invitación) y nunca pudo vivir fuera de Viena. También eso, decía, era parte de su ética antiburguesa y antiutilitarista. A quienes lo acusaban de impostor, les contestaba angélicamente: "Mi máscara es mi verdad".
Pero mi detalle favorito de Peter Altenberg es su relación con el dinero. El dramaturgo Arthur Schnitzler se lo cruzó por la calle una tarde y, como hacía siempre, lo invitó a cenar, sólo que en el camino al restaurant descubrió que había dejado la billetera en casa. "No te preocupes", le dijo Altenberg. "Tú me invitas pero pago yo", y sacó de su bolsillo un puñado de billetes arrugados. En una antología de miscelánea vienesa se reproduce el facsimilar de un telegrama enviado por Altenberg a su hermano empresario Georg Englander. Dice: "Querido hermano, manda enseguida cien coronas. He puesto todos los ahorros en el banco y estoy ante la nada". A la muerte de Altenberg, en 1919, se abrió su testamento y se descubrió que dejaba una cuantiosa suma a repartir entre los cocheros y las putas que paraban en la esquina del Hotel London de la Wallnerstrasse, sólo que esa cuantiosa suma estaba en coronas austríacas de antes de la guerra: un dinero que no valía nada, como el propio Peter Altenberg supo entender antes que nadie.
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