peleas de perros en afganistán
Abdul Waheed Wafa contribuyó al reportaje. 28 de enero de 2009
"Mi perro es más joven que el suyo, tengo ventaja", dijo uno de los hombres, conocido como Abdul Sabour, 49. "Y mi perro tiene más energía que el suyo".
"Está mintiendo", farfulló el otro, Kefayatullah, 50. "Su perro es viejo. Sólo está perdiendo el tiempo. ¿A cuántos perros le ha ganado el mío? ¡Sesenta! ¡Mi perro ha sido campeón durante tres años!"
Los hombres estaban concertando una pelea de perros, en gran parte en el internacional lenguaje de las bravuconadas. Representaban a dos grupos de jugadores. El botín, dijeron, era de cincuenta mil dólares, lo que es una fortuna en este país pobre. En realidad, es uno de los premios más altos de los últimos años.
A los afganos les gusta pelear. Se fanfarronean sobre ello. Dicen que llevan la guerra en la sangre. Y pese a los horrores de tres décadas de guerra, todavía tienen tiempo para divertirse, a menudo por poderes: gallos, carneros, cabras, camellos, milanos.
Y perros. Las peleas de perros fueron prohibidas durante el régimen talibán, que las consideraban a-islámicas. Pero desde el derrocamiento de los talibanes en 2001, el deporte ha vuelto a ganar popularidad, y los apostadores hacen sus juegos en torneos semanales informales en terrenos polvorientos en las principales ciudades del país.
El deporte ha incluso vivido un resurgimiento en el sur, donde la influencia de los talibanes se hace sentir más -aunque el público se ha reducido algo desde febrero, cuando un terrorista suicida se hizo volar en una pelea de perros. Murieron cerca de ochenta personas, quedando heridos muchos más.
Aquí en la capital hay dos torneos por semana, los dos el viernes, el día de la oración. El más importante ocurre en la mañana en un anfiteatro natural de tierra en el fondo de una escarpada pendiente en las afueras de la ciudad. Los espectadores son miles de hombres y niños -porque como la mayoría de los deportes y eventos deportivos en Afganistán son un asunto casi exclusivamente masculino.
"Es algo que heredamos de nuestros ancestros", dijo Ghulam Yahya Amirzadah, 21, cuya familia posee diecisiete perros en Kabul y en su pueblo natal en la provincia de Badghis, en el noroeste del país.
Amirzadah, que en los círculos de peleas de perros es conocido como Lala Herati, dijo que heredó el pasatiempo de su padre, que preparaba a perros de pelea en su juventud.
"No se trata del dinero", dijo Amizadah. "Si mi perro le gana a otro, me hace sentir como si ganara cien mil dólares. Podría sobrevivir sólo con esa alegría".
Un viernes hace poco, Amirzadah estaba en el anfiteatro de las peleas de perros, aunque sin sus perros. Estaba mirando las peleas y organizando futuros torneos en su establo.
Allá, más de dos mil personas -hombres pobres que llegaban a pie, así como ex señores de la guerra en todoterrenos acompañados por guardias armados con Kalashnikovs. Y había decenas de perros -corpulentos, mastines de cabeza grande que, con la luz adecuada y un telón de fondo erróneo podrían ser confundidos con pequeños osos. Algunos eran tan grandes que tenían que ser sujetados por dos hombres. Algunos dueños, que se habían cansado, habían amarrado a sus perros a las ruedas de los coches.
Una comisión informal de árbitros, incluyendo a Kafayatullah y Abdul Sabour, estaba fijando las peleas y emparejando a los perros. Algunas peleas habían sido organizadas con días de antelación, con apuestas de cientos de dólares, a veces de miles de dólares.
Un director de ceremonias, un viejo desdentado con un turbante y cojo, presidía el evento. Llevaba un bastón de madera que usaba para golpear a los espectadores que se atiborraban en torno al ruedo de tierra y a los miembros de los séquitos de los apostadores que bloqueaban la vista.
Aunque aquí las peleas de perros han vuelto a ser populares, están lejos de ser adoptadas por todo el mundo. La elite del país las menosprecian como cosas de incultos y delincuentes.
"En mi opinión, no es nada bueno", dijo Ghulam Nabi Farahi, subsecretario de información y cultura. "En el mundo de hoy, estos animales deberían ser bien tratados. Pero, desgraciadamente, hay muchas peleas de perros’.
Pero los jugadores en general ignoran este tipo de comentarios. En la sociedad afgana moderna no hay muchas entretenciones, dicen. Además, dicen, los perros están bien alimentados y son bien tratados.
"La gente muestra cada día más interés", dice Sher Mohammad Sheywaki, 50, que estaba junto al borde del ruedo. "Incluso si la gente se estuviera muriendo de hambre, todavía habría peleas de perros".
La primera pelea estaba a punto de empezar. Los dos dueños acercaron y soldaron a sus perros en el ruedo. Arremetieron uno contra otro, levántandose sobre las patas traseras y metiendo sus fauces en la cara del otro. Jalaban y se retorcían, buscando el equilibrio y tratando de hacer perder el balance al otro.
Sus preparadores les azuzaban, alentándolos a gritos y golpeándolos en las caderas, como azotaría un jinete a su caballo de carrera. Un camarógrafo se agachó cerca, grabando la pelea para un futuro DVD de colección. Una enorme nube de polvo cubrió la melé.
Esta pelea, como la mayoría de las otras, terminó en un par de minutos cuando uno de los perros inmovilizó al otro contra el suelo. Los separaron y sacaron del ruedo.
En algunos países, los apostadores obligan a sus perros a pelear hasta la muerte. Pero la pelea de perros de los afganos se parece más a las luchas libres grecorromanas. Un perro es declarado ganador cuando demuestra claramente su dominio sobre el otro, o cuando el más débil exhibe un claro signo de sumisión -cuando trata de retirarse de la pelea o mete el rabo entre las piernas. Normalmente son separados antes de que puedan infligirse lesiones graves.
Las apuestas son demasiado altas como para correr más riesgos. Los perros pueden ser una inversión cara para el afgano promedio, pero también pueden hacer ganar dinero a sus dueños.
En vísperas de la pelea entre el perro de Kefayatullah, Palang (que quiere decir tigre) y el de Abdul Sabourd, Zambur (abeja), el premio acordado de cincuenta mil dólares bajó a diez mil dólares, según contó Kefayatullah.
La pelea transcurrió este mes en una asoleada y fría mañana de viernes. Se habían creado muchas expectativas y había mucha gente. Durante más de diez minutos, Palang y Zambur se atacaron, desgarrándose y sangrando. Kefayatullah, Abdul Sabour y otros apostadores se mantenían cerca, alentándolos, según contó Amirzadah, que asistió a la pelea.
Finalmente, Zambur, el perro de Sabour, se quedó sin aliento y Palang lo dominó, obligando a los hombres a terminar la pelea. En celebración, los amigos de Kefayatullah se pusieron a revolotear en torno a Palang, que tenía el pelaje húmedo de sangre, y lo cubrieron con billetes afganos.
Excepto unas heridas profundas en una pierna y una oreja, Palang estaba bien. Pero su dueño no. Minutos después de la pelea, Kefayatullah, colapsó y fue trasladado a toda prisa a un hospital. Había sufrido un ataque al corazón.
"¡Fue un ataque de felicidad y alegría!", bromeaba una semana después, todavía convaleciente en un pabellón del Hospital Wazir Akhbar Khan en Kabul. "Me pondré bueno enseguida", dijo. "Y todo volverá a la normalidad, como antes".
La cara de su esposa se tensó visiblemente. "¡No, nada de eso!", le dijo, chillando. Lo decía en serio. Él reía. La hija miraba incómoda.
"Se terminó", dijo la mujer de Kefayatulla. "¡Voy a matar a los perros! Los haré dormir con unas píldoras".
Kefayatullah se encogió de hombros y volvió a sonreír, tratando de distender la situación. "Habla mucho, pero yo no la escucho" dijo, y juró que volvería pronto a las peleas de los viernes, con sus campeones.
28 de diciembre de 2008
©new york times
cc traducción mQh
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