morir en tiempos difíciles
22 de febrero de 2009
No es un gran lugar para guardar las cenizas, pero hace mucho tiempo que se le acabó el espacio. En el gran orden de cosas, el armario es un lugar de reposo tan bueno como cualquier otro.
Kemp, propietario de Haley Funeral Directors, está acostumbrado al ritmo de la vida y la muerte.
Las buenas épocas significan funerales elegantes -bar abierto con licores de primera categoría, carrozas arrastradas por caballos, bandas de jazz para sesiones improvisadas de toda la noche. Los malos tiempos significan restos abandonados, cuando los gastos de un funeral no gozan de prioridad entre los vivos.
"¿Cómo reprocharles?", pregunta Kemp.
Los muertos empezaron a llegar en el otoño pasado, después de que los forenses médicos del condado de Oakland acumularan demasiados cadáveres no reclamados en sus cámaras frigoríficas. En algunos casos, los familiares más cercanos no pudieron ser encontrados; en otros, los parientes no tenían dinero para la sepultura. Algunos de los muertos llevaban ahí casi todo un año.
¿Podría Kemp incinerarlos?
Pensó decir no, porque siempre fue una propuesta poco convincente. Una vez que aceptara, los cuerpos serían su responsabilidad para toda la vida.
Pero cedió. "Alguien tenía que hacerlo", dijo Kemp, 50, que compró la funeraria en 2003.
Cada cremación le cuesta 895 dólares. En teoría, un familiar directo podría solicitar los 427 dólares que ofrece el estado para contribuir a los costes de la cremación, y luego pagar a la funeraria los restantes 468 dólares.
Sólo dos familias han pagado la cuenta. Kemp ofreció a la gente las cenizas, pero algunas familias no las querían o no sabían qué hacer con ellas. Así que con cerca de una decena de restos, los metió debajo de cajas de bolígrafos y pilas de papel para impresoras.
Kemp, un hombre fornido en un traje negro que no es de su talla, también tenía que ahorrar dinero. Fuera, las calles estaban gélidas y amenazaba nieve. Dentro no estaba tanto más caliente en el edificio construido hace cien años.
Kasondra Smith, directora a tiempo parcial de la funeraria, y supervisora de banda automática jubilada de Ford Motor Co., entró apresurada a la oficina, con un grueso suéter en torno a su cuerpo delgado.
"Frío, ¿eh?", dijo.
Asintió. Para ahorrar dinero, entre funerales mantiene las luces y la calefacción apagadas. A Kemp no le incomoda el frío. Tampoco a los muertos, dice.
Entre las bolsas están los restos de un camionero, un maquinista, un vendedor, un fontanero y un paramédico.
Una bolsa contiene las cenizas de Bonnie Keith. Tenía ochenta años y ganaba un modesto salario como cajera cuando murió en agosto pasado. Su hijo, que vive en Kentucky, había explicado en la oficina del forense médico que no tenía dinero para viajar a Michigan a recoger el cuerpo de su madre ni para pagar su sepultura.
Cuatro bolsas más allá están los restos de Roger Paul Conklin, un camionero que tenía 47 cuando murió. Su hermana, una encargada del inventario en una tienda de Walgreens, no había hablado con él en años y tampoco tenía dinero.
"Vivimos de mes en mes", dijo Nancy Denault, 51. "No tenemos dinero para nada".
Después de pasar casi toda su vida adulta en funerarias, Kemp está familiarizado con esos lamentos. Levantó una pila de treinta centímetros de carpetas y cruzó un corredor hacia su oficina. Las depositó sobre una mesa de madera redonda.
Kemp hojeó los documentos que detallaban los casos de sus muertos no reclamados.
Le intrigaban esos papeles. Se preguntaba lo difícil que debe ser para los familiares dejar a sus seres queridos con un desconocido, y por qué la muerte de algunas personas aparentemente no eran lamentadas por nadie.
"No puedo olvidar que eran seres humanos y, por la gracia de Dios, podrían ser cualquiera de nosotros", dijo.
Apartando las carpetas, cruzó el suelo de parquet de la funeraria y se encaminó hacia el sótano para ver si encontraba espacio. El aire olía fuertemente a detergente.
Pasó el cuarto de embalsamientos con la camilla vacía, encendió los tubos fluorescentes y entró a la zona de almacenamiento. Arriba, los tubos empezaron a titilar.
Había un armario color canela adosado a una pared. Miró dentro. Decenas de urnas llenaban las estanterías de metal.
Kemp se apretujó para pasar entre los ataúdes, avanzando lentamente junto a una caja blanca con bordes rosados y rodeando otra, repujada con imágenes de la última cena de Cristo.
Entró en una hornacina alineada con destartaladas cajas de cartón con urnas de cremación que se habían acumulado en la Funeraria Haley durante décadas de apogeo.
Cogió las urnas que había encima de una caja.
Las etiquetas estaban amarillas, pero las fechas se leían claramente.
1931. 1933. 1938.
9 de abril de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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