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cocinando para indigentes


No solamente haute cuisine. "Las buenas decisiones en la cocina", dice el chef Tim Hammack, "pueden ir juntas con buenas decisiones vitales".
[Patricia Leigh Brown] Richmond, California. Aparte de sal y pimienta, la desgastada cocina también contiene un poquito de sabiduría. En el pugnante barullo de la cocina de Tim Hammack en la Bay Area Rescue Mission, un albergue para indigentes en medio del desamparo urbano, se trata de tomar la vida como viene. Significa recibir la inesperada donación de doscientas cajas de fresas orgánicas, o de doscientos setenta kilos de mortadela, con el mismo aplomo culinario.
Hace ocho años, Hammack, 30, dejó su vida como chef de haute cuisine en Bouchon, el bistró francés de Thomas Keller en Napa Valley, por un mundo en el que platos ambiciosos como pollo a la Provençal con patatas nuevas asadas y broccolini se preparan por caridad y economía.
En la misión cristiana, que alberga a unas doscientas personas por noche y tiene un programa de desintoxicación de catorce meses, el segundo de Hammack es Chris Dikes, un ex adicto a la anfetamina para quien "la movida constante", como dice Dikes, era todo lo que importaba, y el alimento era algo que uno se echaba por el garguero entre un colocón y otro.
En una era en la que las estrategias alimentarias son cada vez más parte de las conversaciones nacionales y los chefs orgánicos son alabados en elegantes revistas, Hammack y un creciente número de talentosos colegas están aplicando su creatividad y compromiso para servir a indigentes y otros que han perdido el rumbo. Trabajan en bancos de alimentos y refugios en lugares como Winston-Salem, Carolina del Norte, y en el llamado Triángulo de Hierro de Richmond, un barrio que es sinónimo de pobreza, cercado por líneas ferroviarias.
Unos cuarenta chefs de academia culinaria trabajan ahora en veintiocho bancos de Feeding America, una red de solidaridad con sede en Chicago, dos veces más que hace diez años, dice el portavoz Ross Fraser.
En el D.C. Central Kitchen en Washington, los cerca de once mil voluntarios incluyen a afamados chefs, como Ris Lacoste.
"El alimento es realmente el nivel básico de nuestra humanidad, cultura, espiritualidad", dice Michael F. Curtin Jr., director ejecutivo de la cocina y ex hostelero. "Todo el mundo recuerda alguna una historia relacionada con la comida, sea el plato del domingo, una ocasión especial, o cocinar con su madre, abuela, tío o padre cuando eran niños".
La propia historia de Hammack empieza con su abuela Nola Lilly Hammack, que nació en Oklahoma y le dejó a su nieto su conocimiento para preparar platos memorables con ingredientes humildes. Entre ellos están los dientes de león guisados en vinagre de cidra de manzana, salsa de espagueti de tomates secados al sol y pudín de pobre -agua, harina, tocino y especias.
"Tenía siempre masa fermentada a mano", recuerda Hammack. "Podía hacer algo con nada, y era siempre delicioso".
Hammack creció en una caravana en American Canyon, un enclave obrero en las afueras de Napa. El bus escolar que lo llevaba a la Escuela Secundaria Vintage -‘Home of the Crushers’- pasaba todos los días por viñedos y plantaciones de mostaza. Estudió en la academia culinaria, hizo su práctica en el restaurante César en Berkeley y terminó en Bouchon, con un trabajo de ensueño.
De profundos sentimientos religiosos, después de dos años Hammack se dio cuenta de que una vida dedicada a cocinar para los ricos no era lo suyo. Hoy lleva una doble vida: pasa los fines de semana en la misión y trabaja en San Francisco durante la semana, en su propia compañía de catering, Bohemian Elegance.
En 2002, la misión se unió al instituto de formación profesional local, donde los que se han salido con éxito del programa de desintoxicación pueden seguir la carrera de gastronomía con todas las de la ley.
La cocina de Hammack es un ejercicio en constante movimiento, con bandejas y cubos de panecillos apilados en forma de torres, tan bulliciosa como el patio de una escuela. Se preparan diariamente desayunos, almuerzos y cenas para entre seiscientos y mil doscientos indigentes y familias afectadas por las ejecuciones hipotecarias. Unos cuarenta hombres viven permanentemente en la misión.
Hammack ha tenido que hacer la paz con la Orange Crush en la mesa, donada por palés. "Fue toda una lucha, pero he tenido que reconocer que sería irresponsable de mi parte no usar los alimentos donados", dice.
Hammack invierte su presupuesto anual de diez mil dólares en alimentos de primera calidad, como aceite de canola y oliva, vinagre balsámico y sal kosher almacenadas en la despensa que hace las veces de oficina.
Sin embargo, también hay desilusiones. De los cerca de quinientos hombres que trabajan al año en la cocina mientras siguen el programa de rehabilitación, sólo setenta completan el programa de desintoxicación y muchos menos todavía -cinco el año pasado- terminan el curso de culinaria de dos años del instituto. (Los que lo terminan encuentran trabajo en la industria alimentaria). Hammack se ve a sí mismo como un maestro, ayudando a los hombres -usualmente son hombres- a volver a aprender lo que se siente cuando uno domina un oficio y disfruta del placer de cocinar para una comunidad.
En la sutil utilidad de un rallador, para remover las cáscaras, o la preparación de un alioli o un sofrito, Hammack busca cambiar el paladar de la gente, y profundamente.
"En la vida tienes que enfrentarte a dificultades, a gente volátil, y tiene que hacerlo sobrio", dice Hammack. "Las buenas decisiones en la cocina pueden ir a la par de las buenas decisiones en la vida".
Walt Lockett, 48, un drogadicto en recuperación, de Thibodaux, Luisiana, observa que en la cocina "aprendes a tolerar los cambios, especialmente a último minuto".
Ahora el cocinero de desayunos de la misión, Lockett recuerda un incidente en el que planeaba servir Monte Cristos, pero descubrió que los ingredientes no habían sido preparados. "Entré en pánico", dice, pero finalmente llegó a una alternativa creativa: fresas y copos de avena. "Las cosas no salen siempre como uno quiere", agregó. "Y cuando eso ocurre, hay que estar preparado".
El paisaje humano y los edificios clausurados con láminas de madera en los alrededores de la misión, traen a la memoria escenas que la renombrada fotógrafa Dorothea Lange captó en los años cuarenta, cuando decenas de miles de desempleados, muchos de ellos negros, llegaron masivamente a los astilleros Kayser aquí. Pero el auge de los tiempos de guerra finalmente cayó víctima de políticas que diezmaron muchos centros urbanos, y la misión se estableció aquí en 1965.
Un día hace poco, Hammack estaba enseñando a un residente, Sat Ly, cómo cortar las hierbas frescas "de modo que queden tersas y verdes". Ly, 35, había trabajado como fritanguero en restaurantes chinos antes de engancharse a la cocaína.
Cuando sirvieron el desayuno -bocadillos de pavo con relleno de nueces, salsa de arándanos y alioli-, parecía que estaba cayendo el telón sobre una magnífica pieza.
Después, Reginald Russell, un adicto a la metanfetamina en proceso de rehabilitación, organizó a los hombres a las mesas para entonar un himno. "Soy un soldado que combate en el campo de batalla", cantaron.
"Existe el alimento espiritual, y el físico", dijo.
Y el que te reconforta.

9 de julio de 2009
13 de junio de 2009
©new york times 
cc traducción mQh
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