golpe con final imprevisto
Alex Renderos contribuyó a este reportaje. 15 de julio de 2009
En la madrugada del domingo, comandantes del ejército disparando al aire tiros de advertencia, entraron por la puerta de atrás de la casa del presidente, lo sacaron de la cama y se lo llevaron, todavía en piyama.
En quince minutos, la operación había terminado. Pero el golpe que derrocó al presidente Manuel Zelaya se había estado cocinando desde hacía meses, y tenía como ingredientes a un presidente arbitrario y provocador, los temores a menudo exagerados de una elite inflexible y unas fuerzas armadas con lealtades divididas.
Esa crisis a fuego lento explotó como uno de los retos más serios a los que se enfrenta América Latina en diez años. De algún modo, es un retroceso a la vieja América Latina, cuando golpes y uniformados determinaban a menudo quién gobernaba. Pero también fue emblemático de una lucha subterránea que se libra en todo el continente, donde una camada de presidentes de izquierdas con tendencias autoritarias han ascendido al poder mediante elecciones, retado el status quo y puesto a prueba los límites de la democracia [en países con constituciones redactadas durante las dictaduras militares de extrema derecha entre los años setenta y ochenta del siglo pasado].
El siguiente informe se basa en entrevistas con numerosos hondureños y extranjeros implicados en el golpe o en los acontecimientos que desembocaron en él. Algunos detalles son todavía discutidos.
Cuando ganó la elección presidencial de 2005 por un estrecho margen, Zelaya era un afuerino -no un miembro a parte entera de la elite que siempre gobernó el país. Sin embargo, incluso los hondureños que lo admiran dicen que se enamoró del poder que pensaba que tenía.
Su apuesta, decidiría pronto, era aliarse con el emergente bloque en la región encabezado por el presidente venezolano Hugo Chávez, un errático y carismático líder populista que suscita apasionados extremos de admiración y odio. Zelaya adoptó la retórica socialista de Chávez, sus bravatas, incluso su ropa truculenta. (Empezó a llevar un sombrero de vaquero blanco como su símbolo).
Zelaya logró impulsar leyes en beneficio de los pobres y eso alteró a la elite, entre ellas una que aumentó considerablemente el salario mínimo en un país donde el cuarenta por ciento de la población vive con menos de un dólar al día. Pero para él el poder era más importante que una ideología sólida.
"Para él, se trataba de convertirse en una gran figura", dijo Juan Ramón Martínez, historiador y analista político que tuvo muchos encuentros con Zelaya. "Si tenía que bailar el cha-cha-cha, lo hacía. Si tenía que adoptar la retórica marxista, la adoptaba".
La ideología puede no haber sido importante para Zelaya, pero sí lo era para su círculo íntimo, cuyos miembros trazan sus orígenes a la pequeña izquierda radical hondureña que emergió en los años setenta. Estudiaron juntos en la universidad, lucharon contra las brutales dictaduras militares de la época, fueron perseguidos. Finalmente adoptaron la causa de los derechos humanos o estudiaron abogacía, pero no abandonaron sus ideales.
Ayudaron a inclinar a Zelaya hacia la izquierda, y el año pasado este entró firmemente en el campo de Chávez al unirse a un grupo de presidentes latinoamericanos de izquierdas, formado hace cinco años por el presidente venezolano y Fidel Castro, de Cuba.
Cuando la vieja izquierda se hizo con el poder, la vieja derecha entró en acción. Hombres de negocios y medios de comunicación a su servicio empezaron a golpear a Zelaya implacablemente.
Entonces empezó un viejo trauma. Zelaya empezó a hablar de reformar la Constitución y sus enemigos decidieron que estaba buscando poner fin a los términos del mandato presidencial para poder reelegirse -como había hecho Chávez en Venezuela.
La Constitución hondureña prohíbe la reelección de presidente, una disposición que nació de una historia llena de gobernantes que se quedaron por más tiempo. El más famoso fue Tiburcio Carias, un militar con estrechos lazos con las compañías extranjeras de exportación de frutas que hicieron de Honduras la primera república bananera, rescribió la Constitución y gobernó de 1933 a 1949.
En marzo, Zelaya convocó a una votación el 28 de junio para buscar apoyo para reformar la Constitución. Inicialmente, la redacción de la convocatoria era suficientemente inocua, y había mucha anticipación por la ‘consulta popular’, como se lo llamaba. Contaba con gran apoyo entre la mayoría descontenta para la que los veintisiete años de experimento con la democracia en Honduras no han mejorado la vida diaria.
El 12 de mayo el fiscal general resolvió contra la votación. Zeleya ignoró la orden y siguió adelante con su campaña.
El Congreso, dirigido por Roberto Micheletti, un magnate del transporte del Partido Liberal de Zelaya, también se opuso a la votación. La diminuta clase rica de Honduras es notoriamente reacia a compartir su riqueza, y sus miembros vieron la movida de Zelaya para reformar la Constitución como la última gota. Organizaron protestas callejeras y una guerra mediática contra la consulta.
"Nunca un gobernante había asustado tanto a los instrumentos del poder político y económico", dijo el historiador Martínez.
Sube la Presión
A mediados de junio, las cosas empezaron a inclinarse precipitadamente hacia el desastre.
El 12 de junio el alto mando militar se reunió en secreto, dejando a Zelaya deliberadamente al margen. Los rumores de golpe que habían estado rebotando en la capital durante semanas se hicieron más insistentes. Cinco días después, el ministro de Defensa de Zelaya renunció, aunque la renuncia no se conocería sino una semana más tarde.
Ignorando la resolución de una corte de apelaciones que nuevamente declaraba ilegal la votación del 28 de junio, Zelaya anunció que el ejército ayudaría con la consulta, distribuyendo y recogiendo las urnas de votación.
Esto provocó conmoción en el mando militar: Se le estaba pidiendo ejecutar una operación que había sido declarada ilegal.
El jueves 25 de junio se desplegaron tropas en toda la capital, mientras el Congreso se reunía para deponer a Zelaya. Los políticos, incluyendo a Zelaya, prepararon la cobertura legal y constitucional para remover a un presidente que decían que estaba violando la ley.
Al día siguiente, La Gaceta, el registro de leyes oficial del gobierno, publicó el decreto convocando a la votación el domingo siguiente. Los enemigos de Zelaya dicen que la redacción del decreto final había sido cambiado de tal modo que permitiría una rápida reforma de la Constitución mediante una asamblea constituyente. Analistas no hondureños dicen que una serie de medidas legislativas eran todavía necesarias para que eso pudiera ocurrir.
Pero en realidad la lógica ya no importaba en estos momentos; la suerte estaba echada.
Funcionarios estadounidenses aparentemente subestimaron la seriedad y alcance de la crisis. En el último fin de semana antes del golpe, estaban telefoneando frenéticamente a sus contactos en Honduras en un intento de impedirlo. Hablaron en varias ocasiones con comandantes del ejército hondureño, con el que Estados Unidos ha tenido una larga relación.
Pero en las horas de antes de golpe, los funcionarios estadounidenses descubrieron que ya no podían comunicarse con los oficiales.
Una Movida Definidora
A Juan Ramón Martínez le gusta levantarse temprano los domingos. Entonces tiene tiempo para escribir y pensar. En la madrugada del 28 de junio estaba trabajando en su ordenador en su casa a una o dos cuadras de una de las residencia del presidente Zelaya.
De repente oyó una balacera. Se asomó con cautela a la puerta principal para preguntar al joven celador qué pasaba. "¡Golpe de estado!", respondió el hombre con un sonoro susurro. Un golpe. Martínez se volvió para encontrarse con un enorme soldado en tenida de combate que lo miraba desde la calle a unos metros. "¡Métase en su casa!", ladró el soldado.
Quince minutos después, ya había terminado. Un equipo del ejército, bajo el mando de un general y dos coroneles, había secuestrado a Zelaya.
Hasta este momento, los conspiradores podrían haber justificado sus acciones ante la comunidad internacional alegando que las fuerzas armadas estaban cumpliendo una orden judicial legítima para arrestar al presidente. Sin embargo, lo que pasó después los privó de ese lujo.
Los militares llevaron a Zelaya a empujones hacia un avión militar. Todavía en pijama, el presidente fue trasladado a Costa Rica.
Incluso entre los que apoyaban la remoción de Zelaya, la decisión de expulsarlo fue más allá de lo tolerable, y el asesor jurídico del comandante en jefe del ejército reconoce ahora que la expulsión fue ilegal.
"Ha hecho que Honduras quedara mal por una acción que se emprendió para beneficio de un sistema democrático", dijo Jorge Canhuate Larash, uno de los más poderosos hombres de negocios del país.
Las fuerzas armadas han asumido la responsabilidad por haber sacado a Zeleya del país, que dicen que fue una decisión de última hora, alegando que dejarlo en una cárcel en Honduras habría provocado intentos de rescatarlo. Pero aquí muchos piensan que esa decisión no la tomaron solos.
No está claro qué rol jugó la jerarquía de la iglesia católica, otro pilar de poder e influencia aquí, antes del golpe. El cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga estaba en el Vaticano esa semana. Pero en cuestión de días apoyó fervientemente el derrocamiento.
Nueve días después del golpe y dos días después de que Zelaya intentara sin éxito aterrizar en el aeropuerto, el cardenal fue escuchado hablando por teléfono con el fiscal general, instándole a entregar pruebas de que Zelaya está implicado en el tráfico de drogas. "Hijo mío", le dijo, "necesitamos esas pruebas. Es lo único que nos puede salvar ahora".
Dos días después, uno de los negociadores veteranos de América Latina, el presidente de Costa Rica, Óscar Arias, invitó a Zelaya y Micheletti a su casa para iniciar negociaciones. Pero el presidente derrocado y el hombre que lo depuso se negaron a compartir la misma habitación.
Se han planeado vagamente otros encuentros. Micheletti volvió a Honduras, y Zelaya rebota de capital en capital.
12 de julio de 2009
©los angeles times
cc traducción mQh
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Catracho -