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un restaurante sin nombre


crónicas de lisperguer
Un restaurante sin nombre, sin carta de menú, sin lista de precios. Hace muchos años -probablemente en la época de la revolución cultural china-, llegamos una noche con amigos a París y, sin conocer la ciudad ninguno de nosotros, no sabíamos ni dónde comer ni dónde dormir. Excepto Alain, el miembro argentino-francés de la pandilla, que conocía la ciudad como la palma de su mano. Nos condujo a un recóndito barrio parisino -si mal no recuerdo, el décimo tercero, o el noveno- donde, tras cruzar unos tenebrosos y oscuros callejones, llegamos a un pequeño local empapelado con retratos de Mao Tse-Tung y otros héroes chinos, en gran parte desconocidos para mí.
Pero no era un restaurante. Aunque había mesas, no eran estas para comer, pues en torno a ellas varios chinos leían diarios de su patria. Era una especie de centro cultural u oficina de los comunistas chinos de París. Y luego de que nuestro Alain hablara con el que parecía ser el responsable -mono azul desteñido, gorra china igualmente desvaída, como todos los otros parroquianos, por lo demás-, nos hizo entrar, para gran sorpresa nuestra, por una puerta perfectamente camuflada por un gigantesco retrato del entonces joven Gran Timonel.
Detrás de esa puerta había un patio, con algunas mesas y sillas miserables. Y un cuarto pequeño que hacía las veces de cocina. Un chino gordo y monolingüe nos preguntó con gestos y en chino -no hablaba, pues, francés ni nadie nos acompañó allí dentro-, qué grande era el hambre que traíamos. En esa cocinería china no había carta de menú y el cocinero servía lo que tenía a mano. Tras mirarnos y sopesarnos uno a uno detenidamente, se metió en su cocina, para no emerger sino media hora más tarde con una impresionante cantidad de platos que fue colocando él mismo sobre la mesa, explicándolos en un incomprensible y testarudo dialecto.
No recuerdo qué comimos. Me vienen a ratos a la memoria imágenes de setas negras y gambones, huevos y fideos de arroz, crujientes trozos de rojo cerdo. Imagino que tampoco los platos tenían nombre. Guardo un grato recuerdo. La noche era negra y oíamos desde el patio los ruidos de discusiones en chino -aunque no sé si discutían, tal me parece que los chinos se comunican por medio de discusiones y eternos debates.
Claro, el cocinero chino y el encargado del partido tampoco sabían cómo cobrarnos y no sabíamos nosotros cómo pagar. Alain hizo finalmente una cuenta y ofreció ese dinero por la cena, suma que fue amable y alegremente aceptada.
Desde que existía, había funcionado siempre así: sin nombre, sin menú, sin horario, sin precios, clandestino, con entrada por un trompe-l’oeil del Camarada Presidente.

12 de abril de 2007
23 de enero de 2009
[viene de
cantina]

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