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el señor del desierto


Pablo’ es una leyenda en la Alta Guajira. Con seis camionetas tipo Hammer el Ejército lo persigue, sin éxito, en 15.000 kilómetros cuadrados de dunas y cactus. Saca un tercio de la coca del país, según la Polícia, y mueve un botín de un millón de dólares a la semana.
[José Alejandro Castaño] Colombia. La Flor de la Guajira es un pueblo de seis casas y una iglesia de la que Dios decidió marcharse hace años, quizás abrumado por el tedio. En la construcción, sin techo por culpa del viento y el salitre, no hay ornamentos ni bancas ni un crucifijo, sólo estiércol en las paredes, quién sabe de qué animal. Afuera, en el atrio de arena y piedras, hay un mástil donde antes ondeaba una bandera de Colombia. Más allá, abajo, a sólo un par de kilómetros, se ve el mar del Golfo de Maracaibo, azul, luminoso, caliente. A medio día, el sol del desierto arde a 45 grados centígrados y cuece la carne de chivo que la gente tiende como si fuera ropa recién lavada. No hay agua, nunca la hay. La poca que alguien puede usar para bañarse y cocinar la traen camioneros de Venezuela en carrotanques por los que cobran una fortuna, hasta medio millón de pesos. La Flor de la Guajira es corregimiento de Uribia y su alcaldesa se llama Cielo Redondo, pero la autoridad aquí la impone alguien más. Se trata de su dueño, el ’Señor del desierto’, alias ’Pablo’. La Policía lo persigue hace tres años.
Su nombre es Arnulfo Sánchez y fue el comandante de Resistencia Wayuu, un grupo guajiro contrainsurgente que se negó a hacer parte del proceso de Justicia y Paz. En 2007, Pablo formalizó una alianza con ’Don Mario’, el zar del mercado de cocaína en Urabá. La idea de ambos era pretenciosa: extender su imperio a lo largo de los 1.600 kilómetros de la costa caribe y exportar como locos, en barcos, aviones, lanchas, submarinos artesanales. El acuerdo, sin embargo, se rompió por culpa de la pérdida de un millonario cargamento de cocaína. Los unos culparon a los otros y se inició una guerra, otra más, que al fin terminó el año pasado tras la captura de ’Don Mario’ en Cerro Azul, en el municipio de Turbo, delatado por sus propios hombres. El ’Señor del Desierto’ no ha perdido tiempo.
Según las autoridades, gracias a la caída de su ex socio, ahora ’Pablo’ les exporta droga a Los Paisas, a Las Águilas Negras, a las Autodefensas Gaitanistas y a pequeños carteles del centro y el sur del país que lo buscan por su reconocida confiabilidad. Él es un hombre de piel trigueña, al parecer nacido en Antioquia, cabello lacio, ojos pequeños, cejas pobladas, nariz ancha, rostro redondo, de unos 45 años, nadie lo sabe con exactitud. La Policía lo responsabiliza de la salida de un tercio de la cocaína que se produce en el país por los recovecos de La Alta Guajira, una inmensidad de 15.000 kilómetros cuadrados.
"Se sabe que tiene pistas clandestinas y sitios de embarque para lanchas rápidas en la costa del lado colombiano y del lado venezolano. Todo esto que usted ve es de él", reconoce un policía armado con fusil, chaleco antibalas y un radio de comunicaciones que no parece funcionar en estas lejanías, justo en el límite invisible con la nación cuyo Presidente ha amenazado enviar a la frontera batallones, tanques de guerra y aviones bombarderos.
En las madrugadas, en lo alto de la península, se puede distinguir luces moviéndose a toda prisa. En el comando de Castilletes, en la línea divisoria, los policías cuentan de ruido de avionetas en las noches y estelas de agua en el mar. Aunque todos saben que se trata de embarques con droga, a semejante distancia lo único que pueden hacer es gastar munición disparando al aire. Uno, después de oír la historia de esos balazos inútiles contra la oscuridad, llega a imaginar que tantas estrellas en este rincón de Colombia, quizá sean agujeros de disparos. Vaya país poético, alguien dirá patético. En La Flor de La Guajira, si una persona necesita pedir auxilio, no puede. No hay cómo.
El único teléfono público del caserío dejó de funcionar hace meses. Un viejo y su perro se recuestan cerca, como si esperaran la llamada que nadie les hará. El pueblo más próximo, unos kilómetros al sur, también es tierra de ’Pablo’ y también fue bautizado con un nombre excesivo: El Paraíso. A sus hombres, para mortificarlos, les dicen ’adanes’.
El capitán Sánchez es el comandante de una unidad militar a 10 kilómetros de Castilletes. Se trata de una base rodeada de alambres de púas y garitas donde viven 50 soldados entrenados en tácticas de asalto a campo abierto. Aunque se supone que representan a un Estado en el otro extremo ideológico del vecino, eso no impide que a veces, de cuando en cuando, un camión cisterna de la guardia venezolana, de los vecinos, los aprovisione de agua. La rudeza del desierto no sabe de himnos ni banderas. Estos hombres sedientos también persiguen a ’Pablo’.
Sus armas más apreciadas, contrario a lo que se podría pensar, no son sus fusiles de última generación con miras telescópicas ni sus lentes de visión nocturna. Se trata de seis camiones tipo Hummer, capaces de alcanzar velocidades de más de 100 kilómetros por hora en las dunas del desierto, sin temor a pinchazos por rocas o espinas de cactus. Hasta ahora, sin embargo, además de la polvaredas que levanta en sus camperos de película, el Ejército no logra mayor cosa.
"Sabemos que los cargamentos de droga sí nos los pasan por aquí, cerquita, pero el tipo es muy gato", admite un soldado encandilado por el sol que rebota en una lata de cerveza vacía. Puesto en cifras, las autoridades calculan que ’Pablo’ y sus hombres pueden hacerse a un botín de más de un millón de dólares a la semana, una fortuna que los carteles le pagan gustosos por el embarque de sus fardos de cocaína hacia Centroamérica y las Antillas, de donde siguen hacia Estados Unidos y Europa, el paraíso de los drogadictos más ricos del planeta. Parece lucha perdida.
En inmediaciones del cerro de La Teta, en la mitad del trayecto entre Uribia y La Flor de La Guajira, hay siempre un piquete de soldados. Apenas media hora después, en un cruce de caminos, se puede ver hombres de ’Pablo’ patrullando con fusiles y radios de comunicación como si nada, ventilándose el calor con sus sombreros. ’El Dani’, uno de los cientos de contrabandistas de gasolina y productos venezolanos que transitan la zona a diario, piensa que, a menos que el Ejército le sume helicópteros a su caravana de Hummer y lleve oficiales de alto rango, el desierto no cambiará de dueño.
En efecto, una de las mayores dificultades que deben enfrentar las autoridades colombianas es que ’Pablo’ ha encontrado una retaguardia segura del lado venezolano. Historia repetida. La Policía tiene claro en cuáles poblaciones del vecino país se esconde el ’Señor del desierto’ antes de aventurarse en territorio colombiano, dónde duerme, dónde sale de parranda y a dónde se va conseguir mujeres. Por eso, cansados de dar vueltas en círculo, los oficiales a cargo de su captura acaban de cambiar su estrategia de caza: ahora cuentan con una red de informantes, algunos de ellos miembros de las rancherías Wayuu donde ’Pablo’ y sus hombres solían parar y descansar. Se trata de indígenas que antes trabajaron para él.
"Es que al principio el hombre ayudaba a la gente y así se la fue comprando, con víveres, licor, armas y agua. Era un padrino y todos lo querían", dice un guajiro protegido del sol bajo la sombra de una pared. Pero las cosas han cambiado. "’Pablo’ comenzó a matar al que le da la gana, a unos a machete, a otros a balazos. Se lleva a las mujeres que quiere, recluta a los jóvenes a las malas y abusa, abusa", advierte el mismo guajiro, y escupe en el piso de polvo. La última vez que la Policía estuvo a punto de capturarlo fue hace dos meses, gracias a un delator, en un albergue de paso en mitad de la nada, camuflado entre un bosque de cactus y trupillos, un arbusto espinoso del que se alimentan las recuas de chivos.
Desde 2007, la Policía ha capturado 37 de los hombres del ’Señor del desierto’, le ha decomisado seis toneladas de droga e incautado fusiles, munición, lanchas rápidas, radios de comunicación, camionetas y, una vez, hace seis meses, una avioneta desarmada que, al parecer, pretendían ensamblar en algún lugar del desierto. Así van las cosas.
En La Flor de La Guajira hay un letrero que llama la atención. Está en la pared de la única tienda de provisiones. "Prohibido orinar. Multa 100.000 pesos". "Los hombres de ’Pablo’ pasan cada rato y se mean ahí, felices y risueños", se queja una mujer.

15 de marzo de 2010
©semana
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