historias de las madres
18 de julio de 2010
Editorial Fundación Ross presenta ‘Relatan las madres de la plaza’, escritos personales sobre la relación con sus hijos desaparecidos. Cómo fue para las Madres este proceso de reconstrucción de sus recuerdos.
[Beatriz Vignoli] Argentina. "Había llegado a la plaza porque pensaba que la ronda de las madres era un acontecimiento que formaba parte de un discurso público, un monumento vivo a la conciencia histórica que interpelaba al silencio para que el pasado tuviera voz", escribe la compiladora y cronista Aída Albarrán en el prólogo a ‘Relatan las Madres de la Plaza’, el nuevo libro de la Editorial Fundación Ross.
De sobrias tapas blancas, el libro de 86 páginas forma parte de la colección Semillas de Eva, que dirige la escritora rosarina Gloria Lenardón, y cuyo propósito es hacerse eco de las voces y escrituras de las mujeres de este siglo. "Estaba convencida", continúa Albarrán, "de que las anécdotas cotidianas, los sueños y proyectos de sus hijos debían formar parte de otro relato que le imprimiera al recuerdo un sesgo familiar: la evocación los mostraría como habían ido restituyéndoles la identidad que pretendieron negarles. Al contar desde la perspectiva de madre individual, la memoria cambiaría de ubicación, sería más íntima e inalienable; sólo ellas eran capaces de reconstruir esa relación tan breve como intensa para dejar testimonio de la existencia de sus hijos".
Confiadas así en el poder de las Madres de Plaza de Mayo de Rosario como testigos de autoridad suprema ante las vidas reales y concretas de sus hijos, militantes víctimas de la desaparición forzada de personas perpetrada por los represores de la última dictadura militar, se acercaron Albarrán y Lenardón a un hecho invisibilizado en la ciudad, que es la ronda de los jueves de las Madres en la Plaza 25 de Mayo. Todo las sorprende: que aún hagan la ronda, que se reúnan después en un bar, que les sonrían a sus nietos, que casi milagrosamente existan tales nietos y bisnietos, que se festejen los cumpleaños, que pronuncien "veinticinco de mayo" acentuando "veinticinco" y no "mayo", que se rían, que estén vivas, que brille el sol, en fin: cada detalle real que horada la imagen cristalizada, congelada y televisiva en blanco y negro es recibido como la posibilidad de representarlas, a ellas y a sus hijos que les fueran tan cruelmente arrancados por el terrorismo de Estado, bajo la carnadura del semejante y no del fantasma.
"¡Los desaparecidos no son fantasmas!", exclama Gloria Lenardón ante la cronista de Rosario/12 y ahora es ella quien hace las preguntas: ¿Sabías que [las Madres] se reúnen en otras ciudades del interior del país? ¿Cómo logran seguir luchando juntas después de tanto? ¿Y por qué salieron las madres y no los padres? Cuenta Albarrán en el libro que acuden de todo el mundo a escucharlas, de todo el mundo menos de Rosario, donde hasta las propias editoras del libro se les arrimaron con cierta vergüenza de no haber sabido que estaban, no haberlas visto, estar llegando 30 años tarde y por un libro.
Llegaron al fin y con una demanda urgente de memoria y de historia. Les costaba animarse a quebrar el silencio. "Eran el único puente que podía reunir lo que permanece con lo que se ha ido", pensaba sin embargo Albarrán. Pero la memoria de las Madres no es una lente transparente. Entre la pregunta y sus hijos están ellas, con sus corazones y sus cuerpos agobiados de dolor. Se les pide que escriban sobre sus hijos desaparecidos y lo que se obtiene es un quejido: "¡Ay! No, querida, no me lo pidas, no quiero recordar, me cuesta mucho hablar de eso". Treinta años después se permiten algunas ejercer su derecho a olvidar, derecho poco recordado, y ciertas preguntas las revictimizan. ¿Ya no quieren hablar? Siguen alzando el reclamo de justicia, siguen preguntando "¿dónde están?" y llevando esa pancarta con manos envejecidas, pero esa lucha ya es su presente.
"Hijo mío querido siempre fue mi deseo poder expresar con la escritura el inmenso dolor que sentí y siento todos los días de mi vida, desde que te arrancaron de nosotros, tus padres y hermano, pero nunca me parecieron suficientes las palabras para describir nuestra pena y desesperación", le escribe a su hijo Eduardo, "de puño y letra" , Matilde Toniolli, más conocida como Chocha. "No se puede creer lo que han hecho con tu vida y la de tantos otros que como vos eran pensantes y querían para su patria otra cosa mejor". La letra es elegante, contenida; el texto parece derrumbarse en los últimos renglones.
Darwina Gallichio, abuela de Ximena Vicario, evoca a su hija Stella Maris: "niña, mujercita, mujer y madre de aquella beba". Algunos signos la retratan con mayor precisión, dando particularidades que la pintan, a ella y a su compañero Juan Carlos, con colores indiscernibles del telón de fondo de su época. "Revuelvo el recuerdo y pujo mi gravidez de Stella Maris; la beba crece, la niña traviesa, la mujercita de melena sacude su amor interior al ritmo de Lennon y McCartney. Llega la década del 70, fluye el recuerdo, veo una mujer inteligente, alegre. Enamorada de Juan Carlos, flaco y barbudo, se fueron a su casita de barrio Pichincha. Entre liberación, guitarra, política, trabajo, diferencias, discusión y golpe de Estado hubo amor para engendrar a su hija: Ximena, mi nieta. Stella Maris viaja, junto con ella su amigo Alfredo Berrutti, a la ciudad de Buenos Aires a tramitar el pasaporte en la sede de la Policía Federal: es 5 de febrero de 1977. Durante la mañana secuestran en la casita de Pichincha a Juan Carlos" luego del trámite, Stella pregunta por el pasaporte de su esposo. Alfredo esperaba en el pasillo de esas oficinas federales y alguien indagó: "Quién tiene a la nena Ximena Vicario", Berrutti la sostenía en sus brazos; "yo", responde"".
Darwinia se hace eco de su voz y de la de su esposo Carlos, fallecido en diciembre de 1980, tres meses después de su entrevista con el Ministro del Interior del gobierno de facto, el general Albano Harguindeguy, "quien le dijo, casi fusilándolo: "Jamás va a encontrar a su nieta porque no queremos que se convierta en una guerrillera". Trece años de lucha institucional de las Abuelas de Plaza de Mayo llevó recuperar la identidad de Ximena, cuenta Darwinia. Su breve testimonio por escrito le llega a la compiladora en un sobre cerrado, de manos de Matilde. El sobre es póstumo. Darwinia ha muerto.
"¿Tenés idea del trauma que produjo en tantas familias la desaparición de sus hijos?" cuenta la compiladora que le pregunta, mirándola fijo con sus ojitos claros, Norma Vermeulen, para quien la plaza es el único lugar donde puede venir a hablar de su hijo Osvaldo. Norma ha compilado un archivo, que lleva en un bolso, con un poco de todo lo publicado desde el golpe militar hasta la fecha. "Saca una voluminosa carpeta, comienzo a hojearla"". Acaso como un intento de restitución ante tanta pérdida, Norma también junta souvenirs de los extranjeros que vienen a entrevistarlas. Un partisano antifascista italiano le regaló una condecoración recibida, a la que atesora.
"En la plaza la historia tiene la inmediatez de lo simple", resume Albarrán a la vez que reconstruye la trágica historia de la familia Moro: Ana junto a la foto de su hermana gemela Miriam, secuestrada junto a su hermano Roberto. A ambos hijos la madre, Noemí De Vicenzo, salía a buscarlos y a preguntar por su paradero en Jefatura junto a su consuegra, Nélida Moro. "Qué pena lo que pasó", se lamenta Noemí, café de por medio. Inmigrante española, Esperanza Labrador recuerda a sus hijos desaparecidos, Palmiro y Miguel Angel: buenísimos, excelentes, simpáticos. "Los mataron por ser buenos", deduce. "Una bella persona", dice Élida López de su hijo Adrián. "No lo imaginen como un héroe", advierte Nelly Galasso a unos estudiantes acerca de su hijo Ricky. Elsa Massa, a quien llaman Chiche, evoca a su hijo: "Ricardo fue mamero desde sus primeros momentos de vida. Con él estrené mi título de mamá". Ternura desgarrada, gente común con vidas deshechas: tal el saldo de la enormidad del crimen. Tiene razón Matilde: las palabras no alcanzan. Acá sólo cabe agregar dos: nunca más.
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