demonio uribe popular
Una cascada de fallos judiciales, escándalos y revelaciones está resquebrajando el legado de Uribe. Sin embargo, su popularidad sigue intacta. ¿Por qué?
Colombia. Mientras los colombianos empezaban el periodo de Cuaresma, al expresidente Álvaro Uribe se le anticiparon los días de pasión. Las últimas dos semanas han sido las peores de su carrera pública. Su primo el exsenador Mario Uribe fue condenado por parapolítica. Su exministro Sabas Pretelt de la Vega, después de haber sido destituido por yidispolítica, acaba de ser llamado a juicio por parapolítica. Su alto comisionado para la Paz Luis Carlos Restrepo también está siendo investigado por irregularidades en las desmovilizaciones. El exministro Andrés Felipe Arias ha sido embargado por el escándalo de Agro Ingreso Seguro y 22 funcionarios del Ministerio de Agricultura están a punto de ser vinculados a un proceso penal. Dos funcionarios del DAS, Fernando Tabares y Jorge Lagos, fueron condenados a ocho años por las ’chuzadas’. Y como si esto fuera poco, la fiscal Viviane Morales compulsó copias contra el propio Uribe a la Comisión de Acusaciones de la Cámara, que es la instancia que investiga a los presidentes.
A todo esto se suma que la cohesión uribista se ha desintegrado y hay una batalla campal sobre quién es culpable de qué entre los exfuncionarios del gobierno de la seguridad democrática. En el último mes, los cables de WikiLeaks han revelado que el director de la Policía, Óscar Naranjo, y el exdirector del DAS Andrés Peñate le echan la culpa a José Obdulio Gaviria de las ’chuzadas’. Por su parte, Juan Carlos Restrepo dijo en una entrevista a María Jimena Duzán: "Hasta que me distancié, yo fui el interlocutor del presidente Uribe (…) y le digo algo que el país no sabe: mi presencia evitó que el gobierno se desviara". Y en otro cable apareció Sabas Pretelt diciendo que Luis Carlos Restrepo le había metido en la desmovilización 12.000 paramilitares falsos.
Las acciones de la justicia y las fisuras de su equipo no han sido las únicas que han anticipado las semanas de pasión del expresidente. Algunos miembros del gobierno de Juan Manuel Santos han encontrado irregularidades en sus despachos, heredados de la era Uribe, y los han dado a conocer. El Incoder revocó la entrega de 38.000 hectáreas a amigos y testaferros del excongresista Habib Merheg. En la Dirección Nacional de Estupefacientes se han encontrado problemas en la entrega de bienes decomisados a políticos amigos del gobierno anterior, casi todos del Partido Conservador, y la Fiscalía le envió a la Corte Suprema de Justicia, el miércoles pasado, una lista de 13 parlamentarios para que estudie sus responsabilidades. La cascada de malas noticias para Uribe parece interminable.
La euforia con la que los antiuribistas se están ensañando con el Uribe-diablo contrasta con la imagen del Uribe-ángel que todavía tiene la inmensa mayoría de los colombianos. Si las noticias de los últimos días le han causado al exmandatario más de una noche de insomnio, a sus detractores los tiene con úlcera el hecho de que no se ha modificado la posición de Uribe en las encuestas. En la última de Invamer-Gallup registra el 74 por ciento de imagen positiva, 2 puntos por encima de Juan Manuel Santos. En un país en el que los expresidentes siempre disputan el campeonato de la impopularidad, Uribe sigue siendo un fenómeno de opinión pública. Todo indica que el famoso teflón que lo protegió durante sus años en el Palacio de Nariño también lo cubre ahora, en su calidad de ’ex’.
Lo anterior tiene dos explicaciones. La primera es que nada de lo que ha ocurrido afecta la realidad ni la percepción sobre las victorias militares de su gobierno, producto de su política de seguridad democrática. Uribe recibió un país y entregó otro. En 2002, el Estado parecía incapaz de resolver, mediante la fuerza o mediante la negociación, el problema de la guerrilla. En 2010, el país había recobrado la confianza, las Farc estaban acorraladas en lo militar y en lo político, y el país estaba listo para un gobierno posturibista con una agenda más diversa. Para un sector importante de la opinión pública, las ’chuzadas’, la yidispolítica y Agro Ingreso Seguro son episodios menores cuando se compara con esta realidad.
La otra explicación de la popularidad de Uribe tiene que ver con su personalidad. Los colombianos comunes y corrientes siguen enamorados de él porque lo sienten cercano y sensible a sus problemas. Lo siguen viendo como un mandatario patriótico, auténtico, frentero y trabajador. Y aunque parezca evidente que durante su gobierno se dieron actos de corrupción nada insignificantes e incluso sus hijos fueron objeto de diferentes acusaciones, su honestidad personal no ha estado en tela de juicio. A Uribe puede que lo motiven la gloria y el poder, pero no la plata. Ante esta percepción, el tsunami antiuribista es registrado como una satanización injusta del ángel protector de los colombianos.
¿Cómo se explica la contradicción entre los dos personajes -el ángel y el demonio- que conviven en los mismos huesitos y en la misma carnita? Uribe, como ’ex’, padece una situación concreta: la gente lo quiere más que las élites. Él equivocadamente sintió siempre eso cuando estaba en el poder y de ahí sus múltiples comentarios despectivos a lo que él denominaba los cocteles bogotanos. Pero hasta que se retiró del poder, en esos cocteles él era un ídolo. El pasado 7 de agosto lo adoraban por igual las masas y los clubes sociales. Ahora, efectivamente, ha perdido el respeto de estos últimos: la de los muchos empresarios, la de los intelectuales, la de la comunidad internacional.
El fenómeno que destapó los pies de barro de Uribe fue la reelección. Concretamente, el hecho de haber reformado la Constitución a nombre propio para conseguirla. Lo curioso es que este impacto negativo ha sido retroactivo. Cuando Uribe estaba en pleno apogeo, su prolongación en el poder tenía poca oposición y era casi un anhelo nacional. Sin embargo, ya salido de la Casa de Nariño, su primera reelección y el intento de la segunda son vistos dentro del contexto institucional del país como actos caudillistas y mesiánicos, producto de vanidad personal o apego al poder. Álvaro Uribe definitivamente nunca calibró el costo que iba a tener en su legado histórico su reeleccionismo, particularmente su segundo intento de volver a reformar la Constitución. .
La importancia histórica de su primer gobierno es casi incuestionable, pero la convicción de que el segundo no tuvo este nivel está ya muy generalizada. El cambio del "articulito" para hacer viable su permanencia en el cargo en 2006 abrió las primeras grietas entre los puristas que defienden la estabilidad de las reglas de juego como un pilar indispensable de la democracia. Pero fue el fallido intento de buscar un tercer periodo, con la complejidad del referendo, el trámite forzado en el Congreso y la consecución irregular de las firmas lo que alineó en contra del expresidente a muchos de los uribistas del establecimiento.
Después vino el desierto de la expresidencia. Allí ha vivido la ingratitud, la deslealtad y el oportunismo. Para un Uribe que alcanzó a acariciar un tercer periodo, la realidad pura y dura del ’rey muerto, rey puesto’ debe ser casi un infierno. El presupuesto y la burocracia están hoy en manos del gobierno de Juan Manuel Santos. Y en política siempre ha habido una regla de oro: la gratitud no es con quien le hizo a uno favores, sino con quien se los puede hacer en el futuro.
Y si como presidente Uribe partió la historia para imponer en práctica un estilo de gobierno que funcionó, como ’ex’ también está innovando hábitos y costumbres, pero sin buenos resultados, al menos hasta ahora. Violó el principio no escrito de esperar un tiempo prudencial, hasta que el nuevo gobierno se consolidara, para regresar a la arena pública. Nunca antes un expresidente había pasado del Palacio de Nariño a la lucha política sin una escala, generalmente en el exterior. La pausa era, a la vez, una necesidad para tramitar el tránsito a la nueva situación y una actitud de respeto hacia el sucesor.
Pero Uribe no la hizo, y muchas de sus salidas no solo han sido innecesarias, sino equivocadas. El abuso del Twitter, por ejemplo, que en un comienzo tuvo trazos de modernidad, en realidad tienen connotación de frustración y obsesión. En la actualidad se han convertido en un atentado contra su propia imagen. Los trinos se reproducen en otros medios de comunicación, y eso le da presencia, pero con frecuencia son citados con sorna. Ciento cuarenta caracteres, que es la extensión de texto que permite este sistema, son un espacio muy limitado para alguien que aspira a adquirir la dimensión de un líder histórico. Frente a los editoriales de Carlos Lleras en Nueva Frontera o los de Alberto Lleras en El Tiempo, los trinos de Uribe dan la impresión de una pérdida de majestad y de altura. Habrá que ver cómo los historiadores registran esos singulares mensajes.
¿Cuál de los dos Uribe perdurará? Está demostrado que la percepción de los gobernantes entre los ciudadanos no solo depende de la gestión en el poder, sino de la manera como encarnan los años siguientes. Un presidente malo, como Jimmy Carter, hoy goza de una gran reputación por lo que ha hecho por la paz mundial desde su retiro de la Casa Blanca. César Gaviria fue un mandatario muy bien evaluado que perdió puntos como jefe del Partido Liberal y como opositor de Uribe. El puesto de Uribe en la historia dependerá, entonces, de la manera como se mueva en la larga vida que le queda como expresidente. Y aunque sus primeros pasos han sido en falso, le sobra tiempo para cambiar el rumbo.
14 de marzo de 2011
12 de marzo de 2011
©semana
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