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no hay dónde esconderse


[Robert O' Harrow Jr.] Tras los bastidores de nuestra emergente sociedad vigilada.

El asistente del fiscal general Viet Dinh se sentó en el restaurante La Colline en el Capitolio y pidió una taza de café. Era uno de esos desayunos corrientes de Washington, donde los políticos, para empezar el día, combinan la cháchara y las grandes ideas.
Un activo recluta del fiscal general Ashcroft, Dinh había asumido su cargo hacía pocos meses. Quería causar una buena impresión entre los otros en la sesión y necesitaba la cafeína para mantenerse alerta. Cuando sorbía su cuarta taza y escuchaba la charla de funcionarios de la Casa Blanca y del Capitolio, un joven se acercó apresuradamente a la mesa. "Se ha estrellado un avión", dijo. "En el World Trade Center".
Dinh y el resto del voluble grupo guardó silencio. Entonces sus buscapersonas comenzaron a chirriar al unísono. En otra época, habría parecido divertido. Ahora se miraron unos a otros y salieron precipitadamente del restaurante. Eran las 9:30 de la mañana, el 11 de septiembre de 2001.
Dihn volvió rápidamente al ministerio de Justicia, donde el edificio estaba siendo evacuado. Como innumerables otros americanos, ya lo consumía el deseo de contraatacar. Sin embargo, a diferencia de la mayoría, vislumbraba cómo: haciendo todo lo que fuera necesario para fortalecer las atribuciones jurídicas del gobierno contra los terroristas.
Jim Dempsey estaba revisando su correo electrónico en su despacho en el Centro para la Democracia y la Tecnología, en la Plaza de Farragut, cuando su jefe, Jerry Berman, entró corriendo. "Enciende la televisión", dijo Berman. Dempsey cogió el mando, y las imágenes lo sobresaltaron. Un sol refrescante. Lower Manhattan destellaba. Un avión de pasajeros cruzaba el paisaje.
Dempsey era un larguirucho y cadencioso antiguo miembro del staff del Capitolio que combinaba una meticulosa atención por el detalle con un comportamiento desenfadado. Desde principio de los años noventa había sido uno de los principales observadores de los proyectos de vigilancia del FBI, un razonable y respetado defensor de las libertades civiles, llamado al Capitolio por los dos partidos políticos para que asesorara a los legisladores sobre temas de tecnología y privacidad.
Mientras miraba el humo y las llamas que envolvían al World Trade Center, supo que era el trabajo de terroristas, y era sobre todo el FBI el que estaba en su mente. "Fracasaron tan terriblemente", se dijo a sí mismo. "Con todos los poderes y recursos que tienen, deberían haber cogido a esos tipos".
Al mismo tiempo, se dio cuenta de que su trabajo -y el trabajo de muchos activistas de las libertades civiles en los últimos años para controlar el uso cada vez más agresivo de la tecnología por funcionarios policiales- estaba a punto de ser desecho.
El coche llegó a casa del senador Patrick Leahy en Virginia del Norte poco después de las nueve de la mañana. El demócrata de Vermont ocupó su lugar en el asiento delantero y, en el trayecto hacia el Potomac, leyó algunos apuntes sobre la nominación pendiente de un nuevo zar anti-narcóticos y pensó en la reunión de esa mañana en la Corte Suprema.
Medio escuchando la radio, Leahy oyó algo sobre una explosión y el World Trade Center. Le pidió al chofer que subiera el volumen, y luego llamó a algunos amigos en Nueva York. Le contaron lo que estaban viendo por la televisión. Sonaba espantoso. El coche continuó hacia la Corte Suprema a la conferencia a la que debía asistir con el presidente de la Corte Suprema William Rehnquist y los jueces de los tribunales de distritos de todo el país. Leahvy se encaminó hacia la sala de conferencias de la Corte, con sus pisos de alfombras gruesas y paredes recubiertas de roble con los retratos de los ocho primeros presidentes de la Corte Suprema. Cuando llegó, Leahy se inclinó hacia él y susurró: "Bill, antes de empezar, creo que tuvimos un terrible ataque terrorista".
Como por señal, un sonido sordo retumbó en la habitación. Empezó a subir humo al otro lado del Potomac desde el Pentágono.
Leahy presidía el Comité Judicial del Senado, lo que lo colocaba en el centro de un inevitable debate sobre cómo responder. Leahy era uno de los miembros más liberales del Congreso, un defensor de toda la vida de las libertades civiles que había trabajado siempre la impedir que el gobierno pisoteara los derechos individuales. Pero Leahy era también un antiguo fiscal, un pragmático que entendía los problemas que tenían los interrogadores en la identificación y cacería de los terroristas.
Sabía que los conservadores le exigirían más atribuciones policiales y que los defensores de las libertades civiles lo verían como su abanderado. Leahy quería mantener el equilibrio. Pero después de ver a un F-16 pasar rugiendo sobre el Mall esa tarde, resolvió que, como patriota y demócrata, haría todo lo que pudiera para proporcionar a la policía más herramientas para impedir futuros ataques.
Los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono no sólo iniciaron una ola nacional de dolor e ira. Volvieron a encender y dar nueva forma a un ardiente debate sobre el uso correcto del poder oficial para escudriñar en la vida de la gente corriente.
El argumento se reducía a esto: En una época de terrorismo de alta tecnología, ¿Cuál es el equilibrio adecuado entre la seguridad nacional y la privacidad de millones de americanos cuya información personal ya es más disponible que nunca antes? Los archivos telefónicos, correos electrónicos, mares de detalles sobre las vidas individuales -el gobierno quería tener acceso a todos ellos para detectar a los terroristas antes de que estos pudieran atacar.
Durante seis semanas ese otoño, detrás del barniz de la solidaridad nacionales y el bipartidismo, los líderes de Washington se enfrascaron en acaloradas discusiones a puertas cerradas sobre cuánto más poder debería tener el gobierno en nombre de la seguridad nacional. Tenían que vérselas no sólo con el espectro de más atentados terroristas, pero también con las escalofriantes memorias de la Guerra Fría contra los Rojos, las campañas de desprestigio de J. Edgar Hoover y las interceptaciones de Watergate.
En el centro de esta disputa había un cuerpo poco conocido de leyes y reglamentos que, en el medio siglo, definía y limitaba la capacidad del gobierno para fisgonear: El Título III de la Ley de Control de la Criminalidad y Calles Seguras regulaba el espionaje electrónico. Las reglas regulaban el uso de artefactos para trazar el origen y destino de las llamadas telefónicas. La Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera FISA, regulaba el espionaje nacional en labores de recabamiento de información sobre inteligencia extranjera.
La Casa Blanca, el ministerio de Justicia, y sus aliados en el Congreso ahora querían aligerar esas trabas, y lo querían lo más pronto posible. Aunque implementadas para proteger a los individuos y grupos políticos de abusos pasados del FBI, la CIA, y otros, las restricciones eran en parte responsables de brechas en la inteligencia sobre el 11 de septiembre, dijo el gobierno. Implícito en esa lista de deseos estaba el deseo de pinchar en esa revolución de datos. En la década anterior, el mundo ha observado un aumento extraordinario del poder de los ordenadores. Al mismo tiempo, el precio del almacenamiento de datos cayó en picado, mientras nuevos softwares permitieron a los analistas pinchar en un gigante embalse de nombres, dirección, compras y otros detalles, y estudiarlos concienzudamente. Era una especie de vigilancia que no dependía solamente de cámaras y escuchas. Era la época del perfil conductivista y al frente estaban los marketers que querían que abrieras la chequera. Ahora el gobierno quería su ayuda.
El gobierno también quería nuevas atribuciones para detener en secreto a individuos sospechosos de terrorismo e involucrar a bancos y otras compañías de servicios financieros en la investigación del financiamiento de los terroristas. Los agentes policiales querían un acceso amplio a bancos de datos comerciales con información sobre la vida de ciudadanos corrientes. Todos esos detalles podrían ayudar a los investigadores a descubrir vínculos entre los conspiradores.
Jim Dempsey y otros libertarios reconocieron que las leyes existentes estaban obsoletas, pero debido precisamente a la razón opuesta: porque esas leyes ya les proporcionaban al gobierno el acceso a inmensas cantidades de información que no era disponible hace una década. Otorgar más poder a los investigadores, advirtieron, conduciría a la invasión de la privacidad y otros abusos.
Mirando la televisión en el brillante salón de la casa de Dinh en Chevy Chase, un puñado de especialistas del ministerio de Justicia se preguntaba qué hacer. Sólo horas antes habían salido corriendo de las oficinas, encogiéndose mientras los aviones de guerra patrullaban los cielos de Washington. Ahora, mientras los telediarios retransmitían los ataques, hablaron de su amiga Barbara Olson, comentarista conservadora y esposa del procurador general Ted Olson. Ella iba a bordo del vuelo 77 de las Aerolíneas Americanas cuando se estrelló contra el Pentágono.
Dinh no podía creer que Barbara hubiera muerto. Había recién cenado con ella en casa de los Olson, hace dos noches, y la había notado rara. Estaba incontenible. Dinh pasó un libro de fotografías firmado por ella que ella le había dado a él y a otros invitados, ‘Washington, D.C.: Then and Now'.
Era difícil superar esa muerte en medio de tanta luz. Dinh y sus colegas trataron de concentrarse en el trabajo que venía. Sabían que estaban frente a una tarea monumental, histórica: una revisión durante largo tiempo desdeñada de las leyes anti-terroristas para impedir que una cosa así volviera a ocurrir. Recibieron órdenes de marcha a la mañana siguiente, cuando deliberaban en un salón de conferencias en la suite de Dinh en las oficinas del cuarto piso del ministerio de Justicia. Ashcroft no estaba ahí: estaba escondido junto con otros funcionarios importantes del gobierno. Justo antes de la reunión, Dinh había hablado con Adam Ciongoli, asesor de Ahscroft, que transmitía los deseos del fiscal general.
"Comiencen inmediatamente", dijo Dinh a la media docena de asesores de administración y abogados, "trabajaremos en conjunto de medidas" - extensas, dramáticas, y basadas en recomendaciones de agentes del FBI y abogados del ministerio de Justicia en el terreno. "El encargo [de Ashcroft] era muy, muy claro: ‘Todo lo que sea necesario para la ley, dentro de los límites de la Constitución, para despachar la obligación de hacer la guerra contra el terrorismo", dijo.
El entusiasmo de Dinh ante la tarea era evidente. A los 34, parecía estar siempre excitado, sonreía y a menudo y hablaba rápidamente, como si sus palabras, moduladas con el acento de su Vietnam nativo, no pudieran seguir el ritmo de sus ideas. Un graduado de la Facultad de Leyes de Harvard, se había hecho camino en Washington como asesor especial del comité Whitewater del Senado, y consejero especial del senador Pete Domenici (republicano de Nuevo México) durante el juicio para inhabilitar a Clinton. "¿De qué problemas se trata?", preguntó Dinh al grupo sentado a la mesa.
Durante las siguientes horas -en realidad, en los siguientes días- los colegas de Dinh catalogaron las quejas sobre las restricciones legales al trabajo de inteligencia y de los detectives. Algunas quejas habían estado rondando en el FBU y el ministerio de Justicia durante años. Debido a las peculiaridades de la ley, no estaba claro si los detectives podían trazar el destino y origen de un e-mail del mismo modo que podían hacerlo con una llamada telefónica. Podían obtener órdenes de allanamiento más fácilmente para colocar una máquina para interceptar teléfonos que para servicios comerciales de voz mail. Y la cantidad de información que los agentes y detectives de inteligencia podía compartir era limitada, haciendo mucho más difícil perseguir y encarcelar a los terroristas.
Todo eso, dijeron los abogados, tenía que cambiar. Ahora.
Jim Dempsey estaba inundado. Periodistas, otros activistas, personal del Congreso: todos querían su parte sobre lo lejos que irían el ministerio de Justicia y el Congreso en su reacción a los atentados. "Recibíamos cincuenta llamadas al día", dijo. Dempsey sabía que el Congreso no tendría la voluntad de resistir la tentación de atribuir nuevos y dramáticos poderes a la policía. Era una dinámica clásica: Pasa algo terrible. Los legisladores se apresuran a responder. No tienen tiempo para investigar las implicaciones de las medidas detenidamente, así que usan lo que está disponible y siguen adelante.
Eso era una pesadilla para Dempsey. Buscando signos de esperanza en que el proceso legislativo pudiera ser retrasado, si no podía ser detenido, hizo sus propias llamadas en la ciudad. "Surgió una mentalidad de crisis, y había claramente una crisis... El impulso a actuar, la apariencia de acción se convierte en algo muy grande".
A días de los atentados, un puñado de legisladores subió al estrado del Senado con leyes que habían sido propuestas y rechazadas en los últimos años por preocupaciones sobre las libertades civiles. Muchas de las propuestas originalmente no tenían nada que ver el terrorismo. Un proyecto de ley, llamada Ley para Combatir al Terrorismo, propuso extender la autoridad del gobierno para trazar las llamadas telefónicas, incluyendo el correo electrónico. Fue un legado de las iniciativas del FBI para extender los poderes de vigilancia durante el gobierno de Clinton, que había apoyado una serie de propuestas orientadas hacía la tecnología rechazadas por los defensores de las libertades civiles. Ahora fue presentada de nuevo y aprobado de cuestión de minutos.
Una de las pocas voces que pidió calma y moderación fue Patrick Leahy. No estaba claro qué sería capaz de hacer en una atmósfera tan cargada.
En toda la ciudad y en todo el país, otros defensores de las libertades civiles de abrazaron unos a otros para protegerse de las consecuencias de los atentados. Entre ellos estaba Morton Halperin, antiguo director de la oficina de Washington de la Unión de Libertades Civiles Americanas y antiguo funcionario de la seguridad nacional durante tres gobiernos. Halperin, investigador del Consejo de Relaciones Exteriores, conocía personalmente la vigilancia del gobierno.
Cuando trabajaba en el Consejo de Seguridad Nacional en el gobierno de Nixon, Halperin se hizo sospechoso de filtrar información sobre el bombardeo secreto contra Camboya de Estados Unidos. Su casa fue interceptada por el FBI y las filtraciones continuaron durante meses después de que él dejara el gobierno.
Ahora, a 24 horas de los atentados, leyó un e-mail de un miembro de un grupo online que se había formado para oponerse a un plan del gobierno de Clinton para transformar en delito la publicación de materiales clasificados. El escritor advirtió que el plan sería reconsiderado. Halperin había estado esperando este momento durante años. Hace más de una década, escribió un ensayo prediciendo que el terrorismo remplazaría al comunismo como la principal justificación de la vigilancia interna. "Miré el e-mail durante unos minutos y decidí que no podía seguir con mi trabajo normal, que tenía que ocuparme de este asunto", dijo más tarde.
Halperin garrapateó un llamado a las armas en su ordenador. "No debe haber ninguna duda de que vamos a recibir muchas llamadas en los próximos días al Congreso para aprobar leyes amplias para combatir al terrorismo", escribió en un e-mail a más de dos docenas de defensores de las libertades civiles el 12 de septiembre. "Eso incluirá no solamente la disposición secreta, sino también amplias atribuciones para realizar vigilancia electrónica y otra e investigar a los grupos políticos... No esperaremos".
A las horas, Jim Dempsey, Marc Rotenberg del Centro de Información sobre Privacidad Electrónica, y otros habían ofrecido su apoyo. Su plan: Construir a partir del llamado de Halperin a restringir la legislación, tocando una nota simpática sobre las víctimas de los atentados. Comenzaron a organizar un mitin para iniciar un manifiesto sobre las libertades civiles: ‘En defensa de la libertad en tiempos de crisis'.
Subyacente a la discusión sobre cómo responder a los ataques terroristas estaba la investigación de mediados de los años setenta, dirigida por el senador Frank Church (demócrata de Idaho), sobre la sórdida historia del gobierno en el espionaje interior.

Capítulo 1
No Place To Hide
Free Press. 348 pp. $26

18 de febrero de 2005
2 de marzo de 2005
©washington post
©traducción mQh

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