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bush y el mal menor


[Anthony Lewis] En Estados Unidos, la supresión de los derechos civiles en nombre de la seguridad nacional es una vieja historia. Ha ocurrido varias veces en tiempos de guerra, o de temor, desde los primeros días de la república. En 1798, justo siete años después de que la Declaración de Derechos fuera agregada a la Constitución, la Ley contra la Sedición transformó en delito criticar al presidente; el motivo era el supuesto peligro de que el terror jacobino se infiltrara en Estados Unidos. La Guerra Civil, las Guerras Mundiales I y II, y episodios variados de temor nacional, eran todas circunstancias para reprimir la libertad de expresión y privar a la gente de procesos legales debidos.
Ahora estamos en otra época nefasta para los derechos civiles. Bajo el manto de su ´Guerra Contra el Terror´, el presidente Bush ha encarcelado, sin llevarles a juicio, a ciudadanos estadounidenses, ha arrestado a miles de extranjeros en el país y ha convencido al Congreso de que deje que el gobierno meta baza de manera más profunda en nuestras vidas privadas. En un significativo respecto, el peligro para la libertad es más serio que en el pasado. Hemos lamentado represiones pasadas, cuando terminaba la guerra o la tensión; los editores condenados por la ley contra la sedición eran, por ejemplo, perdonados, y a los estadounidenses japoneses, confinados en campamentos en el desierto durante la Segunda Guerra Mundial se les otorgó, años más tarde, una modesta compensación. Pero es difícil imaginar un fin para esta guerra. Hay grupos terroristas en el mundo, y no es probable que envíen a una delegación conjunta para rendirse. Así que las medidas represivas pueden seguir indefinidamente, hasta que sean impedidas por los tribunales, o por segundas intenciones políticas.
En estas circunstancias necesitamos tranquilidad, consejos meditados sobre cómo lograr un balance entre los intereses de seguridad y la libertad. Y los tenemos ahora en este excelente libro. Michael Ignatieff reúne historia, filosofía, derecho y moralidad democrática para tratar el problema. Puede sonar abrumador, pero Ignatieff es un escritor tan convincente, que este es un libro fascinante.
Ignatieff ha publicado muchos libros sobre materias poco habituales: historia, ficción, una excelente biografía de Isaiah Berlin. Pero hoy, su principal tema son los derechos humanos. Es profesor y director del Carr Center sobre Políticas de Derechos Humanos, de Harvard. Es un canadiense que ha vivido y enseñado en Inglaterra y Estados Unidos, que es capaz de mostrar una perspectiva comparativa sobre cómo se respetan esos derechos en otras partes. Leerlo es como conversar con un hombre eminentemente razonable, convencido y poderosamente convincente. Algunos de nosotros, que nos opusimos a la guerra en Iraq, nos quedamos perplejos de que la apoyara. Un año más tarde, a diferencia de los funcionarios de la administración de Bush, tenía el coraje de dudar. Sus ideas sobre el asunto -su ponderación imparcial de los intereses -es como su enfoque del terrorismo y de los derechos civiles.
‘The Lesser Evil' no es una crítica directa de lo que la administración de Bush ha hecho con los derechos civiles desde el 11 de septiembre de 2001, aunque tiene implicaciones para la situación actual de Estados Unidos. Es una discusión, rica en ejemplos del pasado y del presente, de cómo una democracia constitucional puede abordar el problema del terrorismo. Ignatieff hace una clara evaluación de la realidad de la amenaza terrorista: su inmunidad ante el temor a la muerte, su falta de interés en el compromiso político o, en realidad, en objetivos negociables. "El mal se ha escapado de la prisión de la disuasión", dice. Así, a veces los derechos deben inclinarse ante la necesidad, aunque siempre con garantías que minimicen el daño.
"Los derechos no son siempre triunfos", escribe.
Pero tampoco la necesidad. Incluso en tiempos de verdadero peligro, las autoridades políticas deben demostrar que las limitaciones de los derechos son justificadas. Justificarlas requiere que el gobierno los someta a la prueba de un procedimiento contradictorio en la legislatura, los tribunales y la prensa libre.

Es ese proceso de cuidado equilibrio, por el que aboga, lo que él llama el enfoque del "mal menor". "Sopesa lo que hay que hacer en una emergencia", dice, "con un prejuicio conservador las infracciones de las normas establecidas del debido proceso, igualdad ante la ley y dignidad básica". Examina desde esa perspectiva, como un ejemplo, el internamiento de estadounidenses japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Las autoridades militares dijeron que el internamiento prevendría posibles sabotajes y por tanto acortaría la guerra. La Corte Suprema confirmó la sentencia, sometiéndose al Ejecutivo. Ignatieff concluye: "La pérdida de libertad que implicaba el internamiento es un golpe tan grave a los individuos involucrados, y la probabilidad de que los internamientos acortaran la guerra tan incierta, que las limitaciones de los derechos no tenía justificación".
La fórmula de Ignatieff exige, de manera crucial, una conciencia de que cada concesión a la necesidad invocada es solamente eso: un menoscabo de los derechos establecidos. "La mejor manera de minimizar los perjuicios", escribe, "es... no permitir nunca que las justificaciones de la necesidad -riesgo, amenaza, peligro inminente- disuelvan el carácter moralmente problemático de las medidas necesarias".

Es imposible leer los llamados de Ignatieff a la sensibilidad y a la conciencia en estas materias sin observar la funesta ausencia de esas cualidades en lo que George W. Bush y los suyos han hecho con los derechos civiles en nombre de la lucha contra el terror. Su posición, legal y políticamente, es que sus medidas simplemente no hacen surgir problemas sobre derechos constitucionales u otros. El fiscal general, John Ashcroft, llegó incluso a decir que "aquellos que asustan a la gente pacífica con los fantasmas de la pérdida de derechos... solamente ayudan a los terroristas". Si el presidente hubiese mostrado algo de interés en los derechos civiles, habría hecho una gran diferencia.
Punto tras punto, la descripción de Michael Ignatieff de cómo debe reaccionar un gobierno democrático ante la amenaza terrorista, entra en conflicto con la realidad de las prácticas de la administración de Bush. Una preocupación importante es el acceso a los tribunales. Ignatieff escribe repetidas veces que toda limitación de los derechos debe someterse a una revisión judicial. Ignatieff critica a los tribunales estadounidenses por su hábito histórico de inclinarse de demasiada buena gana ante los alegatos del Ejecutivo sobre necesidades de defensa, como en el caso del internamiento de los estadounidenses japoneses después de la decisión de la Corte Suprema en el caso de Korematsu contra Estados Unidos, que hoy casi todos los comentaristas legales consideran un trágico error. Sobre el tema específico de detener a sospechosos de terrorismo y no llevarlos a juicio, dice que "los detenidos deben conservar el derecho a consultar con un abogado y a una revisión judicial de su detención".
La posición de la administración de Bush no podía contrastar más con esa postura. Mantiene encarcelados, sin proceso, a dos ciudadanos estadounidenses durante más de 22 meses, por considerarlos "combatientes enemigos". Y sostiene de manera vigorosa, yo diría obsesiva, que no deberían tener ninguna posibilidad seria de impugnar esa designación en tribunales. En realidad, el gobierno arguye que tampoco tienen derecho a consultar con un abogado.

Los extremos a los que ha llegado la administración para tratar de frustrar el proceso legal en los casos de los combatientes enemigos se dejan ver en el escrito que presentó a la Corte Suprema en uno de los casos, el de José Padilla, un ciudadano estadounidense detenido en Estados Unidos y acusado de tener vínculos con Al Qaeda. Los abogados del gobierno pidieron al tribunal que desestimara el caso porque, arguyeron, la abogado de Padilla, Donna Newman, había presentado su recurso de habeas corpus contra el demandado equivocado, el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, en lugar del comandante de la prisión naval donde está encarcelado.
El escrito decía que la Corte Suprema no debería considerar el tema del derecho de Padilla a un abogado sólo porque el departamento de Defensa hubiera permitido a Donna Newman visitar a Padilla una vez en marzo -sosteniendo al mismo tiempo que no tenía la obligación legal de hacerlo. De hecho, la visita de Newman a Padilla no fue de ninguna manera lo que cualquiera llamaría una consulta con un abogado. Padilla estuvo en otra habitación, detrás de un panel de cristal. Dos funcionarios de gobierno, un abogado y un agente de inteligencia, estuvieron presentes en la reunión; y esta fue filmada en video. En esas circunstancias, Newman no pudo, por supuesto, preguntar a Padilla qué había hecho, por qué pensaba que estaba ahí o cualquiera otra pregunta importante.
El escrito del gobierno enumeraba como hechos un número de devastadoras acusaciones contra Padilla: estuvo en Afganistán y Paquistán después de los atentados del 11 de septiembre, participó ahí en largas discusiones con altos operativos sobre la realización de atentados terroristas en Estados Unidos, experimentó con artefactos explosivos en una casa de seguridad de Al Qaeda..., volvió a Estados Unidos para seguir con las preparaciones de otros ataques de Al Qaeda...
Pero esos no son hechos. Son los alegatos del gobierno, que Padilla no ha tenido nunca la oportunidad de refutar -y nunca podrá, si el gobierno de Bush se sale con la suya en la Corte Suprema.
El argumento de la Corte Suprema en el caso de Padilla, el 28 de abril, no dio indicios sobre cómo votará finalmente la Corte. El principal procurador, Paul Clement, a nombre de la administración de Bush, presentó insistentemente la contención de que los abogados de Padilla habían encausado a la persona equivocada en la persona del secretario de Defensa, Rumsfeld. Insistió en que los tribunales no tenían jurisdicción -de modo que, si este argumento prevalece, el recurso de habeas corpus de Padilla debe de ser desestimado, sin resolución alguna sobre sus derechos. Los jueces estuvieron estrechamente divididos en sus reacciones ante ese argumento.
Sobre los problemas más amplios, Clement arguyó que el Congreso había autorizado al presidente Bush a detener a ciudadanos como "combatientes enemigos" cuando, el 18 de septiembre de 2001, lo autorizó a utilizar "toda la fuerza necesaria y apropiada" contra los autores de los atentados terroristas del 11 de septiembre, y otros. El juez Stephen Breyer preguntó por qué era "necesario y apropiado" utilizar el recurso de la detención indefinida sin juicio ni abogado. Clement respondió que ese asunto era competencia del Ejecutivo. Hizo así suya la opinión de que el Congreso dio al presidente carta blanca para hacer lo que quisiera con ciudadanos estadounidenses a nombre de la lucha contra el terror.
Jennifer Martínez, abogado de Padilla, dijo que la ley del 18 de septiembre de 2001 no tenía por intención invalidar la ley anterior que prohibía la detención de estadounidenses sin proceso -una ley aprobada por el remordimiento por la detención de estadounidenses japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. El presidente del Tribunal Supremo, William Rehnquist, observó que la cesión de autoridad en la ley de 2001 era "amplia". Pero no había indicios, respondió Martínez, de que el Congreso considerara un poder para detener a ciudadanos por tiempo indefinido.
El juez Breyer planteó que la autorización de 2001 sobre el uso de la fuerza podía leerse en el sentido de admitir solamente los procesos judiciales comunes contra estadounidenses, a menos que el gobierno pudiese demostrar una extrema urgencia. Martínez apoyó la idea, pero Clement dijo que la detención era necesaria en otros casos para interrogar a los sospechosos y obtener datos de inteligencia. Dijo que el gobierno tenía toda la razón para actuar así "cuando alguien viaja al exterior para recibir adiestramiento". Con ello repitió el lenguaje en el escrito del gobierno afirmando como hecho que Padilla recibió adiestramiento de Al Qaeda en el extranjero, aunque es solamente una afirmación del gobierno.

Hubo un sorprendente momento en el argumento en el caso complementario de Yaser Hamdi, el otro ciudadano considerado combatiente enemigo. El juez John Paul Stevens le preguntó al abogado de Hamdi, Frank W. Dunham Jr., si acaso recusaba las aseveraciones del gobierno sobre la conducta de Hamdi. Dunham replicó que él tenía un "contencioso importante". Pero agregó que no podía decir a la corte qué había dicho Hamdi sobre eso cuando se le permitió visitar a Hamdi, porque lo que Hamdi dijo fue prontamente declarado confidencial.


La administración de Bush está resuelta a impedir el recurso de inconstitucionalidad de lo que está haciendo a aquellos de los que afirma que tienen lazos con terroristas. Esa es su posición en otro caso ahora en la Corte Suprema, el de los 595 prisioneros extranjeros detenidos en Bahía Guantánamo. Las familias de algunos prisioneros presentaron recursos de habeas corpus en tribunales estadounidenses, pidiendo su excarcelación sobre la base de que no estuvieron implicados con los talibanes o con Al Qaeda en Afganistán, ni involucrados en actos de terrorismo cuando fueron detenidos en otros países. El gobierno arguye que los tribunales estadounidenses no tienen jurisdicción para ver los recursos porque Cuba es soberana en Guantánamo, aunque un tratado perpetuo le da a Estados Unidos el control absoluto de la zona.
Un "respeto decente por las opiniones de la humanidad", dice Ignatieff, "exige que los estados que luchan contra el terrorismo respeten sus obligaciones internacionales". Eso es precisamente lo que el gobierno de Bush no ha hecho en Guantánamo. La Tercera Convención de Ginebra, que Estados Unidos firmó y ratificó, determina que toda cuestión sobre la situación legal de un detenido en tiempos de guerra, debe ser resuelta por un "tribunal competente". Muchos de esos tribunales fueron instalados por las tropas estadounidenses en la Guerra del Golfo de 1991 para decidir sobre la situación de los prisioneros. Pero George W. Bush rehusó aplicar la Convención de Ginebra en el caso de los prisioneros de Guantánamo, diciendo que había determinado concluyentemente que se trataba de "combatientes ilegales", y no de soldados regulares. Esa posición, sugiere Ignatieff, indignó a la opinión pública internacional. Steyn, uno de los jueces lores de Inglaterra, dijo en una charla este otoño pasado que los prisioneros se encontraban en "un agujero legal negro".
Otro asunto sobre el que las prácticas de la administración Bush se han desviado de los fundamentos de la receta de Ignatieff, es el secretismo. Escribe: "No estará nunca justificado encerrar o deportar a un extranjero o a un ciudadano, por medio de procesos secretos. La transparencia en todo proceso donde esté en juego la libertad humana es simplemente lo que define a la democracia".
Siguiendo órdenes de Ashcroft, agentes del FBI arrestaron a miles de extranjeros en este país en las semanas siguientes al 11 de septiembre de 2001. Fueron detenidos por largos períodos de tiempo, con sus nombres y lugar de detención mantenidos en secreto. La mayoría de ellos fueron luego deportados por violaciones de las leyes de inmigración, como tener la visa caducada, después de juicios que, siguiendo otra orden de Ashcroft, eran habitualmente secretos.
Una democracia constitucional, dice Ignatieff, "debería reducir las limitaciones de los derechos a un estricto mínimo y limitar su duración con cláusulas noperentorias". Cuando la Ley Patriota fue despachada a toda prisa en el Congreso en 2001, miembros preocupados lograron insertar una cláusula noperentoria, que requería que las disposiciones claves para extender los poderes de investigación del gobierno expiraran en 2005, a menos que fuesen renovadas. La administración de Bush está presionando al Congreso para suprimir esa cláusula y transformar las disposiciones en permanentes.

Otro punto más de diferencia con la administración: "Cuando las organizaciones son clasificadas como terroristas", dice Ignatieff, "deberían conservar el derecho a una revisión judicial de su proscripción. Suspender la ley para alguien no podrá justificarse nunca en un estado democrático". En 2001, la administración de Bush requisó las propiedades de la Holy Land Foundation, una organización musulmana de beneficencia con sede en Estados Unidos, diciendo que tenía lazos con Hamas, una organización considerada terrorista. En un juicio administrativo de Holy Land en el departamento de Hacienda, el gobierno utilizó pruebas secretas. La organización presentó entonces un recurso de inconstitucionalidad, pero los tribunales rehusaron intervenir. La Corte Suprema denegó el recurso de inconstitucionalidad el 1 de marzo.
La confiscación de las propiedades de una organización de beneficencia sin permitirle ni siquiera un día en la corte, a primera vista, viola derechos constitucionales fundamentales. ¿No preocupa a otras organizaciones este precedente? Algunas sí están preocupadas, pero ha habido muy poca expresión de indignación. ¿Por qué no? ¿Por qué no se han preocupado los estadounidenses de la pretensión del presidente Bush de poder detener a cualquier ciudadano, para siempre, en régimen de aislamiento, sin proceso ni derecho a un abogado, simplemente por declarar que el ciudadano es un combatiente enemigo? Un escrito presentado ante la Corte Suprema por 175 miembros del parlamento británico, comunes y lores, plantea que los prisioneros de Guantánamo deben tener la posibilidad, en recursos de habeas corpus, de probar que están encarcelados injustamente. ¿Por qué no hay ninguna posibilidad imaginable de que esos 175 miembros de la Cámara y del Senado firmen ese escrito?
"¿Por qué son las democracias liberales tan rápidas en ceder sus libertades?", pregunta Ignatieff. "Los registros históricos sugieren, inquietantemente, que a las mayorías les preocupa menos las privaciones de derechos que afectan a las minorías que su propia seguridad". Esto es verdad. La mayoría de los estadounidenses no se interesan ni se identifican con José Padilla, o con un prisionero de Guantánamo -incluso si el pasado de las agencias de inteligencia estadounidenses hace imposible creer que esté más allá de duda las conclusiones de que son terroristas.
Otra razón de por qué las burdas violaciones de las normas constitucionales, que se advierte en la manera en que el gobierno trata a la gente, no provocan una respuesta, es que el gobierno controla los hechos, y los distorsiona. "Los hechos no son nunca presentados al público simplemente como proposiciones neutrales que pueden ser revisadas desapasionadamente", dice Ignatieff. "[...] Son habitualmente torcidos para justificar cualquier cosa que se esté preparando". Y así el subsecretario de Justicia, Theodore Olson, cuenta a la Corte Suprema, anodinamente, "hechos" escalofriantes sobre José Padilla, que no han sido probados en ninguna corte o proceso honesto. En muchas administraciones anteriores, el despacho del subsecretario de Justicia, que representa a Estados Unidos en la Corte Suprema, podría elevarse por sobre las partes y mostrar más interés por la justicia que por los deseos de la administración.

Finalmente, el público se interesa menos de lo que debería en los derechos civiles, porque tiene miedo al terrorismo, lo que es comprensible. Los políticos responden a ese temor porque creen, como dice Ignatieff, que "los costes políticos de no reaccionar serán siempre más altos que los costes de reaccionar exageradamente". A lo que yo agregaría: los gobiernos pueden utilizar el temor por razones políticas. El actual gobierno lo hace.

2.
Y esto nos lleva a la guerra de Iraq. Si las asfirmaciones del presidente Bush y los suyos, que nos llamaban a hacer la guerra, eran mentiras -esto es, falsedades conscientes-, es una bonita pregunta. Nadie puede dudar ahora de que muchas de las declaraciones eran falsas. Sadam Husein no representaba una "amenaza inminente para la seguridad de nuestro pueblo", como dijo el secretario de Defensa, Rumsfeld. Sadam no "trató de comprar cantidades importantes de uranio en África", como dijo Bush en su discurso sobre el Estado de la Nación en 2003 -cuando esas afirmaciones habían sido desestimadas por otros en la administración como un rumor falso. Etc. Pero no eran mentiras, arguyen los funcionarios, porque ellos creyeron en las informaciones del servicio secreto en las que se basaban esas aseveraciones. Y como ocurre a menudo, recibieron de la CIA y de otras agencias las informaciones que querían, y las utilizaron burdamente, no dejando espacio ni para la duda ni para la ambigüedad. "Querían llegar a la conclusión de que había armas [de destrucción masiva]", declaró el jefe de los inspectores de armas de Naciones Unidas. "Como en los días de la caza de brujas, están convencidos de que existen, y si ven a un gato negro, bueno, esa es la evidencia de que las brujas existen".
Presentar argumentos a favor de la guerra, afirmando que Sadam tenía armas de destrucción masiva, fue también una representación falsa en otro sentido. Los que pedían la guerra, los neo-conservadores en el entorno de Bush, habían estado pidiendo que se atacara a Iraq durante años, sobre bases enteramente diferentes: que el derrocamiento de Sadam abriría el camino para un nuevo Medio Oriente, ordenado, pro-americano, menos amenazante para Israel. Paul Wolfowitz, el vice-ministro de Defensa, contó cándidamente a Vanity Fair que las alegaciones sobre las armas de destrucción masiva fueron un útil "argumento burocrático", el "tema sobre el cual todos podían estar de acuerdo".
Un día después del 11 de septiembre, Rumsfeld y Wolfowitz estaban insistiendo en declararle la guerra a Iraq. De acuerdo a Richard Clarke, el antiguo coordinador antiterrorista de la Casa Blanca, Rumsfeld dijo en una reunión de alto nivel que incluso si Al Qaeda estaba en Afganistán, Estados Unidos debía bombardear Iraq porque este país ofrecía mejores blancos.

La guerra fue también presentada al público con la teoría de que Sadam tenía vínculos con Al Qaeda y otros terroristas islámicos. Bush lo afirmó en su discurso sobre el Estado de la Nación en 2003. No se presentó ninguna prueba de esos vínculos, y el régimen secular de Sadam fue siempre un anatema para Osama Bin Laden y Al Qaeda. Pero la estrategia retórica funcionó. Una encuesta nacional en 2003 reveló que el 44 por ciento de los estadounidenses encuestados pensaban que algunos de los hombres que secuestraron los aviones el 11 de septiembre, eran iraquíes.
"La Casa Blanca manipuló cuidadosamente a la opinión pública", dijo Richard Clarke en ‘60 Minutes'. No mintió exactamente, pero causó la fuerte impresión de que Iraq lo había hecho. Ellos lo sabían. Nosotros se lo dijimos. La CIA se los dijo. El FBI se los dijo. Ellos lo sabían. Y la tragedia aquí es que los estadounidenses que fueron a su muerte en Iraq pensaban que vengaban el 11 de septiembre, mientras que Iraq no tenía nada que ver con el 11 de septiembre.
Michael Ignatieff no basó su apoyo de la invasión de Iraq en las representaciones falsas o en las informaciones de inteligencia erróneas de la administración de Bush. Tenía tres razones: primero, los terribles antecedentes de Sadam en el capítulo de derechos humanos, incluyendo matanzas masivas de, entre otros, kurdos iraquíes y chíies; segundo, la posesión de Sadam de vastas reservas de petróleo, con todo el poder que ello le confería; tercero, sus intentos pasados de obtener armas de destrucción masiva -y su uso efectivo de ellas. (Ignatieff visitó Halabja, donde Sadam mató a cinco mil kurdos con un ataque químico en 1988).
Esas tres realidades, pensó Ignatieff, transformaron a Sadam en una amenaza tal que justificaba una guerra preventiva de Estados Unidos. No un ataque preventivo, el que es declarado cuando la otra parte está a punto de atacar, como el ataque israelí a Egipto en 1967. Ignatieff pensaba que Sadam podía tener armas que justificaran semejante guerra, como alegaba la administración de Bush, pero basaba su posición en la capacidad de Sadam de causar problemas en los años por venir. Un motivo subyacente fue su preocupación humanitaria sobre la pervasiva crueldad de Sadam Husein para tratar a los iraquíes. Vio la guerra como un modo de deshacerse de él y de dar a los iraquíes "su única posibilidad de llevar una vida decente".
Los costes del derrocamiento de Sadam, en el modo en que lo hizo Estados Unidos, han resultado ser extremadamente altos. Iraq se ha hundido en el caos, un desastre ocasionado por el inexplicable error de la administración Bush de no prepararse para la ocupación. Miles de iraquíes murieron y siguen muriendo, como lo están haciendo los estadounidenses. Otros han sufrido heridas que los incapacitarán permanentemente por el resto de sus vidas. Las relaciones entre Estados Unidos y algunos de sus aliados más importantes se han visto gravemente dañadas. La opinión popular en todo el mundo se ha vuelto fuertemente anti-estadounidense. Lejos de tocar al terrorismo, la guerra ha estimulado el reclutamiento y las actividades terroristas desde Indonesia hasta España, tanto como en el Medio Oriente. Funcionarios estadounidenses dicen que grupos vinculados a Al Qaeda, que no operaban en Iraq antes de la guerra, se encuentran ahora matando gente en el país.

En su humana preocupación por la vida de los iraquíes durante Sadam, creo que Ignatieff pasó por alto factores que eran predecibles, y, en realidad, habían sido predecidos. Cuando el jefe del Estado Mayor del ejército, el general Eric Shinseki declaró que tomaría cientos de miles de tropas controlar adecuadamente a Iraq en la posguerra, tenía la razón, pero fue aplastado y humillado por Rumsfeld y Wolfowitz. Había abundantes signos de que la administración no era seria sobre los problemas que enfrentaría en Iraq, un país enorme y complejo, dividido según líneas étnicas y religiosas, que nunca tuvo democracia. Las preocupaciones humanitarias sobre la gente iraquí, que ahora los funcionarios de gobierno presentan como una de las razones de la guerra, no gozaron nunca de prioridad en sus motivos cuando estaban planeando el ataque. Y la falsedad de las razones que en realidad precedieron la guerra, las llames mentiras o distorsiones o errores, corrompieron toda la aventura.
"Apoyé a un gobierno en el que no confiaba", escribió Ignatieff en The New York Times Magazine, " creyendo que las consecuencias pagarían la apuesta. Ahora me doy cuenta de que las intenciones moldean las consecuencias".
Para Ignatieff, el jurado todavía debate sobre si la guerra de Iraq se justificará o no con los beneficios para los iraquíes; dice que no lo sabremos hasta tres o cinco años. Creo que es demasiado optimista. Mientras las tropas estadounidenses permanezcan en Iraq, provocarán antagonismos ahí y en todo el mundo musulmán. Si se retiran pronto, Iraq puede deslizarse en una guerra civil. Además, no sabemos cuál habría sido el resultado si se hubiese permitido que continuasen las inspecciones de Naciones Unidas, como pedían los inspectores mismos y otros países, como Francia, México y Rusia. Lo que menos habría pasado es que las posibilidades de una genuina colaboración internacional hacia Iraq habrían aumentado. Brian Urquhart, antiguo subsecretario general de Naciones Unidas, escribió en estas páginas en diciembre de 2002 que el alegato de la acción militar todavía no se había probado; pero que si semejante acción tomaba lugar, tendría "consecuencias catastróficas" si no eran "genuinamente multilaterales".

Menciono mis diferencias con Ignatieff sobre Iraq porque estamos de acuerdo sobre los valores subyacentes: un compromiso con las libertades cívicas en casa y derechos humanos fuera de Estados Unidos. Ambos valores no nos dicen si acaso una acción propuesta en una situación específica hará más bien que mal. No puede haber una respuesta automática, no hay un modo de evitar la necesidad de hacer juicios difíciles. La fortaleza del meditativo libro de Ignatieff es que evita las respuestas meditabundas y las certezas ideológicas e insiste en sopesar cuidadosamente las opciones en lo que se refiere a sus consecuencias humanas concretas.

3.
Los Artífices de la Constitución estadounidense nos dieron una maravillosa estructura para la toma de decisiones por el gobierno federal: una presidencia con grandes poderes y un congreso de dos Cámaras, sujeto en última instancia a los tribunales como guardianes de la Constitución. Su objetivo no era la eficiencia, como dijo el juez Louis D. Brandeis, sino la protección de los abusos del poder. Sin esas salvaguardas Estados Unidos probablemente no habría sobrevivido las tensiones de su diversidad. Pero el sistema no ha funcionado bien en equilibrar seguridad nacional y libertad en tiempos de peligro, cuando el Ejecutivo se hace cargo, los legisladores y el público sienten su falta de conocimientos para hacerle frente, y los tribunales son tímidos. Ahí es donde entra Michael Ignatieff, y por qué este libro satisface una necesidad urgente en lo que parece ser una época de guerra "perpetua".
"Una democracia en la que la mayoría de la gente, no vota", escribe Ignatieff, "en la que muchos jueces conceden deferencia indebida ante las decisiones del Ejecutivo, y en la que el gobierno se niega a un procedimiento contradictorio abierto de sus medidas, no es probable que mantenga un balance justo entre seguridad y libertad". Eso es un subentendido, y más todavía si abrimos los ojos a lo que está pasando. El presidente exige poder para encarcelar a estadounidenses durante años, quizás para siempre, sin juicio. Cuarenta años después de que la Corte Suprema dijera que el derecho a un abogado en procesos penales era "fundamental", el gobierno dice que puede negar a esos prisioneros el derecho a consultar con un abogado.
Ignatieff propone un número de pruebas lo que un gobierno reclama que debe hacer para combatir el terror, entre otras:
Primero, una guerra democrática contra el terror necesita someter todas las medidas coercitivas a la prueba de la dignidad: ¿violan la dignidad individual?... Segundo, las medidas coercitivas necesitan pasar la prueba conservadora: ¿son esas desviaciones de las normas existentes de proceso debido realmente necesarias? ¿Dañan nuestro legado institucional? Estas normas prohibirían indefinidamente la suspensión del recurso de habeas corpus y exigirían que todas las detenciones, por las autoridades civiles o militares, fuesen sometidas a revisión judicial. Aquellos deprivados de derechos -ciudadanos y no ciudadanos- no deben nunca perder el derecho a un abogado.

Otro punto, que creo es crucial: Las reglas no son suficientes para prevenir el abuso de poder, dice Ignatieff. No funcionarán "a menos que el sentido de responsabilidad sea compartido ampliamente por los funcionarios públicos... El carácter es decisivo". Mi propia experiencia lo confirma. Los subsecretarios de Justicia que yo conocí en el pasado, durante gobiernos de los dos partidos -pienso por ejemplo en Simon Sobeloff y en J. Lee Rankin, bajo Eisenhower, y Archibald Cox, bajo Clinton- no habrían argumentado ante la Corte Suprema que el derecho de José Padilla a un abogado no era un problema, en su caso, porque se le había permitido ver a su abogado mientras funcionarios de gobierno participaban en la reunión. Edward Levi, el subsecretario de Justicia del presidente Ford, un verdadero conservador, no habría dicho nunca que expresar preocupación por la pérdida de los derechos civiles en la guerra contra el terror era lo mismo que ayudar a los terroristas.


"El punto de la ética", dice Ignatieff, "es permitirnos encontrar la realidad del mal sin sucumbir a su lógica, a combatirlo con males menores regulados constitucionalmente, sin caer presa de los mayores".
El terrorismo aterroriza porque pone de revés lo que consideramos como instintos básicos de la humanidad. Celebra la muerte en lugar de la vida. Pero abandonar nuestras propias creencias debido al temor, es una victoria del terrorismo.
"Cuando los terroristas golpean a las democracias constitucionales", escribe Ignatieff, una de sus intenciones es persuadir a los electorados y élites que la fortaleza de esas sociedades -el debate público, la confianza mutua, las fronteras abiertas, y las garantías constitucionales- son sus puntos débiles. Cuando las fortalezas son vistas como debilidades, es fácil abandonarlas... Simplemente quiere decir que aquellos que están a cargo de las instituciones democráticas deben hacer su trabajo. Necesitamos jueces que entiendan que la seguridad nacional no es una carta blanca para la derogación de los derechos individuales, una prensa libre que dé con informaciones que el Ejecutivo puede querer alterar u ocultar...

Despojada de sus sofisterías, la posición legal de la administración de Bush es que en la lucha contra el terror, el fin justifica los medios. "Contra esa perniciosa doctrina", dijo el juez Brandeis hace 75 años, "esta Corte" -podríamos decir, este país- "debe oponerse resueltamente".

Libros y artículos comentados:
The Lesser Evil: Political Ethics in an Age of Terror
Michael Ignatieff
Princeton University Press, 212 pp., $22.95

The Year of Living Dangerously: A Liberal Supporter of the War Looks Back
Michael Ignatieff
The New York Times Magazine, 14 marzo 2004

28 abril 2004 ©new york review of books ©traducción mQh

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