Blogia
mQh

coyotes e ilegales en el mar


[Ginger Thompson & Sandra Ochoa] Edernales, Ecuador. Una nueva, poco conocida y peligrosa ruta por mar desde las tierras altas de Ecuador a Estados Unidos, permite a los coyotes (que organizan los viajes de emigrantes ilegales) transportar a cientos de miles de trabajadores que quieren forjarse un futuro en ese país.
Una luz roja, apenas visible, hizo que el capitán William se volviera tan malo como el demonio.
Era el cuarto día de un viaje ilegal por mar. Héctor Segura iba al timón de un viejo y desvencijado barco pesquero, sobrecargado con doscientos cinco pasajeros: todos emigrantes de Ecuador, todos con la esperanza de llegar a Estados Unidos. El distante parpadeo, pensó Segura, era la ley.
Empujó apresuradamente a su carga humana al fétido, apiñado y oscuro espacio debajo de la cubierta y les advirtió que no se asomaran. Desde esa noche, redujo sus raciones de alimento y agua porque estaba preocupado de que si quería evitar ser capturado deberían quedarse en el mar más tiempo del que habían pensado y quería cerciorarse de que los magros recursos del barco fueran suficientes.
Con dolor de estómago y las lenguas resecas, algunos de los emigrantes comenzaron a llamar ‘El Diablo' al capitán. La mayoría, sin embargo, lo aceptaban como un mal necesario.
Para ellos, él era un coyote, o un coyotero, un eslabón en una cadena de contrabandistas que guían a los emigrantes desde las tierras altas de Ecuador hasta la costa del Pacífico y Guatemala, para luego cruzar México por tierra y entrar a Estados Unidos por alguna de las fronteras del desierto. Muchos de los viajeros de su embarcación tenían Queens como destino.
En colaboración con The New York Times, una reportera de El Tiempo, un diario de Cuenca, Ecuador, hizo la travesía de ocho días, que cubre dos mil kilómetros desde una cala cerca de este desaliñado balneario costero ecuatoriano hasta la costa norte de Guatemala. Su viaje como pasajero de contrabandistas -y a veces rehén de ellos- nos ofrece una rara mirada en el interior de una pequeña parte de una vasta cadena que transporta cada año hacia Estados Unidos a un sinnúmero de emigrantes.
De cerca, el transportista de emigrantes típico no se parece en nada al sofisticado y violento genio maligno de los retratos de las agencias policiales estadounidenses. La mayoría de ellos no terminó la escuela secundaria. Van a menudo desarmados. Los motiva la misma pobreza que empuja a los emigrantes a abandonar sus pueblos.
Los contrabandistas manejan un negocio de pobres para pobres, que se apoyan en la voluntad y en barcos de madera para trasladar a miles de personas. No siempre son depredadores de los emigrantes. Su negocio se basa en la confianza que han construido las comunidades que han enviado emigrantes a Estados Unidos durante décadas.
David Kyle, un experto en el contrabando de emigrantes de la Universidad de California, dijo que los gobiernos latinoamericanos, que se han hecho dependientes del dinero que envían a casa los emigrantes, no hacen más que luchar cosméticamente contra los contrabandistas e incluso celebran a los emigrantes ilegales como si fueran héroes nacionales. En Estados Unidos, la lucha contra el contrabando choca con poderosos intereses económicos que dependen de los trabajadores ilegales.

Peter Andreas, autor del libro ‘Border Games: Policing the US-Mexico Divide', calificó las actividades en la frontera como una "política que conduce al fracaso que es políticamente exitosa" -exitosa en que transmite una imagen de acción agresiva, y en que es un fracaso a la hora de parar sea a los contrabandistas o a sus pasajeros.
La Policía de Fronteras de Estados Unidos informó en junio que el número de inmigrantes detenidos en la frontera con México en los últimos seis meses hasta abril había aumentado a cerca de 660.000, de los 505.000 del año pasado. El gobierno de Estados Unidos cita a menudo las cifras de detención como un modo de medir la inmigración ilegal.
"Básicamente estamos matando moscas", dijo un alto funcionario del departamento de Seguridad Nacional estadounidense. "Fundamentalmente estamos completamente sobrepasados por esas cifras. Están simplemente arrollándonos".
En realidad, en toda América Latina, se asiste a un auge de los contrabandistas de gente como el capitán del ‘William', a pesar de las medidas represivas de un coste de varios billones de dólares puestas en vigor en las fronteras norteamericanas después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 -o más bien, a causa de ellos.
Los inmigrantes, empujados por las titubeantes economías de sus países y enfrentándose a controles fronterizos reforzados y a la seguridad de los aeropuertos en todo Centroamérica hasta Río Grande, se están volviendo hacia los contrabandistas para que los guíen a lo largo de rutas cada vez más remotas y peligrosas. La mayoría de ellos cruza América Central y México.
Funcionarios norteamericanos y mexicanos informan de un alarmante aumento de brasileños que huyen hacia Ciudad México y luego, por tierra, hacia Estados Unidos. El flujo de cubanos que busca llegar a Estados Unidos, donde pueden obtener asilo casi automáticamente, ha comenzado a desviarse del sur de Florida hacia rutas que pasan por los atiborrados balnearios mexicanos en Yucatán que luego enfilan hacia el norte, hacia Tejas.
Funcionarios de inmigración han comenzado también a encontrar a europeos del Este en el norte de México, en dirección a Los Ángeles.
Entre esas rutas de contrabando, dicen las autoridades militares y de inmigración estadounidenses, el viaje por mar de los ecuatorianos es uno de los menos visibles y de más rápido crecimiento en América Latina. En los últimos cuatro años, al menos 250.000 personas han abandonado Ecuador en barcos pesqueros, dicen. Es casi 10 veces más que los 27.000 haitianos que llegaron en barcos pesqueros a Estados Unidos en los 1990.
Con el aumento tan rápido de la demanda por los servicios de los contrabandistas, también han subido sus ganancias. Autoridades de inmigración de Ecuador, México y Estados Unidos calculan que el contrabando de gente en el hemisferio genera unos 20 billones de dólares al año, un volumen sólo superado por el contrabando de drogas.
Normalmente, los ecuatorianos pagan entre 10.000 y 12.000 dólares por un billete de viaje hacia Estados Unidos, ofreciendo a menudo sus casas o pequeñas propiedades agrícolas como garantías de pago a los prestamistas, llamados chulqueros, que suelen imponer intereses exorbitantes.
Para muchos, el viaje de varios meses comienza con ocho a diez días en el mar. Los emigrantes salen de las pobremente custodiadas playas de Ecuador, ponen rumbo occidente hacia las Islas Galápagos, giram luego hacia el norte, hacia Guatemala, donde la geografía y una corrupción desenfrenada hacen del país un sitio tan popular como México como puerto de tránsito de drogas, armas y gente.
El viaje es peligroso. Las aldeas a través del sur de Ecuador abundan en historias de gente que se marchó a Estados Unidos y que desapareció en el camino. Cuatro años atrás, funcionarios ecuatorianos condujeron una inusual investigación sobre un naufragio en el norte de Guatemala en el que murieron al menos 26 personas. La mayoría de los informes de muerte son simplemente ignorados.
Cientos de cuerpos no identificados, que muchos creen que son ecuatorianos, han aparecido en las playas y han sido enterrados por los residentes en un cementerio junto al mar, con la leyenda "XX".

La Economía De Los Contrabandistas
Cada viaje ilegal desde el Ecuador implica la colaboración de varios grupos de contrabandistas, que buscan pasajeros y se unen luego para alquilar un barco. Muchos de los grupos surgen de familias extensas. Los lazos de parentesco y de vecindad mantienen unidos a los jefes, a los guías, a la tripulación de los barcos, a los choferes y a los encargados de las casas de seguridad de los emigrantes que avanzan por la ruta norte, y esos vínculos se pasan de mano en mano a lo largo del camino.
Uno de los grupos más importantes involucrados en el viaje de enero del ‘William' estaba dirigido por una joven mujer llamada Rosa Hipatia Zhingri Angamarca. Dirige su negocio desde Cuenca, una pintoresca ciudad colonial en los Andes ecuatorianos.
En una entrevistas telefónica, la señora Zhingri, 30, madre de dos niños, reconoció que se dedicaba al contrabando de emigrantes. Pero se describió a sí misma como una buena coyote. Dijo que se aseguraba de que sus clientes viajaran sin accidentes, si no cómodamente. Si sus clientes eran interceptados por las autoridades antes de llegar a sus destinos, dijo, les ofrecía hacer uno o dos intentos más sin costes adicionales.
"Sólo estoy tratando de ayudar a la gente", dijo. "No de causarles daño".
El auge y ocaso y nuevo auge de su propia familia corre paralelo a la combativa región donde hace sus negocios. Hasta hace cinco años, dijo, su padre dirigía con éxito una compañía de autobuses. La grave crisis de 1999 causó la caída en picado del precio del petróleo y los billones de dólares en daños causados por las tormentas, precipitó la economía a la ruina. Ecuador adoptó el dólar como su moneda nacional en un intento por frenar una inflación desenfrenada. Pero los salarios de los ecuatorianos descendieron a la mitad, afectando gravemente a las familias que apenas podían llegar a fin de mes.
La señora Zhingri dijo que la firma de buses de su padre quebró. Sus amigos le invitaron a meterse en el floreciente negocio de los emigrantes. Su padre había sido un emigrante, dijo. Viajó a Nueva York, donde trabajó en restaurantes. Por eso tenía contactos que podían ayudar a mover otros.
El negocio del contrabando ha sido bueno para la familia Zhingri, y llevó nuevos signos de vida a una región de otro modo agonizante.
El Banco de Desarrollo Interamericano informa que los emigrantes envían casi 1.5 billones de dólares al año a Ecuador, la segunda fuente de divisas extranjeras después del petróleo. El dinero ha pagado las mansiones estilo Nueva Inglaterra que ahora se extienden a través de los viejos campos de patatas. Ha pavimentado calles y ha pagado los brillantes coches deportivos.
Pero hay pocos hombres fuertes. La mayoría se ha marchado a trabajar a Estados Unidos. Las mujeres y niños seguirán despiués, en tropel.
La señora Zhingri dijo que su familia lleva una vida decente, sin lujos extravagantes. Dijo que se ocupó del negocio de su padre el año pasado porque él tenía ya 60 años y sufría de diabetes.
Accedió a hablar con una periodista norteamericana, dijo, porque quería dejar en claro que ella no era una baronesa del contrabando.
"Los grandes coyotes son los que tienen hoteles y agencias de viaje y coches lujosos", dijo. "Yo no tengo nada de eso".
Cuando le pregunté si ella había viajado a Estados Unidos, Guatemala o México utilizando las mismas rutas por las que enviaba a tantos otros, rió y dijo: "No he ido ni siquiera a Guayaquil", la ciudad portuaria en el sur de Ecuador.
Autoridades de inmigración estadounidenses en Ecuador, sin embargo, han asociado a la señora Zhingri con varias embarcaciones capturadas mientras sacaban a gente de Ecuador, e identificaron a su familia como de las mafias contrabandistas más importantes de la provincia de Azuay. En operaciones conjuntas con otros clanes contrabandistas, las autoridades calculan que la Zhingri organiza al menos dos viajes de ilegales al mes.
"No sé por qué dicen eso sobre mí", dijo la señora Zhingri. "Yo mando a gente, no lo niego. Pero no mando la cantidad de gente que dicen ellos. Yo envío dos o tres personas por vez".
Al menos treinta personas en el ‘William' dijeron que eran clientes de la señora Zhingri. Uno de ellos, una mujer llamada Blanca Chipre, dijo de la familia Zhingri: "Son millonarios".
El viaje de enero del ‘William', por el que los doscientos cinco emigrantes pagaron una tarifa promedio de diez mil dólares cada uno, manejó un volumen de cerca de 2 millones de dólares.
Cuando le pedí que explicara la división del dinero, la señora Zhingri dijo que el dueño del barco recibía alrededor de mil doscientos dólares por pasajero, más que suficiente para cubrir los costes de la embarcación en el caso de que sea interceptada o hundida por las autoridades.
Alrededor de ochocientos dólares van a los contrabandistas en Guatemala, dijo, que se encargan de recoger a los emigrantes de las playas y se ocupan de su alimentación y alojamiento.
Los emigrantes pagan alrededor de dos mil dólares en guías y en operadores de casas de seguridad que los ayudan a cruzar México. Pagan dos mil dólares al llegar finalmente a Los Ángeles, un centro del contrabando considerado el comienzo del fin del viaje. Desde ahí los inmigrantes cogen aviones, autobuses y coches para todo Estados Unidos.
La señora Zhingri dijo que su parte era de mil a dos mil dólares por emigrante.
"Es buen dinero si el emigrante lo logra en el primer viaje", dijo. "Si lo agarran y lo envían de vuelta, tengo que mandarlo de nuevo a mis expensas y no gano casi nada".
Ningún reportero vio a la señora Zhingri durante la planificación del viaje de enero del ‘William'. Pero los viajeros y sus guías hablaron a menudo de ella.
La periodista ecuatoriana obtuvo un billete a través de uno de sus intermediarios, un representante de coches llamado Jorde Ordoñez.
El joven Ordoñez, con gel en el pelo y vaqueros arrugados, y una cara chaqueta de cuero, pasa las tardes en una playa de estacionamiento en la bulliciosa Avenida de las Américas de Cuenca. Pero el dinero de verdad lo hace vendiendo pasajes ilegales a gente que quiere emigrar.
La periodista ecuatoriana se reunió con él en enero para reservar un billete hasta Guatemala. Negociaron sobre el asiento trasero de un jeep. El trato tomó menos de veinte minutos.
Ordoñez dijo que la tarifa para el viaje en barco era de dos mil seiscientos dólares. El precio era mucho más alto de lo que paga la mayoría por un pasaje de ida, dijo, porque tuvo que correrla arriba en la larga lista de espera de gente desesperada por salir del país. Accedió a ser pagado en contante y en cheques viajeros. Cuando se le preguntó por garantías de que el barco estaba en buen estado, las dio.
"No hay nada de que preocuparse", dijo. "Estos botes no se parecen en nada a lo que has oído. Son un poco incómodos, pero seguros. Son los que usamos siempre".
Es fácil encontrar en las tardes grupos de gente pobre, pescadores descontentos y marinos que se reúnen en una sucia plaza junto al mar en la ciudad portuaria de Manta, esperando cruzarse con alguien que le ofrezca algún trabajo. El trabajo es escaso, dicen. La paga normal es de cien dólares al mes.
Para hombres como estos, el contrabando de emigrantes ofrece una pequeña fortuna. Santo Cabeza, 55, dijo que había trabajado como cocinero en varios barcos de ilegales, incluyendo el ‘Ronald', y gana alrededor de mil dólares con cada viaje. Fortunato Mero, en sus sesenta, dijo que ganaba la misma cantidad como maquinista en una embarcación de emigrantes llamada ‘Calamar'. Ángel Sevillana dijo que le habían ofrecido mil dólares para capitanear el ‘Narcisitá de Jesús'.
Una sofocante tarde de diciembre uno de los pescadores más abiertos en la plaza era Héctor Segura, un hombre alto y larguirucho con la cabeza llena de esponjosos rizos negros, padre de dos pequeños. En una conversación con la reportera norteamericana, negó haber trabajado en un barco de ilegales y dijo que, por sus hijos, no lo haría nunca.
Sin embargo, dijo que simpatizaba con aquellos que sí lo hacían. Dijo que los pescadores eran empujados al contrabando por las mismas razones que muchos emigrantes son empujados a dejar sus pueblos.
"No lo piensan una o dos veces, sino mil veces, antes de hacerlo", dijo Segura sobre la decisión de los pescadores de transportar a los emigrantes a través del océano. "Pero qué otra cosa pueden hacer: ¿aceptar que se les pague centavos por su trabajo y dejar que sus hijos mueran de hambre? O trabajan con los coyotes, o viven en la miseria. Es así de simple".
De hecho, la triste realidad y las olas de emigrantes que dejan Ecuador han transformado mucho del litoral de mil ochocientos kilómetros del país. Ciudades costeras arenosas como Pedernales, varias horas al norte de Manta, bullen de prostitutas, traficantes y turistas pobres y se han convertido en importantes áreas de emigración ilegal.
Los residentes dicen que los coyotes empezaron a llevar a emigrantes a calas aisladas en los alrededores de Pedernales hace unos cincos años, después de que una plaga terminara con la prometedora industria de camarones. Los pescadores desempleados se apresuraron a asegurarse una pega en los barcos de ilegales. Las familias convirtieron los cuartos de invitados en refugios y los bungalows de techo de paja en restaurantes.
Un sábado por la mañana en enero no había ni una sola mesa ocupada en el restaurante Magdalena, junto al mar. Pero los propietaros, José Moreira y su esposa, estaban friendo una tinaja de pescado.
Sus clientes, explicó, no siempre pueden llegar al restaurante. A menudo acampan en las playas en las afueras de la ciudad, esperando los barcos. Allá les lleva los pedidos.
"Seguro, me duele ver que mi gente se vaya, especialmente los que son muy, muy jóvenes", dijo Moreira. "Pero, ¿qué puedo hacer? No hay nada que yo pueda hacer para pararlos. Así que mientras están aquí, les ayudamos, y ellos nos ayudan a nosotros".
El segundo domingo de enero un nuevo flujo de emigrantes comenzó a llegar desde las montañas. Llegaron en buses privados y en camiones de ganado. Algunos se fueron directamente a la playa. Otros entraron a hoteles locales para darse una ducha y echarse una siesta. Luego hicieron cola en los teléfonos públicos para llamar a sus familiares, o a sus coyotes.
"No hables con nadie", le dijo Marco Zhringri a la periodista ecuatoriana que había reservado un pasaje y llegado a Pedernales a esperar la partida. "Si la gente te pregunta qué haces aquí, di que eres una turista de visita en la playa".
Sin embargo, pronto quedaría claro que los planes de los emigrantes eran secretos públicos. Los recepcionistas piden un avance de ocho dólares por habitación en el Hotel América, un edificio de cinco pisos que ocupa toda una manzana cerca del centro de la ciudad. Unos extraños llamaron a la puerta para preguntar de quién éramos pasajeros y cobrar los dos dólares para el autobús que llevará a los emigrantes a la playa aislada desde la que zarparán.
Las mucamas trataban de sonsacar sus secretos a pasajeros que nunca habían visto antes. "¿Cuándo sale?", preguntó una mucama mientras colgaba un mosquitero en la habitación 217. "Aquí, a veces, la gente espera durante semanas la llegada de un bote".
Un niño, de alrededor de diez años, la ropa planchada y los zapatos lustrados como si fuera a catequesis, parecía ocuparse de pequeños asuntos relacionados con la seguridad, ayudando a que nadie se acercase a molestar a los emigrantes y de que ellos no hablasen con extraños que pudiesen estropear el plan.
El niño siguió a la reportera ecuatoriana cada vez que ella salió del hotel. Se quedó afuera del restaurante mientras la periodista almorzaba. Estuvo parado en una esquina cuando ella llamó desde un teléfono público. Y la siguió cuando ella se fue de paseo por una calle del mercado.
La periodista estadounidense, que se había quedado en la ciudad para vigilar a su colega, fue seguida por al menos cinco individuos en un camión rojo con los cristales opacos. Aparcaron frente al hotel hasta el alba, bebiendo a grandes tragos de una botella de whisky escocés Old Parr.

La Economía A Bordo
A las diez de la noche el sonido de los golpeteos a la puerta llenaron los pasillos del Hotel América, llamando a los huéspedes en las habitaciones. Se precipitaron en fila india hacia abajo por las escaleras, como si estuvieran obedeciendo a una alarma de incendio, para abordar un autobús que esperaba enfrente. Zhingri, un hombre de rasgos oscuros y tapizado de joyas de oro, subió a bordo cuando se ocuparon todos los asientos.
El bus arrancó a velocidad de escape y, con los focos apagados, atravesó en dirección norte una carretera de dos vías. Alrededor de veinte minutos más tarde, Zhingri ordenó parar al chofer y le dijo a los emigrantes que corrieran hacia la playa a través de los árboles. "Confíen en mí", dijo. "Estarán en Guatemala en una semana".
El ‘William' esperó a varios kilómetros adentro. Desde lejos se veía bien: grande y ancho. Pero una vez que los emigrantes fueron transportados a él en pequeñas lanchas con motor fueraborda y empezaron a acomodarse a bordo, se dieron cuenta de que no era lo suficientemente grande.
Cuando la bodega de equipaje comenzó a llenarse, unos pasajeros gritaron que no había más espacio. Una pareja trató de bloquear la escotilla.
Uno de los tripulantes sofocó el pequeño motín. Saltó al foso y apartó a patadas a los pasajeros.
"Apártense", gruñó. "Hay un montón de gente que tiene que caber aquí abajo". Entonces el piso de la parte anterior de la bodega de cargo se hundió, y los pasajeros cayeron dando tumbos en el casco.
Uno de ellos encendió una linterna, que permitió a los emigrantes ver el interior de la embarcación a la que habían confiado que les transportara a mejores vidas. Parecía un ataúd flotante: las tablas del piso estaban podridas, las vigas rotas y hacía agua por todas partes.
La linterna se apagó. Unas oraciones cuchicheadas comenzaron a llenar la oscuridad, y continuaron hasta el amanecer.
Luego comenzaron a salir lentamente a cubierta a estirarse. Estaban espantados de cuántos eran: más hombres que mujeres, la mayoría en sus veinte y treinta. Pero también había caras más viejas, y algunos jóvenes no parecían haber terminado la escuela básica.
Y nadie parecía más asombrado por la cantidad de pasajeros que el propio capitán, que resultó ser Héctor Segura, el mismo pescador de pelo esponjoso de Manta que juraba que nunca había sido un contrabandista y nunca lo sería. La reportera ecuatoriana a bordo, sin embargo, no era la misma que la que había encontrado en el parque. La ecuatoriana pudo viajar durante al menos cinco días sin revelar sus conexiones con The New York Times.
Fue inmediatamente evidente para todos a bordo que el señor Segura era un experimentado contrabandista. Hizo un rápido conteo visual de los pasajeros y calculó que había por lo menos cincuenta más de lo programado. Había suficiente combustible, dijo, y suficientes alimentos y agua, pero muy poco espacio para tanta gente.
"No va a ser un viaje cómodo", dijo.

Horrorosa Travesía, Capitán Hablantín
Sus palabras fueron un subentendido.
Cada hora que pasaba se hacía más insoportable. Las comidas eran justo lo suficiente como para abrir el apetito: un puñado de galletas saladas y un pequeño cubito de queso al desayuno; un insípido estofado de verduras con una pequeña ración de sardinas y arroz al almuerzo; lo mismo a la cena.
Las encrespadas olas y la asfixiante humedad pronto se cobraron sus víctimas entre los pasajeros que nunca habían visto el mar antes, mucho menos cruzado. Se pusieron pálidos. Se les resecó la boca; les salieron ampollas en los labios. Se quejaron de mareo, náuseas y diarrea. Un olor fétido lo inundaba todo: el único retrete del barco, la cocina, y especialmente la bodega de cargo.
Hacia el tercer día muchos de los pasajeros se quedaron sin las botellas de agua que habían subido a bordo y sin los paquetes de nueces y frutas secas con las que se sostenían entre comidas.
El malestar se esparció. Estaba claro que el agua a bordo no era buena -había partículas flotando en todos los vasos-, pero era lo único que se tenía para beber. Muchos de los pasajeros dijeron que si hubiesen sabido que la iba a pasar tan mal, no se habrían embarcado nunca.
Un joven pasajero llamado Vinicio dijo que él había pasado por peores. Parecía de quince, pero dijo que era un veterano en esto de emigrar. Había tratado antes de llegar a Estados Unidos, dos veces por tierra y una por mar. Pero las autoridades lo habían atrapado y enviado de retorno a Ecuador.
Para él, su casa estaba en Queens. Vinicio no había estado nunca allí. Pero era donde vivían sus padres y sus dos hermanos mayores, dijo, y haría todos los viajes que fuera necesario para llegar a ellos.
La mayoría de los miembros de la tripulación mostraron simpatía por los pasajeros mareados. Les ofrecieron agua extra, doble ración y lugares más seguros donde dormir a bordo a los más afligidos. Eran una abigarrada mezcla de viejos desdentados, como el técnico del barco y sus hijos Fernando y Giovanni, en sus veintes, que trabajaban como cocineros. Otro viejo, en los setenta, ayudaba con la navegación y miraba películas pornográficas en un pequeño televisor mientras estaba al timón. La tripulación lo llamaba Don Juanito.
Otro navegante, en sus cincuenta, era Chapulete, y parecía ser el segundo hombre a cargo.
Los hombres de la tripulación prestaron desde la primera noche especial atención a las mujeres más guapas a bordo. Dijeron que les dolía ver a las mujeres atiborradas abajo en la bodega de cargo. Les ofrecieron frutas y caramelos. Las dejaron mirar un dvd de ‘The Matrix'. Y todos ellos invitaron a alguna mujer a dormir en sus abrigadas y secas literas.
Después de cuatro noches en la bodega de cargo varias mujeres desesperadas aceptaron. Una vez que se durmieron, los tripulantes se metieron en sus camas y las forzaron a tener sexo.
Muchos de los tripulantes han estado viviendo como contrabandistas en el ‘William' desde hace años. Se agasajan unos a otros con historias de triunfos sobre la ley con cargamentos de electro-domésticos, whisky y ropa que traen de Panamá para vender en los mercados callejeros de Guayaquil.
Dijeron que el ‘William' hizo el año pasado al menos ocho viajes de ilegales. En diciembre, recordaron, oficiales de la Guardia Costa estadounidense pararon y revisaron el ‘William', pero su tripulación ya había desembarcado sus pasajeros en Guatemala y se les permitió continuar viaje.
El capitán Segura era nuevo en el grupo. No había trabajado antes con esta tripulación y no era dueño del barco. Mantenía sus distancias, dejando en claro a la tripulación que él era su capitán, no su amigo. Escuchaba sus historias, pero no contaba nada sobre su pasado. Evitaba a los pasajeros, a menos que hubiera un problema.
No dijo su nombre verdadero; dijo que se llamaba Johnny. Pero una noche estrellada, a mitad de viaje todavía, le permitió a un pasajero, a la periodista ecuatoriana, entrar a la cabina y hacer preguntas básicas sobre navegación. Le mostró cómo usar una conexión por satélite y la electrónica para mantener el curso de la travesía. Abrió un mapa y le mostró la ruta a Guatemala.
Contradiciendo lo que le había contado a la periodista norteamericana semanas antes, no ofreció ninguna excusa cuando se le preguntó por qué se había dedicado al contrabando de emigrantes. Dijo que lo hacía por el dinero. El contrabando era el modo más rápido y fácil de hacer buen dinero, dijo. Luego preguntó a la periodista de dónde sacaba el dinero para pagar el viaje. Ella le dijo que un amigo estadounidense le había prestado el dinero, y le dijo el nombre del amigo. Era un nombre que no tardó en reconocer por su encuentro en la plaza de Manta. "Es una reportera del New York Times", dijo.
La periodista ecuatoriana se paralizó. El capitán sólo sonrió y murmuró algo sobre lo chico que era el mundo. Pero no la amenazó. En la mitad del océano, sin nada más que una diminuta libreta de notas, la reportera debe haber parecido un riesgo mínimo en comparación con los problemas a los que podría enfrentarse si algo le pasaba a ella.
No dijo por qué exactamente, pero se abrió incluso más.
"Mi nombre no es Johnny", dijo. Contó que había estado conduciendo barcos de ilegaleses desde que comenzara a florecer el éxodo cuando la economía cayó en picado a fines de los 1990. Fue arrestado a bordo de un barco de ilegales y debió pagar una multa de tres mil dólares. Le quitaron su licencia de navegante de por vida.
Se consiguió un licencia falsa sin problemas, y volvió a su trabajo. Solo con este viaje, dijo, ganará ocho mil dólares. Dijo que ya se había construido una bonita casa para sus hijos y que los estaba enviando a escuelas privadas.
"No quiero ser millonario y comprarme un coche nuevo todos los años", dijo el capitán Segura. "Quiero tener una buena vida. Quiero darles oportunidades a mis hijos, y eso es lo que estoy haciendo".
Entonces divisó una parpadeante luz roja en la distancia. Saltó de la cabina y ordenó a todos los pasajeros volver a la bodega de cargo abajo, sin excepciones.

De Pasajeros A Rehenes
Después de eso todo cambió. La tensión llenó los últimos días de viaje. El capitán regañó a la tripulación cuando los atrapó haciendo favores a los pasajeros enfermos y débiles. Y casi provocó un motín cuando dijo que las mujeres no podían dormir en las literas de los marinos.
Un miembro de la tripulación, un navegante de edad mediana, Chapulete, dejó su puesto.
"No me gusta cómo trata a los pasajeros", le dijo al capitán Segura. "Desde ahora, yo soy uno de ellos".
Estaba claro que la amabilidad de la tripulación era sólo parcialmente genuina, y la mayor parte de las veces era teatro. Como el capitán, también estaban obsesionados por la luz roja. Si los atrapaban, los emigrantes eran su puerta hacia la libertad.

El plan era simple: si las autoridades abordaban el barco fugitivo, los emigrantes dirían que la tripulación los abandonó en alta mar. Los miembros de la tripulación se confundirían con los pasajeros y guardarían silencio. Si todos repetían la misma historia, la tripulación sería enviada de vuelta a Ecuador junto con el resto de los emigrantes.
Pocos emigrantes, sin embargo, parecían dispuestos a proteger al capitán Segura, que se había hecho muy antipático.
"Si nos agarran", dijo Chapulete con sorna, "los emigrantes dirán a la policía que usted es el capitán del barco. Por culpa de usted nos meterán a todos en la cárcel".
Dos días más tarde el capitán dijo que estábamos cerca de destino y la tensión se alivió un poco.
César Escandón, un guía de la ciudad ecuatoriana de Naranjal, había sido contratado por el clan Zhingri para acompañar al grupo de ilegales del ‘William' de Minneapolis a Nuevo México. Usó el mapa del capitán para mostrar a los emigrantes el largo viaje que todavía quedaba por hacer. Les enseñó a hablar español como mexicanos: una chaqueta en México se llama chaqueta, no chumpa. El presidente de México se llama Vicente Fox.
Luego les ordenó quitar las etiquetas de sus ropas y de los productos de higiene personal hechos en Ecuador.
Los emigrantes ayudaron a la tripulación a pintar un nuevo letrero en un costado del ‘William', rebautizándolo ‘Blanca Viviana', de modo que la embarcación no pudiera ser reconocida si topábamos con las autoridades. Cantaron canciones, contaron chistes e incluso sacaron sus últimos alijos de golosinas para celebrar un cumpleaños.
En lugar de tarta, los emigrantes ofrecieron a Norma, de 22 años, una bandeja con montones de uvas pasas, nueces y chicles. Cantaron en inglés el ‘Happy Birthday' en honor a la vida que les esperaba más adelante, y regalaron a la festejada una chalina con las estrellas y franjas de la bandera estadounidense.
Al amanecer del octavo día los pasajeros finalmente tocaron tierra firme en una remota playa de Puertco Ocós, a tiro de piedra de la frontera guatemalteca con México. Tenían la boca reseca y las piernas débiles. Un grupo de hombres armados de aspecto desaliñado comenzaron a ladrar a los cansados pasajeros y a reunirlos.
"¡Arriba! ¡Nos vamos!"
Otro hombre, Wilber Guerra, con un corte a la moda y vaqueros blancos, supervisó la estampida desde un brillante coche deportivo rojo encaramado en una duna más adelante. Cuando se acercaron los emigrantes dejó de hablar y les ordenó guardar calma y ocultarse. "Si alguien les ve", dijo, "serán deportados".
Un viejo camión de ganado rojo pasó por entre las palmeras. Luego comenzaron nuevamente los ladridos.
"¡Arriba! ¡Nos vamos!"
Los hombres armados subieron a los emigrantes en la parte de atrás del camión. Algunos de los emigrantes bromearon diciendo que hubiesen preferido viajar con el tipo de corte a la moda.
"Bonito coche", susurró un hombre. "Me voy a comprar uno de esos cuando encuentre trabajo en Estados Unidos".
En menos de quince minutos, el traspaso terminó. No había nadie en la playa. El único signo de que ahí se había desembarcado eran las botellas de agua de los ecuatorianos y los envoltorios de los caramelos ecuatorianos que quedaron en la arena. Otros doscientos cinco emigrantes habían avanzado otro tramo de la ruta ilegal hacia Estados Unidos.
Guatemala sería una pausa para muchos de ellos. Alojarían en casas de seguridad durante unos días, y luego serían entregados a otras células del contrabando, cuyo trabajo era cruzarlos a través de la poco custodiada frontera de México.
Agentes de policía, a los que según Guerra se les había sobornado, saludaron con la mano en un puesto de control al borde de Puerto Ocós. La mitad de los emigrantes fueron llevados a un destartalado edificio de dos pisos detrás del camposanto municipal de Tecun Umán.
Era un lugar húmedo y vacío, con solo unas pocas sillas de plástico y una televisión. A los emigrantes se les entregaron sábanas y se les dijo que dormirían en el suelo de cemento.
Guerra administraba la casa con su esposa, Yomara. Después de ocho días en el ‘William', parecía el paraíso. Los emigrantes se hacían ilusiones con las promesas de medicinas para los enfermos, de agua limpia para asearse, de camisetas y pantalones limpios, alimento que no saliera de una lata y suficiente espacio para estirar las piernas.
Entonces la reportera ecuatoriana pidió permiso para irse. Mantuvo su historia de que era una emigrante y explicó que había pagado por el transporte sólo hasta Guatemala, agradeció a Guerra por haberla transportado y pidió que la dejaran ir.
Pero Guerra y su esposa se negaron. La reportera se dio cuenta entonces de que de hecho se había transformado en una rehén, como los otros emigrantes, hasta que se controlara que había abonado todo lo que debía por el viaje.
Había un enorme candado y cadenas en el portal. Había cámaras de seguridad instaladas a la entrada y en el techo de cada una de las habitaciones para espiar los movimientos de los emigrantes.
Después de una llamada por teléfono a Ecuador, Guerra le dijo a la periodista que todavía le debía quinientos dólares. Cuando ella protestó, diciendo que había pagado todo, Guerra se puso firme. Finalmente la dejaron ir después de una ráfaga de llamadas telefónicas entre Tecún Umán y Cuenca, donde un editor de El Tiempo, el diario de la reportera, pagó el dinero adicional a Ordoñez, el vendedor de coches. Le dio el dinero a la señora Zhingri, que participó ella misma en una parte de las negociaciones. Guerra liberó a la periodista ecuatoriana sólo cuando la señora Zhingri confirmó el pago.
La situación fue similar para los otros pasajeros del ‘William'. La mayoría de ellos sólo había pagado la mitad de los dos mil dólares que costaba el billete. También ellos sólo podrían continuar viaje después de que sus familiares hubiesen pagado el resto a los contrabandistas en Ecuador. Entretanto, pertenecían al señor Guerra.
Les cobró todas las llamadas telefónicas: dos minutos a Estados Unidos o Ecuador costaban entre cinco y veinte dólares, dependiendo de su humor. Barras de jabón de viaje y botellas de champú, un dólar cada una. Unos vaqueros azules de segunda mano, diecisiete dólares: tres veces lo que gana un ecuatoriano al día.
Tres días después de llegar a Guatemala, la casa de seguridad todavía estaba zumbando de actividad. Algunos planeaban en torno al teléfono, esperando llamadas de sus familiares, mientras otros se preparaban para partir.
Un firme flujo de nuevos contrabandistas llegaron a recoger a los emigrantes en grupos de a tres o cuatro para guiarlos a través de México.
Los contrabandistas sacaron fardos de billetes de sus calcetines o cartucheras de los calzoncillos para pagar a Guerra eventualidades de último minuto. Inspeccionaron a sus clientes. Un emigrante fue despojado de una camiseta de un equipo de fútbol ecuatoriano. Otro fue regañado por llevar su gorra de béisbol hacia atrás. Luego los subieron a la parte de atrás de grandes triciclos que son utilizados como taxis, y partieron.

Caminatas Y Camiones, Luego Estados Unidos
Como contaron varios emigrantes más tarde, el resto de su viaje, la etapa a través de México, no estuvo exenta de peligros. Los inmigrantes han caído debajo de trenes en movimiento y han quedado mutilados. El año pasado murió un promedio de un inmigrante por día tratando de cruzar el desierto hacia Estados Unidos.
Un inmigrante dijo que la habían subido al acoplado de un tractor junto a otros ciento cincuenta para llevarlos a una casa de seguridad en la provincia selvática de Huehuetenango, Guatemala. El cargo humano fue entonces dividido en dos grupos, dijo. El suyo partió a la puesta de sol y caminó hasta el amanecer por la selva de México.
Desde ahí siguió en un tractor hasta Puebla. Dijo que a ella y otros emigrantes les habían ofrecido unas píldoras para que no tuvieran que ir a los servicios durante el trayecto de veinte horas, y cubos por si acaso las píldoras no surtían efecto. Luego siguieron viaje en camión hasta Guadalajara, y luego hasta Cananea, en la frontera con Estados Unidos.
Caminó durante dos días y dos noches a través del desierto de Arizona, un trayecto que describió como "la parte más dolorosa" de todo el viaje. Luego se quedó varios días en una casa de seguridad de Los Ángeles, antes de volar a Minnesota.
Otros pasajeros del ‘William' están ahora trabajando como lavaplatos, cocineros y mucamas en Chicago, Newark y Queens.
El censo estadounidense de 2000 informó de una triplicación del aumento de ecuatorianos sin papeles en Estados Unidos en la década pasada, una tasa sólo superada por pocos países. Pero debido a que los ecuatorianos no desembarcan directamente en playas estadounidenses, sus movimientos no han llamado la atención. El capitán de corbeta Michael Trevett, el agregado del servicio de guardacostas estadounidense en Quito, Ecuador, dijo que no se había asignado patrullas para interceptar las embarcaciones ilegales de Ecuador, aunque a veces eran interceptadas por agentes anti-narcóticos.
Los ecuatorianos que huyen de su país tienden a desaparecer una vez que salen de sus costas. Entre los cientos de miles de inmigrantes sin papeles interceptados en la frontera estadounidense, menos del uno por ciento son ecuatorianos, dijeron autoridades norteamericanas.
Pero funcionarios mexicanos informan de una oleada de ecuatorianos que están siendo interceptados en la frontera con Guatemala. Dicen que los ecuatorianos a menudo reclaman ser guatemaltecos para evitar que los envíen de vuelta a su país natal.
El mes pasado, Gabriela Coutiño, una mujer tripulante del sur de México, dijo que las autoridades habían interceptado a diecisiete ecuatorianos ocultos en un camión maderero. Los emigrantes al principio insistieron en que eran guatemaltecos, dijo.
"Lo importante es que los paremos aquí en la fuente", dijo Salvador Briceño, el funcionario de inmigración de la embajada de Estados Unidos en Quito. "Una vez que llegan a México y Estados Unidos, desaparecen".
Algunos emigrantes desaparecen para siempre, muertos en accidentes o en estallidos de violencia entre las bandas de contrabandistas que luchan por el control de las rutas y de los clientes en Arizona. El derramamiento de sangre, sin embargo, es malo para los negocios, y hay poca evidencia de que la violencia por ejemplo tenga que ver con el tráfico de drogas.
Sin embargo, la conducta inescrupulosa se cobra un duro precio, así como la insensibilidad de muchos contrabandistas que tratan a su cargo humano como poco más que eso: carga. Para ellos, el número de muertos es menos importante que la cantidad de fardos de dólares americanos que ganan.
Guerra, al final de lo que parecía un buen día de negocios en su casa de seguridad de Tecun Umán, apenas si levantó la vista de un fardo de billetes de veinte dólares para decir adiós a un grupo de ilegales del ‘William'.
"Ya sé que me van a olvidar cuando lleguen a Nueva York", dijo. "Con suerte, lo vas a olvidar todo".

13 junio 2004
©new york times ©traducción mQh

0 comentarios