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CRISIS DE PANDILLAS EN AMÉRICA CENTRAL - mary jordan


Los motines en las prisiones reflejan una violencia más general en los países pobres.
San Salvador, El Salvador. Granadas caseras comenzaron a explotar la mañana del 18 de agosto en La Esperanza, la cárcel más grande de El Salvador, y los 3.200 reclusos encerrados en la atestada jaula se pusieron desordenadamente en fuga para escapar de las explosiones y ráfagas.
Una batalla entre 400 miembros de la mal afamada banda callejera Mara 18, y el resto de los reclusos, estalló después de semanas de tensión. Cientos de reclusos recogieron cuchillas y palos hechos de bancas de madera quebradas de la capilla y de catres de acero. Cuando terminó la matanza, 31 reclusos yacían muertos, algunos tan escalpados y mutilados que no podían ser reconocidos.
El mortífero motín fue el cuarto más importante en América Central en los últimos veinte meses. Los motines, en los que 216 reclusos fueron cortados a hachazos, decapitados, quemados y matados a balazos, constituyen la prueba más reciente de que las violentas bandas callejeras están agobiando a los países pobres de esta región. Desde vecindarios donde jóvenes agresivos y tatuados extorsionan a los temerosos residentes a prisiones descontroladas donde los pandilleros fabrican granadas, las bandas callejeras son la prioridad de seguridad pública más alta.
"La gente tiene miedo. Está afectando gravemente a nuestra sociedad", dice Wilfredo Avelena, un importante oficial de la policía salvadoreña. "Nunca se vio antes, que los presidentes de la región se reúnan a discutir el problema de las bandas callejeras".
El uso del crack parece contribuir a elevar el nivel de violencia y brutalidad de los crímenes de las pandillas en los últimos dos años, y varios gobiernos centro-americanos han respondido con masivas operaciones policiales. El presidente salvadoreño Tony Saca ha desplegado en las calles a más de mil soldados fuertemente armados para ayudar a la policía nacional en la detención de los cabecillas de las bandas, la mayoría de los cuales pertenecen a dos pandillas, Mara 18 y Mara Salvatrucha.
El problema de las pandillas en América Central tiene una larga historia que comparte con Estados Unidos. Mucha gente que huyó de las guerras civiles de la región en los años setenta y ochenta se asentó en Los Angeles, donde se unieron o formaron pandillas callejeras. En los noventa Estados Unidos aceleraró la deportación de inmigrantes centroamericanos que habían sido condenados por los tribunales.
El año pasado Estados Unidos deportó a casi dos mil personas con antecedentes criminales a este país de 6.5 millones de habitantes, dijeron funcionarios. Muchos de ellos habían vivido la mayor parte de sus vidas en Estados Unidos; estigmatizados y separados de sus familias aquí, se unieron pronto a los capítulos locales de sus bandas.
En el área de Washington, que tiene la segunda población más grande de salvadoreños del país después de Los Angeles, las actividades de las pandillas han estado creciendo. En lugar de los enormes tatuajes corporales que identifican a los pandilleros de América Central, muchos en Estados Unidos señalan su identificación de manera mucho más discreta, tales como tatuándose el número ‘18' or ‘MS' por dentro del labio interior. La policía en Virginia del Norte calcula que 2.500 jóvenes pertenecen a alguna pandilla, principalmente a la Mara Salvatrucha, o MS-13.
En El Salvador, "el sistema penitenciario ha sido llevado a sus límites", dijo René Figueroa, ministro del Interior del país. Dijo que el gobierno estaba considerando un plan para internar a algunos pandilleros en granjas de trabajo.
La población penitenciaria de El Salvador se ha duplicado en los últimos cinco años, llegando a 12.000, y 40 por ciento de los reclusos pertenecen a bandas callejeras. Miles de reclusos duermen en el suelo de las cárceles porque no hay sitio para camas, según activistas de derechos humanos y miembros de bandas entrevistados en la prisión. En La Esperanza los reclusos pasan la mayor parte del día al aire libre, lavando sus ropas o platicando, hasta que se los encierra al anochecer en celdas pequeñas y oscuras. Algunos duermen debajo de las camas de los otros.
Debido a que los juicios vinculados a las bandas han atascado el sistema judicial, funcionarios dijeron que gente acusada de delitos menores pasa a menudo un año en la cárcel antes de comparecer. De acuerdo a los archivos de la prisión, la mayoría de los que fueron asesinados en el motín de La Esperanza no eran pandilleros; cuatro de ellos están esperando sus procesos.
Uno de los asesinados en La Esperanza era Jaime Antonio Sánchez, que según los funcionarios estaba a punto de ser puesto en libertad por buena conducta. No era pandillero.
La tía de Sánchez, María Ofelia Ortiz Quinteros dijo que su sobrino, que fue condenado por posesión de drogas, estaba preocupado en sus últimos días en la prisión. "Me dijo: ‘Tengo que alejarme de las pandillas. Les tengo miedo. Me molestan'", contó Ortiz. "La violencia de las pandillas no termina nunca, ni siquiera cuando estás encerrado".
Figueroa, el ministro del Interior, dijo que el gobierno necesitaba construir nuevas cárceles de concreto y acero debido en parte a que los pandilleros a menudo fabrican armas con la madera extraída de la estructura de los edificios carcelarios. Pero dijo que construir prisiones significaba "retirar dinero de los hospitales y escuelas. Hemos usado hasta el último centavo".
Los gobiernos de la región han adoptado populares medidas duras contra las pandillas, incluyendo leyes que hacen más fácil a la policía detener a personas con tatuajes reveladores. Los críticos dijeron que esos métodos, algunos de los cuales han sido declarados inconstitucionales, no han terminado con las pandillas, sino que más bien las han forzado a replegarse a zonas rurales y otros países.
Los estimados 25.000 a 50.000 pandilleros en El Salvador, Honduras y Guatemala se concentraban originalmente en áreas urbanas, dijeron funcionarios. Pero las pandillas ahora están apareciendo en las áreas más remotas de América Central. Aparte de delinquir en zonas urbanas, dijo Figueroa, ahora están aterrorizando a los campesinos y robando sus cosechas.

"Necesito A Mi Pandilla"
"Me gusta pertenecer a una pandilla. Estoy orgulloso de ello", dice Wilmer Antonio Salmerón Molina, 22, que cumple condena por drogas. Cuenta su historia en una prisión blanqueada de un piso en la ciudad de Cojutepeque, a unos 30 kilómetros de San Salvador, la capital.
Hasta hace unas semanas, la prisión albergaba a 46 reclusos no pandilleros. Era una tranquila cárcel en el centro de la tranquila ciudad, con su fachada blanca fundiéndose con la pequeña tienda de la esquina y una barbería cercana. Pero ahora hace parte de los esfuerzos del gobierno de separar a los pandilleros de los otros reclusos. La cárcel de 1930 alberga a 365 miembros de la banda Mara 18, hacinados en celdas colectivas. Casi todos estaban recluidos en La Esperanza durante el motín.
"Gracias a mi pandilla tengo algo para comer", dice Salmerón, sentado en el pequeño despacho de la cárcel con los guardias armados a su lado.
Salmerón, que tiene ojos grandes y acaramelados y un ‘18' tatuado en su cara, con los números extendiéndose desde la frente hasta la mejilla, dice que nació en El Salvador pero se crió en Los Angeles. Tenía 14 años cuando se unió a Mara 18, un grupo que se originó en la banda de la Calle 18.
"Mi madre me golpeaba con un cinturón con hebilla y con alambres y mi padre no quería saber nada de mí", dice en inglés; lleva vaqueros y una camiseta azul con las mangas arrancadas. La pandilla era su familia, dijo: "Me escapé de casa, y ellos me dieron dinero y un lugar para dormir. Quizás fue un paso equivocado, pero no tenía alternativas".
Dijo que pasó cinco años en un centro correccional juvenil de California acusado de posesión de drogas y fue deportado a El Salvador después de cumplir su condena. Sus familiares no quisieron saber nada de él cuando vieron su cara tatuada, dijo, así que buscó a otros pandilleros de Mara 18 en San Salvador.
"Soy nada sin mi pandilla", dice Salmerón. "¿Mi futuro? ¿Dime: Tengo otras alternativas? No puedo vivir solo. No tengo a nadie. Necesito a mi pandilla".
Para unirse a Mara 18 hay que pasar por un rito de iniciación, dice Salmerón, flemático. Los que quieran ser miembros deben estar dispuestos a matar a un miembro de una pandilla rival. "Te dan un arma para ver si tienes los cojones de usarla", dice, sonriendo nerviosamente. Se negó a decir si él había matado a alguien, pero habló con repugnancia de la pandilla rival Mara Salvatrucha. Dijo que un pandillero le disparó a su novia en la cara. Ella perdió un ojo.
"Matan a chicas y a niños"", dice. "Nosotros no somos así".
Justo antes de volver a su pabellón en la cárcel, donde se unirá a cientos de sus compañeros, Salmerón responde a una pregunta sobre cómo la estaba pasando en la cárcel. "Lloro un montón", dice. "Nadie de mi familia me ha venido a ver, ni mi madre, ni mis hermanos, ni mi hermana".

"Iremos A La Guerra"
Jaime Martínez Ventura, director del Centro de Estudios Penales, dice que muchos pandilleros están atrapados. Quieren abandonar esa vida de violencia, pero corren el peligro de ser asesinados por miembros de pandillas rivales. Hay una gran cantidad de jóvenes en El Salvador -la edad media es de 21 años- y no hay trabajo, dice Martínez. Muchos de los adolescentes más pobres viven en hogares de padres separados, a menudo porque uno o los dos padres trabajan en Estados Unidos.
El hacinamiento -en la cárcel los pandilleros viven a menudo atiborrados en grupos de 30 o 40 reclusos en celdas diseñadas para 10- ha "radicalizado" el problema, dice Martínez. Mientras unos reclusos están en la cárcel por homicidio, la mayoría está tras las rejas por vender crack o por robo o delitos menores, incluyendo "asociación ilícita", una nueva figura legal que transforma en delito que dos miembros de una banda se encuentren juntos. Dice que los jóvenes se unen a las pandillas porque "no tienen un lugar para jugar, ni escuelas decentes, ni trabajos" y muchos de ellos se inician en delitos más serios dentro de las prisiones, donde el uso de drogas es desenfrenado.
Para las pandillas, las redadas significan que se les ha declarado la guerra. "Es una guerra. El gobierno está utilizando todo su poder, incluso soldados. Y el sentimiento que tienen es que si el gobierno les está declarando la guerra, que irán a la guerra".
Ortiz, 71, cuyo sobrino debía ser liberado de La Esperanza, dice que ella se ocupó de criar a su sobrino tras la muerte de su padre y después de que su madre huyera del país durante la guerra civil. Lo visitaba en la prisión todos los domingos. Su última visita fue el 22 de agosto, cuatro días antes del motín.
La canosa mujer, que trabajó durante 30 años haciendo galletas para una repostería, le llevaba su comida favorita, estofado de pollo y patatas, y caramelos y pan. Llora cuando recuerda que estuvo esperándolo sola en el caluroso patio de visitas de la cárcel. Finalmente alguien le contó la noticia -que su sobrino ya no estaba ahí. Le dijeron que lo fuera a ver en la morgue de la ciudad.

17 de septiembre de 2004
24 de septiembre de 2004
©washingtonpost
©traducción mQh

2 comentarios

alejandra -

tenemos que mejorar nuestra sociedad madres y padres tienen que querer mucho a sus hijos educarlos con amor y no maltrato asi y solo asi podremo ser mejores.
gracias a los maltratos y avandonos ellos son asi no son culpables de la situcacion que estan pasando todos los que lean esto ponganse a pensar de este gran problema social y si son padre quieran y eduquen bien a sus hijos para que el dia de mañana DIOS no los castigue

ardnajela -

dios mio alguien se apiade de ellos y trate de corregir su camino al fin y al cabo no tienen la culpa son solamente niños maltratados por sus desgraciados padres