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inventando a sherlock holmes


[Michael Chabon]¿Qué explica el perdurable éxito de Conan Doyle?
Ciento diecisiete años después de su primera aparición impresa, en las páginas del Beeton's Christmas Annual de 1887, aficionados y no creyentes por igual parecen sentirse obligados a tratar de explicar la duradera atracción de Sherlock Holmes, maravillándose o sacudiendo la cabeza, o ambas cosas, como si las historias de las aventuras del Dr. Watson fueran un sistema, como un semáforo o un correo neumático, que debió haber sido superado hace mucho tiempo. Esas explicaciones, con grados variados de éxito, defienden las tramas más inteligentes y competentes, o el apetito burgués de aventuras atildadas, o la nostalgia por una era perimida (victoriana o adolescente), o la dinámica Holmes-Watson (analizada quizás en términos jungianos o pura teoría), o la subyacente y todavía palpable caballerosidad de Sir Arthur Conan Doyle, o incluso, faltaba más, la calidad de la escritura misma, mejor de lo que necesitaba ser. Inherente a estas explicaciones, ocultas o explícitas, y entre apólogos y críticos por igual hay una sensación de que quizás los 56 cuentos y 4 novelas cortas que conforman el llamado canon (los llamados sherlockianos) no merecen tanta sostenida admiración.
Como en un universo cabalista, ha habido desde el principio dudas sobre el mérito literario de las historias de Holmes, y la culpa es enteramente del autor. Sería loco alegar que Conan Doyle despreciaba a su propio Holmes; se sabe que lo lamentaba, y lo despreciaba, diciendo de Holmes: "He tenido tal sobredosis de Holmes que siento hacia él lo mismo que hacia el paté de foie gras, del que una vez comí demasiado, así que la mera mención de él me hace sentir enfermo". En 1893, en ‘El problema final', un cuento que se lee como el acto de un hombre desesperado, hizo un sincero intento de asesinar a Holmes (por el Dr. Moriarty en las Cataratas de Reichenbach). Pero incluso en la primera historia de Holmes, ‘Estudio en escarlata', sufre de la falta de fe del autor en sus propias creaciones, entre los baldíos mormones de Utah, donde el asesino, más tarde atrapado por Holmes, pierde a la chica que amaba.
La siguiente aventura de Holmes, ‘El signo de los cuatro', empieza con un capítulo que incluye las primeras de muchas metacríticas que el detective propondría sobre los esfuerzos literarios de su compañero y, por extensión, del mísero joven doctor que llevaba las riendas: "Lo he estado pensando", observa Holmes a Watson, refiriéndose a ‘Estudio en escarlata', y continúa: "Honestamente, no puedo congratularte. El trabajo de un detective es, o debe ser, una ciencia exacta, y debería ser tratado de manera fría y calculadora. Tú has tratado de teñirlo con romanticismo, que produce el mismo efecto que si metieras una historia de amor o una fuga en la quinta proposición de Euclides".

Por supuesto, algunos de nosotros pensamos que la quinta proposición de Euclides sólo podría ser superada por una bonita y jugosa fuga. Este es el típico, bien humorado reírse de sí mismo, con Conan Doyle haciendo gala de su socarrón ingenio por el que muy rara vez, incluso entre sus más ardientes admiradores, se le rinde crédito.
Mientras se afanaba en desdeñar las historias de Holmes, tramando su muerte y acariciando el supurante orgullo de un futuro Walter Scott condenado, primero por la necesidad y luego por el éxito, a escribir narrativas populares, Conan Doyle también lo estaba, desde el principio, pasando bien. Parece haber sido típico del hombre que, como se desprende del anterior pasaje, se divertía a sus propias expensas.
Como la mayoría de los escritores, Conan Doyle escribía por dinero. Su desgracia como artista fue hacer pilas de dinero, y hacerse famoso en el mundo, escribiendo historias que no consideraba meritorias de su talento, mientras que obtenía menos crédito y dinero por trabajos que para él significaban mas; y de ser tan manirrota en su filantropía, extravagantes horarios y hábitos de gasto, y tan dotado de hijos, que las pilas de dinero nunca eran suficientes. Pocos escritores han escrito tan determinadamente por dinero como Conan Doyle cada vez que se sentaba a escribir una nueva elaboración de Sherlock Holmes. Que los resultados de esta notoria y efectiva escritura a hachazos haya perdurado tanto tiempo, testimonia, en mi opinión, no sólo el talento artístico y narrativo de Conan Doyle, y la magia del heroico dúo protagonista, sino también la arrolladora, desdeñada, despreciada y negada fuerza del dinero y su dominio de una imaginación dispuesta.

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Secretos compartidos, engaño y disimulo, impostura, vergüenza oculta y maldad reprimida, mujeres locas en el ático, la vida encubierta de Londres, la ocultación de la perversidad y maravilla debajo de la aburrida fachada de ladrillos del mundo -estos son motivos familiares de la literatura popular victoriana. En 1889, J.M. Stoddart, el editor americano de Lippincott's Magazine, llevó a almorzar a Oscar Wilde y otro escritor, y durante el almuerzo propuso que cada uno escribiera una larga historia para su publicación. Uno de sus invitados en el almuerzo ese memorable día empezó y escribió una historia sobre un genio misterioso, bohemio, maníaco depresivo, que ronda en la amarilla neblina de Londres, usa cocaína y heroína para aliviar el tormento de vivir en este "pesado, sombrío y poco rentable mundo" y apacigua su hábito a las drogas maquinando compulsivamente intrigas para descascarar la superficie normal de la vida de otra gente, descubriendo historias secretas de violencia y vicio. Stoddart publicó la segunda novela de Conan Doyles con Holmes como ‘El signo de los cuatro'. Wilde, por su parte, escribió ‘El retrato de Dorian Gray'.
El hábito victoriano de ver doble, de descubrir la vergüenza oculta y los sentimientos secretos en la vida de los humanos corrientes, alcanzó su cúspide con las historias de detectives de Sigmund Freud, y persiste hasta nuestros días. Es tentador leer la biografía de Conan Doyle como una narrativa victoriana clásica de este tipo, de un éxito acosado por un vergonzoso fracaso, de la fidelidad marital que oculta un amor adúltero, de un robusto positivismo científico que esconde una profunda credulidad.

La vida de Conan Doyle se fundaba, comenzando por su apellido, en una serie de pares entrelazados: irlandés y escocés, celta e inglés, doctor y novelista, fracaso anónimo y celebrado caballero, atleta y esteta, cariñoso padre de familia e insensible andorrero, marido leal y irremediable enamorado, adalid de la verdad e inveterado encubridor, partidario de la ley de reforma del divorcio y opositor del sufragio universal, adulador tocador de flauta de Agincourt y acongojado doliente de Somme. La serie fue perfeccionada por un par arquetípico que sólo tiene en el corazón de los lectores y en los anales de la amistad imaginaria al Quijote y Sancho como rivales, ese archivo de hombres extraordinariamente limitados que encuentran en otro, y sólo en otro, la materia, la inteligencia, y la pasión de un hombre entero.
Arthur Conan Doyle era nieto de un caricaturista, el sobrino del diseñador de la cubierta original de Punch, y el hijo de Charles Doyle, arquitecto y pintor que murió en un sanatorio privado a causa de la bebida y de esa especie de amargada y tímida locura que se ve a sí misma como una condenación en un exceso de sanidad. La suya era un tipo de locura que leía el texto azaroso del mundo natural y encontraba mensajes y conexiones secretas, la agencia de elfos y demonios y otros seres liminales. Charles Doyle apabulló a su hijo con el legado de un fracaso y un tesoro tan rico e irrelevante como el ritual que dejó Sir Ralph Musgrave a sus desconcertados herederos: un modo extravagante de mirar el mundo, de hacer, a todo precio, que tenga sentido. La irresponsabilidad, epilepsia, alcoholismo y final internamiento en una institución fueron para Conan Doyle los oscuros axiomas de su vida, nunca reconocidos, y a veces negados.
La madre de Conan Doyle, Mary, a la que llamaba siempre ‘la Madame', parece haber sido un modelo de maternidad victoriana, encintada, encajonada. También era una narradora de historias irlandesa, que asustaba y aterraba a sus hijos junto al fogón en las largas tardes de invierno con historias de fantasmas y leyendas de héroes y elfos. Madre de diez (siete llegaron a adultos), modelo de decencia, modestia y devoción, mantuvo sin embargo una relación de toda la vida con un huésped masculino quince años menor que ella. Evidencias de la relación sexual entre ella y el huésped, un patólogo llamado Bryan Waller, es escasa pero sugerente.
La residencia de Waller en la casa de Doyle antecedió la institucionalización del padre de Conan Doyle, así como el nacimiento del último hijo de Mary, una niña que fue cuidadosamente bautizada con el nombre de Bryan Julia Doyle -Julia es el nombre de la madre de Waller. No se necesita "la especulación más lógica ni la mente más alerta del mundo" para sacar las conclusiones más evidentes. Cuando Waller compró una casa en el campo de Yorkshire, llevó a Mary y Bryan Doyle a vivir con él. Apoyó al joven Arthur económicamente, y la fatídica decisión de Conan Doyle de estudiar medicina fue ciertamente determinada por los deseos del misteriosamente poderoso huésped de su madre. Una lectura de la biografía de Daniel Stashower, de Conan Doyle, sugiere que Bryan Waller fue, en términos prácticos, el personaje más importante en los primeros años de Conan Doyle. Y sin embargo en todos sus escritos autobiográficos y cartas publicadas subsecuentemente, no lo mencionó nunca, ni una sola vez, ni para agradecerle ni para ajustar cuentas. Hay una enigmática referencia en sus memorias: "Mi madre había adoptado el mecanismo de compartir una casa grande, que la puede haber ayudado de algún modo, pero era un desastre en otras cosas".
Varias historias de Holmes se centran en torno a las actividades de siniestros huéspedes en pensiones, padrastros intrigantes, o gente que mantiene a sus seres queridos encerrados. Fantasmas acusadores de un padre emparedado, prisionero por su propio bien, se advierten en la figura epónima de ‘La aventura del soldado que perdió el color' -el veterano de la Guerra Bóer oculto en un "aislado edificio de algún tamaño" en la hacienda de la familia en la creencia de que había contraído lepra en África. Se pueden ver también en el rostro desesperado e inhumano en ‘La cara amarilla' y en la arruinada figura de ‘El hombre encorvado', un antiguo soldado que persigue y mata al oficial inglés que, hace años en India, lo traicionó poniéndolo en manos de sus torturadores. El detective Freud podría haber concluido que Conan Doyle no se había recuperado enteramente del dolor y humillación, primero, de ver a su madre engañar a su demente padre en su propia casa, y luego ser obligado a estar presente cuando el anciano fue empaquetado hacia el Manicomio Montrose Royal, para no volver nunca.

El par entrelazado de la historia de la familia y la vida familiar de Conan Doyle se representaba en una ciudad que reflejaba paso a paso su dualidad y duplicidad. Incluso más que Londres, en el siglo diecinueve Edinburgh personificaba los impulsos de Jekyll-y-Hyde en la mente victoriana. En Londres, el mal y el bien, lo público y lo privado, tendían a ser presentados como vecinos cercanos. Ellos incluso, como Henry Jekyll y Edward Hyde, compartían el mismo cuerpo. Londres figuraba en revoltijos como ‘La tienda de antigüedades', o en ‘La casa desierta', de Krook, en paisajes uniformados por la neblina y el lodo. Edinburgh, en la época de la infancia de Conan Doyle, consistía de dos ciudades distintas, la Antigua y la Nueva Ciudad. El antiguo centro medieval de Edinburgh, "esta maldita, maloliente, apestosa masa de rocas y lodo y estiércol", como la llamaría Thomas Carlyle, era conocido en Europa por su fetidez. A principios del siglo 18 había sido, como Charles Doyle, suplantado, aunque no completamente remplazado, por una majestuosa ciudad de piedra gris, erigida en el lado norte del antiguo burgo.
Este acto parcialmente exitoso de deliberada superación moral de una ciudad orgullosa de sus recientes logros intelectuales y comerciales, y ansiosa de deshacerse del estigma de su sombrío pasado parroquial, producido por una ciudad con un secreto compartido, una ciudad luchadora, racionalista, cuya red de calles ocultaban un angustioso recuerdo del sangriento y antiguo abismo escocés. También se reflejaba en el predicamento, y logro, de Conan Doyle mismo, que vivió una triste infancia entre el fracaso, una gentil pobreza y el inimaginable olvido de su padre, por un lado, y la relativa fama y esplendor de sus exitosos y artísticos abuelo y tíos Doyle en el remoto Londres; entre el siempre presente espectro de la ruina y la desgracia y el brillante futuro que soñaba (y que más tarde alcanzó); entre el misterioso mundo católico irlandés de las historias de fogón de su madre y la narrativa decididamente empírica y protestante de la Escocia urbana victoriana.

En la facultad de medicina de la Universidad de Edinburgh, en el sombrío corazón del castillo de Gormenghast de la Ciudad Antigua, Conan Doyle obtuvo una decisiva demostración de que el modo de su padre de leer el mundo buscando mensajes podía combinarse con el talento de su madre para inventar historias. En el otoño de 1876, empezó a asistir a conferencias y a trabajar como oficinista en la Enfermería Real, presidida por el Dr. Joseph Bell, FRCS, un ingenioso practicante de lo que podría llamarse literatura de diagnósticos. También lo podemos llamar ficción en prosa, o ciencia de la detección.
Joe Bell era una leyenda en la facultad de medicina. Su chiste favorito -se deleitaba en él, como el personaje que algún día inspiraría el coup de théâtre- era diagnosticar a pacientes en la sala de espera de la enfermería sin siquiera hablar con ellos ni examinarlos directamente. Como escribió el Dr. Harold Emery Jones en una memoria: "Señores, ¡un pescador! Observaréis que, aunque este es un día de un verano muy caluroso, el paciente lleva botas de pesca . Cuando se sentó en la silla eran claramente visibles. Nadie sino un marinero llevaría esas botas en esta estación del año... Está escondiendo una mascada de tabaco en una rincón de su boca y lo logra bastante bien, señores... Además, para probar la exactitud de estas deducciones, observé varias escamas adheridas a su ropa y manos, mientras que el olor a pescado anunciaba su llegada de la manera más marcada y notable ".[1]

El principio detrás de estos festines de inspiradas suposiciones, es tomar la suma de un conjunto de hechos físicos, muchos de ellos no evidentes para ojos no adiestrados, y contrastarlos con un embalse de conocimiento basado en observaciones previas -el punto de la teatralidad de Bell- despertaría al joven doctor ante un tesoro de signos, síntomas y atajos que proporcionaba un paciente. El paciente llegaba echando y derramando grandes y ardientes goterones de información; él o ella era un plato petrificado de hechos cuya lectura y diagnosis exigían sólo paciencia y un ojo altamente adiestrado.
Pero esas capacidades de observación e interpretación no era todo el hacer de los médicos, como no lo es de escritores o detectives. Para tener éxito como un diagnosticador literario, o novelista, o detective, también se necesita el arte que, si usted fuera Arthur Conan Doyle, habría aprendido de su madre: necesitaba el don para contar historias, tanto para la ‘historia' que se puede inferir por los signos y síntomas y por el modo en que la historia puede ser reconstruida, en términos terapéuticos, para beneficio del paciente. Bell trataba a sus pacientes, en parte, contándoles sus propias historias, como si enhebrar una historia coherente fuera en sí mismo una especie de terapia.
Aunque el celebrado fracaso de Conan Doyle como médico practicante parece haber sido exagerado, parece claro que tuvo poca suerte, y sacó poco placer de la carrera escogida. (Al menos un escritor ha sugerido que Conan Doyle puede haber matado a un paciente, porque era tan inepto como Charles Bovary o por motivos más siniestros; más tarde se casó con la hermana del difunto y controló los ingresos que ella había heredado de su hermano.[2]) Como muchos escoceses de su época, esos ingenieros, capataces, gerentes, príncipes mercaderes, reclutas y apologistas del Imperio, Conan Doyle tenía una fuerte inclinación por la aventura. Tratando de evitar el destino que Waller, su Moriarty personal, había determinado para él, Conan Doyle hizo dos inconclusos o desdichados intentos de transformarse en doctor de barco, y la precipitada y desgraciada decisión de abandonar la práctica general por el estudio, en Alemania, de oftalmología, a pesar del hecho de que apenas comprendía el alemán.
A fines de sus veinte, Conan Doyle se vio metido en una serie de difíciles, tediosas o fracasadas prácticas médicas, con una esposa más joven de pobre salud y el primero de lo que serían luego cinco hijos a quienes mantener, endeudado, excluido de la clientela de clase alta de la Harley Street, demasiado orgulloso en su agnosticismo como para acudir a sus devotas relaciones de Doyle pidiendo ayuda, ansiando el tipo de verdadera aventura que habían encendido en él las historias de su madre. Sus ambiciones se estrechaban, su promesa pasaba irredenta. Puede muy bien haber comenzado a verse a sí mismo como frustrado. Había observado el trabajo de Joseph Bell como una especie de salvación, mediante la narración, en la enfermería de Edinbugh. Era inevitable que sus pensamientos se volcaran ahora hacia Bell, atrapado en sus desolados consultorios, y mientras Holmes levantaba la aguja de cocaína, él levantaba la pluma.
Corro el riesgo de caer en cursilerías al insistir demasiado en esta conexión, al menos tan antigua como Rabelais y probablemente trazable a los cuentos de tramposos de chamanes junto a la fogata, entre doctores y literatura, narrativa y curación. Así que sólo mencionaré que cuando se reunieron y publicaron las primeras doce historias de Holmes como ‘Las aventuras de Sherlock Holmes', un libro que hizo a Conan Doyle famoso y rico, y lo salvó para siempre de la vida a la que nunca se resignó, estaban dedicadas al Dr. Joseph Bell.

Notas
[1] Dr. Harold Emery Jones, The Original of Sherlock Holmes (Windsor: Gaby Goldscheider, 1980).
[2] Véase Peter Costello, The Real World of Sherlock Holmes (Carroll and Graf, 1991).

Libro reseñado:
The New Annotated Sherlock Holmes, Tomos 1 y 2
Sir Arthur Conan Doyle, editado con un prólogo y notas de Leslie S. Klinger, y una introducción de John le Carré
Norton, 1,875 pp., $75.00

10 de febrero de 2005
5 de marzo de 2005
©new york review of books
©traducción mQh

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