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asesinos con futuro


[Monte Reel] Asesino a sueldo colombiano trata de enmendarse y escapa a la justicia con ayuda del gobierno.
Bogotá, Colombia. Por lo que saben sus cuatro hijos, Juan Morantes ha sido siempre un honrado soldado del ejército colombiano. Pero el viejo uniforme militar que guardaba en el armario era solamente para ocultar la verdad. La verdad era muy diferente, y ruega que sus hijos no lo descubran nunca.
Durante los últimos nueve años el único ejército al que perteneció Morantes era ilegal -una banda paramilitar que extorsionaba, secuestraba y asesinaba para mantener el control de grandes extensiones en el campo, de acuerdo a relatos personales como el suyo e informes de grupos de derechos humanos colombianos y extranjeros.
"A veces matábamos sin motivo", dijo Morante, 35, que admitió haber sido cómplice de las brutalidades, aunque no un tirador, de las Fuerzas Unidas de Autodefensa de Colombia. "Lo hicimos porque si no, probablemente nos habrían matado a nosotros".
El grupo es una federación de organizaciones paramilitares que fueron formadas en los años ochenta por latifundistas para protegerse de ataques de las guerrillas anti-gubernamentales. Los mercenarios lucharon junto al ejército y se deslizaron poco a poco en el tráfico de cocaína y la violencia criminal. La organización accedió a una tregua en 2002, pero está implicada en numerosos asesinatos cometidos desde entonces. Dos de sus cabecillas máximos son buscados en Estados Unidos por cargos de tráfico de drogas.
Hace cinco meses, dijo Morantes, sintió un nudo que lo ahogaba. Su comandante en la milicia fue asesinado por una banda paramilitar rival, y temía que sería el próximo. Así que se acercó a un coronel del ejército colombiano al que conocía y le preguntó sobre el programa de gobierno que ofrece privilegios a delincuentes como él si se muestran dispuestos a abandonar las armas.
El coronel lo convenció de que se mudara con su esposa y los dos hijos pequeños, de 3 y 4, de su casa en el estado de Santander al norte de Colombia, a una casa colectiva especial para mercenarios desmovilizados en esta capital de 8 millones de habitantes. Los niños mayores, de 12 y 14, se quedaron en casa con su abuela. Morantes dijo que sabía que si ellos se enteraban de dónde estaba viviendo la familia, se darían cuenta de que él realmente no está en una misión de adiestramiento del ejército.
Ahora la familia comparte un atiborrado dormitorio en una modesta casa. Hay un recortable de Winnie de Pooh pegado encima de las dos camas de una plaza donde la familia duerme hombro a hombro. Metidos en un librero están los libros que Morantes está estudiando para sacar un diploma en económicas en una universidad. "Espero comprar ganado y empezar una granja, quizás con otros socios", dijo Morantes, que usa un nombre falso en Bogotá, para protegerse. Accedió a ser entrevistado sólo si no se mencionaba su verdadero nombre ni era fotografiado ni se revelaba la ubicación de la casa.
Los otros seis dormitorios de la casa están igualmente amoblados y habitados por familias que atraviesan por el mismo proceso. Hay 27 casas colectivas semejantes en Bogotá, gestionados por contratistas privados del ministerio de Defensa.
En los últimos tres años 7.960 miembros de grupos armados ilegales se han incorporado al programa de desmovilización e integración. El programa incluye a ex mercenarios paramilitares como Morantes y ex miembros de los grupos de guerrillas antigubernamentales. Los dos lados han estado en conflicto durante años, por la tierra, las lealtades políticas y más recientemente por el tráfico de drogas, causando la muerte de miles de combatientes y civiles en el proceso.
El programa de desmovilización, elaborado por el presidente Álvaro Uribe, ha sido criticado por grupos de derechos humanos, que objetan que se impida que los mercenarios sean juzgados por la justicia. Pero la tasa de aprobación pública de Uribe se sitúa en un 70 por ciento. Las tasas de secuestros y homicidios en Colombia han descendido en los últimos dos años a sus puntajes más bajos de la década, de acuerdo a funcionarios.
Una ley aprobada este verano pretende alentar a 20.000 milicianos paramilitares más a que se entreguen antes de fin de año, con la promesa de sentencias de prisión reducidas en el caso de que hayan cometido delitos graves.
Pero los acelerados esfuerzos ejercen presión sobre los participantes en los programas existentes. Ahora el gobierno está tratando de trasladar a la mayor cantidad de participantes a apartamentos unifamiliares, mucho antes de que se completen sus cursos de reintegración de 18 meses. Morantes y su familia deben trasladarse en las próximas tres semanas.
Un problema más inquietante es la seguridad. Muchos de los hombres que viven en casas colectivas tienen enemigos, incluyendo a antiguos colegas sobre los que han informado, que es por qué la ubicación de las casas se mantiene en secreto. El 15 de julio alguien arrojó una granada contra una de las casas en Bogotá, derribando una pared. Nadie quedó seriamente herido, pero el ataque fue mensaje claro.
Morantes dijo que él a veces tiene problemas para conciliar el sueño, por temor a ser capturado por sus antiguos y vengativos colegas de las milicias de mercenarios. "Pero no dejo que me vuelva loco", dijo.
Cuando se unió a la fuerza paramilitar a los 26, dijo Morantes, lo hizo por el dinero. Después de un período en el ejército le fue imposible encontrar trabajo. Una banda paramilitar activa en Santander le ofreció 100 dólares al mes, y dijo que no había podido rehusarlo. Dijo que la banda hacía dinero con el tráfico de drogas, secuestros por rescate, la venta de artículos robados y de maderas.
Para un hombre de medios modestos, el programa de desmovilización parece una decisión inteligente. Durante 18 meses el gobierno pagará la vivienda, alimentación, salud y educación de la familia, a un coste de 12 dólares por día. También les pagarán por los secretos, proporcionando a los participantes un listado de las sumas a pagar por informaciones específicas sobre antiguos cómplices. El número del móvil de un cabecilla, por ejemplo, llega a los 450 dólares.
"Tengo 5.500 dólares que me van a pagar", dijo Morantes. "Yo estaba cerca de la dirigencia del comando, así que tengo un montón de información".
Sin embargo, su rutina diaria está lejos de ser mundana. Desayuna en una sala común con piso de baldosas, mesas de plástico y un televisor montado en la pared. Normalmente pasa la mañana estudiando o tratando de enseñar a otros en el programa a leer y escribir.
Las familias pasan gran parte de su tiempo en las habitaciones, aunque son libres de ir y venir como les plazca, provisto que no se aventuren fuera de los límites de Bogotá. Los niños asisten a escuelas en el vecindario y juegan juntos en la sala de recreación de la planta baja.
Una tarde hace poco Morantes cruzó frente al guardia de seguridad privado en la puerta principal y se sentó en la sala común. Su hija de 4, con una camiseta de Bo Esponja, saltó a sus rodillas. "¿Podemos ir al parque?", preguntó.
De algún modo, la vida de la niña ha cambiado tanto como la de su padre. Ahora pasa más tiempo con él, pero extraña a las amigas que dejó atrás.
En un librero en el dormitorio, guarda un álbum de fotos llenos de recuerdos de su vida en Santander. Hay instantáneas de ella en el sofá, de su hermano bebé vestido de agente de policía, de unas vacaciones familiares en Cali. Pero no hay nada en el álbum que sugiera que la antigua vida de la familia fuera otra cosa que normal. Incluso aunque Morantes se ausentara durante largos períodos, sólo su esposa sabía el verdadero por qué.
De aquí a cinco años, dijo Morantes, sueña con que él y su familia estén viviendo en una casa nueva, con un rancho próspero. Sus hijos contarán a sus amigos que su padre es un oficial retirado del ejército. Los dos mayores, dijo, están recién empezando a pensar qué quieren hacer con sus futuros. "Están ahora en un momento crítico de sus vidas", dijo. "Prefiero que no descubran el lado tenebroso de mi pasado".

7 de septiembre de 2005
©washington post
©traducción mQh

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