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cocinero particular


[Matt Lee y Ted Lee] O artista residente. Las familias quieren chefs en casa.
Luciano Lunkes es un parroquiano de Grace's Marketplace, la apretada rotisería en el Upper East Side de Manhattan. Sabe exactamente dónde aparcar su carrito de la compra sin bloquear los pasillos y saluda al carnicero por su nombre de pila. Un miércoles hace poco, cuando Lunkes empezaba a apilar el carrito con alcachofas, limones y mini rúculas, se topó con tres conocidos, todos hombres y todos parroquianos de Grace, que, como él, hacían las compras con inhabitual agilidad y celeridad.
Pero Lunkes no vive en el barrio, ni siquiera en Manhattan. Él y otros hombres pertenecen a una minoría ocupacional distinta que el Buró de Estadísticas Laborales identifica bajo el código estandarizado 35-201: cocinero privado.
Entre 2000 y 2002 el número de chefs personales de tiempo completo aumentó de unos 5.200 a 8.000, de acuerdo al Buró de Estadísticas Laborales, una tasa de crecimiento que alguna gente, como Maureen Drum Fagin, directora de servicios de carrera del Instituto de Educación Culinaria de Nueva York, lo atribuyen a una creciente conciencia de la nutrición entre atareadas familias urbanas.
"Recibo un millón de llamadas de personas que buscan un cocinero personal, y todas ellas dicen que quieren comida sana", dijo.
Cuando Lunkes terminó las compras, pagó con una tarjeta de crédito que lleva su nombre pero que carga directamente a la cuenta de sus clientes, un financista y su esposa, para los que Lunkes ha cocinado durante tres años. Como muchos de los cocineros privados de hoy, Lunkes trabaja para más de una familia. La mayoría de las semanas Lunkes alterna entre sus dos clientes, el financista y su esposa (consiguió el trabajo en un período de prueba de un día, en el que preparó el almuerzo y la cena) y otra pareja, un antiguo diplomático y su esposa. Pero su tercer cliente, una diseñadora de moda italiano que vive en Nueva York unos 10 días cada dos meses (y cuya identidad Lunkes no quiso revelar), tiene prioridad. En esta presentación derrotó a otros nueve competidores en una audición de una comida. Durante su tiempo con el diseñador, Lunkes trabajará exclusivamente para ella, sin días de descanso, de mañana a noche, haciendo el desayuno, almuerzo, cena y bocadillos para ella y su séquito de amigos, colegas y guardaespaldas.
"Me mataría si tuviera que trabajar para la misma familia", dijo. "Me gusta la diversidad de diferentes familias: cada cliente tiene sus propios gustos".
Trasladó las bolsas hacia el oeste de Grace, hacia un edificio de piedra caliza de antes de la guerra en Park Avenue. Un ascensor con tabiques de madera lo llevó al décimo piso y abrió directamente hacia un convencional salón de entrada del apartamento del financista.
Detrás de una puerta junto al salón había una espaciosa cocina, con el suelo de azulejos de terracota y un refrigerador Traulsen de restaurante y unos 9 metros cuadrados con mostradores de granito negro. Lunkes depositó las compras sobre la encimera y encendió el horno de convección.
"En la cocina de una casa no tienes los mismos recursos", dijo. "Hacer el caldo de vacuno toma ocho horas y no puedes hacerlo en la casa de tu cliente". Lunkes aprendió pronto las mejores marcas de caldo enlatado, y aprovisionó a la cocina del financista con herramientas sin las cuales no puede trabajar un cocinero de restaurante: un molinillo de especias, un mandolín espantosamente grande, un rallador de mano y una bandeja para hornear de silicona. Cuando terminó de desempacar las compras, Lunkes se cambió su chaqueta de vaqueros por unos almidonados y blancos chaquetón y delantal.
Lunkes, 42, nació y se crió en Puerto Alegre, Brasil. En su barrio había pocos niños, así que pasaba la mayoría de las tardes en la casa de una pareja de ancianos que eran vecinos, ayudando a la esposa, una pianista, a preparar la cena y tocar con ella después. Más tarde Lunkes asistió a la Academia de Música Franz Liszt, de Budapest, donde sacó su licenciatura en conducción vocal, pero tras volver a Brasil no pudo continuar su carrera en las artes.
"Me di cuenta de que todo lo que sabía era hacer música", dijo. "Pensé que sería interesante aprender otra cosa". Hizo una pausa y se inscribió en el programa de estudios en el Instituto Culinario Francés de Nueva York. Tras graduarse, trabajó durante dos años y medio en restaurantes de Manhattan como Le Cirque y Chanterelle. Pero horarios de trabajo de seis días a la semana le dejaban poco tiempo para dirigir.
En el programa de hoy: los pasquecitos que adora la esposa, un sencillo almuerzo de ensalada y sopa para la pareja, un cena para el personal (tayín de pollo) y una cena de tres cubiertos para cuatro. Pronto la esposa se apareció por la cocina, y fijaron el menú para la noche siguiente: ternera, espárragos blancos y panna cotta con fresas. "El trabajo con clientes privados tiene contactos humanos diferentes", dijo Lunkes mientras mondaba y cortaba unas remolachas. "En la cocina de un restaurante hay demasiada presión; he visto a gente muy simpática convertirse en personas muy malas".
Lunkes se movía con la velocidad de un zorro entre la nevera, la cocina y la isla de la cocina, pero se vía tranquilo, concentrado en las tareas que le esperan en el mostrador. Un criado con un uniforme de guinga amarillo estaba parado junto a él, lavando cuencos y utensilios a medida que él los usaba. Limpiaba los platos derramados y superficies a medida que se movía y todos los utensilios eran devueltos a su lugar antes de que siguiera con la siguiente tarea.
La cena de esa noche debía ser informal, pero los platos que tenía en mente el chef delataban una ambición hostelera. Nada más el postre tenía cinco elementos: una sopa caliente de sidra con especias, una rebanada de manzana Granny Smith escalfada fría, un buñuelo de manzana asada, una bola de helado de nata agria y una guarnición de caramelo. Todo esto tenía que hacerse desde cero en las siete horas que seguían.
Esa noche la esposa y sus invitadas cenarían pargo del Golfo en una camita de corazones de alcachofa en un fondito de caldo de tomate con azafrán; su marido prefiere las carnes rojas, así que los hombres cenarían filetes de vacuno orgánico alimentado de pastos (39 dólares el medio kilo, comprado esa tarde en un carnicero especializado en Madison Avenue), que se asomaban por encima de una patata Fingerling, champiñones y ragout de espinaca. Los invitados llegaron a las 7 de la tarde. Lunkes consultó su lista una vez más, llevando el ritmo con su lápiz. Sonó el temporizador de cocina -estaba distraído pensando en qué podría ser-, tenía tres cazuelas en el fuego y el horno estaba encendido. Las manzanas se enfriaban en el congelador. Las zancadas de Lunkes se aceleraban a medida que se acercaba la hora de servir. Empujó la puerta batiente, llevando a la mesa las bandejas con la ensalada.
"La cena está servida", dijo por el interfono, y se entregó a los platos principales con su habitual intensidad. Mientras se acerca la hora de salir al escenario, para un chef la concentración es esencial. Dejó su primer trabajo debido a las payasadas del niñito residente lo distraían demasiado.
Mientras el hirviente humo del caldo llenaba la cocina, se oyeron estallidos de risa en el comedor. Justo cuando iba a colocar un filete en una sartén, sonó una campanada. Lunkes volvió con cuatro platos limpios y entonó: "Pescado, pescado, pescado" mientras trotaba hacia el horno. En los próximos 10 minutos, con los seis fuegos encendidos, finalmente los elementos de los dos platos principales convergieron en nuevos platos. Terminó salpicando cebollinos picados, secando las salsas derramadas y emperejilando las virutas de hinojo. Se estiró, tomó aliento y colocó los platos.
El día de Lunkes estaba todavía lejos de terminar. Serviría el postre, cargaría los lavavajillas, fregaría la cocina y volvería si Dios quiere a Brooklyn hacia las 11. Pero esa semana sólo trabajaría un día más: los siguientes cuatro días los dedicaría al Grupo Vocal Brasileño de Canto, el coro que fundó. Sin embargo, en las 12 horas que pasó en la cocina de su cliente, no tocó ni una nota de música. "La música es algo que me gusta sentarme a escuchar", dijo Lunkes. "De otro modo, sólo la oyes. Esa era otra de las cosas que yo más odiaba de trabajar en cocinas de restaurantes: la música me volvía loco".

25 de septiembre de 2005
5 de junio de 2005
©new york times
©traducción mQh


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