afro-colombianos huyen de guerra
[Chris Kraul] Afro-colombianos huyen de la guerra entre paramilitares y guerrilleros que luchan por el control de las plantaciones de coca.
Pereira, Colombia. Armando Garcés no quería dejar su pueblo en la montaña incluso después de que miembros de una milicia de extrema derecha pasaran de puerta en puerta diciendo a los vecinos que tenía 48 horas para evacuar, o de otro modo... No le gustaba que le dijeran que tenía que abandonar la única casa que conocía.
Luego estalló una batalla de todo un día entre los paramilitares y los guerrilleros de izquierda por el control de los cultivos de coca y de las rutas de transporte. El pueblo de Garcés, en la selva tropical de la costa del Pacífico de Colombia, cayó entre dos fuegos, el de los rebeldes, en las colinas, y el de los milicianos, abajo.
"Nos escondimos debajo de la cama todo el día, y al día siguiente se habían marchado todos", dijo Garcés, recordando ese terrible día de junio cuando su pueblo, Bajo Calima, se convirtió en un campo de batalla en la larga guerra de drogas del país.
"Todos estuvimos de acuerdo en que era hora de buscarnos otro futuro".
Así que el leñador de 25 años, su esposa, sus dos hijos y cerca de 500 vecinos se unieron a los inflados rangos de los desplazados internos de Colombia. Más de tres millones de personas han sido expulsadas de sus hogares por el conflicto civil entre grupos armados que se disputan por el dominio político y el control de las cosechas, especialmente de las vinculadas al comercio de drogas del país.
Sólo Sudán tiene más ciudadanos desplazados que Colombia, de acuerdo al Consejo de Refugiados noruego, un grupo de derechos humanos que ha trazado el mapa de los desplazados en todo el planeta para la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Aunque Colombia ha tenido una enorme población de desplazados durante dos décadas, según expertos sus rangos han aumentado rápidamente en los últimos meses y un número desproporcionado de ellos son, como Garcés, afro-colombianos. Son escogidos porque carecen de influencia política y sofisticación en una época en que sus casas en el campo se han convertido en objetivos económicos atractivos.
Ricardo Esquivia, coordinador general de Arvidas, un grupo de defensa de los desplazados en el estado de Sucre, dijo que la mayoría de los afroamericanos que poseen tierra propia carecen de conocimiento sobre sus derechos o del poder para hacerlos valer. Un factor que opera contra los afro-colombianos es la tasa de analfabetismo de 80 por ciento en las áreas donde viven muchos de ellos, dijo Esquivia, él mismo de origen afro-colombiano.
"Son históricamente vulnerables y han sido relegados a una condición más baja debido a que nunca han ejercido sus derechos económicos, sociales y culturales", dijo Jorge Rojas, un importante defensor de los derechos humanos y de los desplazados en Bogotá, la capital.
Esos derechos incluyen una disposición constitucional que garantiza los títulos de propiedad de la tierra de las comunidades rurales afro-colombianas que se organizan flojamente como grupo y han ocupado sus propiedades por diez años o más, dijo Luis Murillo, ex gobernador del estado de Choco. Murillo, también de ascendencia afro-colombiana, estima que un millón de afro-colombianos, o un tercio de los que viven en áreas rurales, han sido obligados a dejar sus tierras.
El crecimiento de los desplazados tiene mucho que ver con las variantes logísticas del multi-millonario comercio de cocaína de Colombia. El éxito de los programas de fumigación de Estados Unidos, destinados a erradicar el cultivo de coca en la zona amazónica de Colombia, ha provocado la mudanza de la producción de coca hacia áreas más remotas, incluyendo las zonas costeras en los alrededores de Bajo Calima, donde se concentran los afro-colombianos.
La ciudad portuaria de Buenaventura, cerca del pueblo natal de Garcés, y los estuarios que desembocan en ella, se han convertido en centros importantes en el procesamiento de la cocaína y de su transporte en Colombia, dijeron funcionarios policiales norteamericanos.
Garcés y otros residentes se pueden considerar afortunados por escapar con vida. En los últimos años, en pueblos como Bajo Calima, tanto grupos paramilitares como guerrilleros han masacrado a miles de personas de las que sospechaban que estaban colaborando con el enemigo o simplemente por estar en el camino.
Desde julio, Garcés ha vivido en las afueras de Pereira, enuna villa miseria llamada Plumón, construida a un lado de una quebrada. No tiene agua potable ni electricidad.
Refugiados internos como Garcés ejercen un gran presión en las ciudades donde se han mudado. "Es imposible resolver el problema de la vivienda. No somos capaces de ello", dijo el administrador de Ciudad Pereira, Germán Darío Salvarriaga, cuya ciudad en el interior -a unos 190 kilómetros al nordeste de Buenaventura y a 170 al oeste de Bogotá- está tratando de acomodar a 15 mil residentes desplazados, casi la mitad de ellos afro-colombianos.
Pereira ha construido tres nuevos hospitales y está construyendo casi mil unidades de viviendas para recibir a la gente desplazada, aunque necesita 4 mil casas más para hacer frente a la avalancha. Entretanto la delincuencia ha aumentado agudamente, dijo Saldarriaga.
"A veces nos sentimos superados, pero en otras ciudades como Melellín y Cali es mucho peor", dijo.
Grupos de derechos humanos dentro y fuera de Colombia ven un riesgo a largo plazo en la incapacidad del gobierno de proteger el derecho a la tierra de sus ciudadanos. Muchos dicen que las voces de los desplazados no están siendo atendidas en el naciente proceso de paz de Colombia.
Aunque los secuestros y asesinatos han disminuido, el proceso que inició el presidente Álvaro Uribe en julio de 2003 para desmovilizar a las facciones armadas de Colombia no es suficiente para garantizar que los desplazados puedan algún día volver a los millones de hectáreas de tierra que han abandonado, dijo Lisa Haugaard, del Grupo de Trabajo Latinoamericano, una coalición de agencias religiosas y humanitarias en Washington.
Haugaard y otros temen que una ley aprobada el verano pasado definiendo las condiciones de la "reinserción" de los combatientes en la sociedad signifique que la mayor parte de la tierra abandonada, en total unos que suma 4.5 millones de hectáreas, quede simplemente en manos de los paramilitares desmovilizados.
Si ese resultara ser el caso, villas miseria como Plumón, donde vive Garcés, y Bosques de Otún, podrían transformarse en semilleros de una futura generación de insurgentes colombianos, dijo.
"Definitivamente se omite el problema de los derechos a la tierra en el proceso de paz. Sin embargo, en el terreno será solucionado por medio de un conflicto y de una miríada de métodos conflictivos", dijo Haugaard.
Funcionarios de la embajada norteamericana en Bogotá temen que el problema de los desplazados de Colombia sea una bomba de tiempo y dijeron que los 30 millones de dólares anuales de ayuda de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional está siendo reasignada para concentrarse más en las necesidades de los afro-colombianos. Esa reasignación es en parte el resultado de presiones del Caucus Parlamentario Negro de Estados Unidos.
"Es una enorme crisis para un país que ya tiene que vérselas con otras crisis al mismo tiempo", dijo un funcionario de la embajada estadounidense que pidió conservar su anonimato.
El control del comercio de drogas no es el único motivo que explica que los grupos armados estén expulsando de sus tierras a los afro-colombianos. En el estado de Sucre, donde trabaja Esquivia, unas 60 mil personas han huido del campo hacia la capital del estado, Sincelejo, para escapar a la sangrienta lucha por el control de las plantaciones de aguacate y palmas o simplemente por el control territorial.
Adelina Zúñiga abandonó hace dos años su granja de 6 hectáreas en Macayepa para mudarse a Sincelejo después de que masacres de sospechosos de simpatizantes de la guerrilla enviaran un escalofriante mensaje. Tras huir de su tierra, su familia de 15 pernoctó al principio en una sola habitación en una villa miseria de Sincelejo. Ahora se ha convertido en una líder de los desplazados y pastor de una iglesia evangélica local.
"La gente llega y no tiene dónde quedarse, no tienen trabajo y son acosados por la policía local. Casi todos los viejos que llegaron con nosotros han muerto por el abandono. Pasan de ser importantes a sentirse inútiles. No ven una solución", dijo Zúñiga.
La llegada masiva de refugiados ha provocado problemas sociales, incluyendo la prostitución de las adolescentes y el crecimiento de las pandillas callejeras, dijo Esquivia, del grupo de apoyo Arvidas.
Hasta que mejore la seguridad en casa, Garcés piensa seguir viviendo en la villa miseria Plumón, de Pereira, donde ha encontrado un trabajo de 2 dólares al día recogiendo café y cargando sacos de cemento. Además, la gente que ha vuelto a Bajo Calima no han encontrado más que un pueblo fantasma quemado.
"No estoy pensado volver a la guerra", dijo.
Luego estalló una batalla de todo un día entre los paramilitares y los guerrilleros de izquierda por el control de los cultivos de coca y de las rutas de transporte. El pueblo de Garcés, en la selva tropical de la costa del Pacífico de Colombia, cayó entre dos fuegos, el de los rebeldes, en las colinas, y el de los milicianos, abajo.
"Nos escondimos debajo de la cama todo el día, y al día siguiente se habían marchado todos", dijo Garcés, recordando ese terrible día de junio cuando su pueblo, Bajo Calima, se convirtió en un campo de batalla en la larga guerra de drogas del país.
"Todos estuvimos de acuerdo en que era hora de buscarnos otro futuro".
Así que el leñador de 25 años, su esposa, sus dos hijos y cerca de 500 vecinos se unieron a los inflados rangos de los desplazados internos de Colombia. Más de tres millones de personas han sido expulsadas de sus hogares por el conflicto civil entre grupos armados que se disputan por el dominio político y el control de las cosechas, especialmente de las vinculadas al comercio de drogas del país.
Sólo Sudán tiene más ciudadanos desplazados que Colombia, de acuerdo al Consejo de Refugiados noruego, un grupo de derechos humanos que ha trazado el mapa de los desplazados en todo el planeta para la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.
Aunque Colombia ha tenido una enorme población de desplazados durante dos décadas, según expertos sus rangos han aumentado rápidamente en los últimos meses y un número desproporcionado de ellos son, como Garcés, afro-colombianos. Son escogidos porque carecen de influencia política y sofisticación en una época en que sus casas en el campo se han convertido en objetivos económicos atractivos.
Ricardo Esquivia, coordinador general de Arvidas, un grupo de defensa de los desplazados en el estado de Sucre, dijo que la mayoría de los afroamericanos que poseen tierra propia carecen de conocimiento sobre sus derechos o del poder para hacerlos valer. Un factor que opera contra los afro-colombianos es la tasa de analfabetismo de 80 por ciento en las áreas donde viven muchos de ellos, dijo Esquivia, él mismo de origen afro-colombiano.
"Son históricamente vulnerables y han sido relegados a una condición más baja debido a que nunca han ejercido sus derechos económicos, sociales y culturales", dijo Jorge Rojas, un importante defensor de los derechos humanos y de los desplazados en Bogotá, la capital.
Esos derechos incluyen una disposición constitucional que garantiza los títulos de propiedad de la tierra de las comunidades rurales afro-colombianas que se organizan flojamente como grupo y han ocupado sus propiedades por diez años o más, dijo Luis Murillo, ex gobernador del estado de Choco. Murillo, también de ascendencia afro-colombiana, estima que un millón de afro-colombianos, o un tercio de los que viven en áreas rurales, han sido obligados a dejar sus tierras.
El crecimiento de los desplazados tiene mucho que ver con las variantes logísticas del multi-millonario comercio de cocaína de Colombia. El éxito de los programas de fumigación de Estados Unidos, destinados a erradicar el cultivo de coca en la zona amazónica de Colombia, ha provocado la mudanza de la producción de coca hacia áreas más remotas, incluyendo las zonas costeras en los alrededores de Bajo Calima, donde se concentran los afro-colombianos.
La ciudad portuaria de Buenaventura, cerca del pueblo natal de Garcés, y los estuarios que desembocan en ella, se han convertido en centros importantes en el procesamiento de la cocaína y de su transporte en Colombia, dijeron funcionarios policiales norteamericanos.
Garcés y otros residentes se pueden considerar afortunados por escapar con vida. En los últimos años, en pueblos como Bajo Calima, tanto grupos paramilitares como guerrilleros han masacrado a miles de personas de las que sospechaban que estaban colaborando con el enemigo o simplemente por estar en el camino.
Desde julio, Garcés ha vivido en las afueras de Pereira, enuna villa miseria llamada Plumón, construida a un lado de una quebrada. No tiene agua potable ni electricidad.
Refugiados internos como Garcés ejercen un gran presión en las ciudades donde se han mudado. "Es imposible resolver el problema de la vivienda. No somos capaces de ello", dijo el administrador de Ciudad Pereira, Germán Darío Salvarriaga, cuya ciudad en el interior -a unos 190 kilómetros al nordeste de Buenaventura y a 170 al oeste de Bogotá- está tratando de acomodar a 15 mil residentes desplazados, casi la mitad de ellos afro-colombianos.
Pereira ha construido tres nuevos hospitales y está construyendo casi mil unidades de viviendas para recibir a la gente desplazada, aunque necesita 4 mil casas más para hacer frente a la avalancha. Entretanto la delincuencia ha aumentado agudamente, dijo Saldarriaga.
"A veces nos sentimos superados, pero en otras ciudades como Melellín y Cali es mucho peor", dijo.
Grupos de derechos humanos dentro y fuera de Colombia ven un riesgo a largo plazo en la incapacidad del gobierno de proteger el derecho a la tierra de sus ciudadanos. Muchos dicen que las voces de los desplazados no están siendo atendidas en el naciente proceso de paz de Colombia.
Aunque los secuestros y asesinatos han disminuido, el proceso que inició el presidente Álvaro Uribe en julio de 2003 para desmovilizar a las facciones armadas de Colombia no es suficiente para garantizar que los desplazados puedan algún día volver a los millones de hectáreas de tierra que han abandonado, dijo Lisa Haugaard, del Grupo de Trabajo Latinoamericano, una coalición de agencias religiosas y humanitarias en Washington.
Haugaard y otros temen que una ley aprobada el verano pasado definiendo las condiciones de la "reinserción" de los combatientes en la sociedad signifique que la mayor parte de la tierra abandonada, en total unos que suma 4.5 millones de hectáreas, quede simplemente en manos de los paramilitares desmovilizados.
Si ese resultara ser el caso, villas miseria como Plumón, donde vive Garcés, y Bosques de Otún, podrían transformarse en semilleros de una futura generación de insurgentes colombianos, dijo.
"Definitivamente se omite el problema de los derechos a la tierra en el proceso de paz. Sin embargo, en el terreno será solucionado por medio de un conflicto y de una miríada de métodos conflictivos", dijo Haugaard.
Funcionarios de la embajada norteamericana en Bogotá temen que el problema de los desplazados de Colombia sea una bomba de tiempo y dijeron que los 30 millones de dólares anuales de ayuda de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional está siendo reasignada para concentrarse más en las necesidades de los afro-colombianos. Esa reasignación es en parte el resultado de presiones del Caucus Parlamentario Negro de Estados Unidos.
"Es una enorme crisis para un país que ya tiene que vérselas con otras crisis al mismo tiempo", dijo un funcionario de la embajada estadounidense que pidió conservar su anonimato.
El control del comercio de drogas no es el único motivo que explica que los grupos armados estén expulsando de sus tierras a los afro-colombianos. En el estado de Sucre, donde trabaja Esquivia, unas 60 mil personas han huido del campo hacia la capital del estado, Sincelejo, para escapar a la sangrienta lucha por el control de las plantaciones de aguacate y palmas o simplemente por el control territorial.
Adelina Zúñiga abandonó hace dos años su granja de 6 hectáreas en Macayepa para mudarse a Sincelejo después de que masacres de sospechosos de simpatizantes de la guerrilla enviaran un escalofriante mensaje. Tras huir de su tierra, su familia de 15 pernoctó al principio en una sola habitación en una villa miseria de Sincelejo. Ahora se ha convertido en una líder de los desplazados y pastor de una iglesia evangélica local.
"La gente llega y no tiene dónde quedarse, no tienen trabajo y son acosados por la policía local. Casi todos los viejos que llegaron con nosotros han muerto por el abandono. Pasan de ser importantes a sentirse inútiles. No ven una solución", dijo Zúñiga.
La llegada masiva de refugiados ha provocado problemas sociales, incluyendo la prostitución de las adolescentes y el crecimiento de las pandillas callejeras, dijo Esquivia, del grupo de apoyo Arvidas.
Hasta que mejore la seguridad en casa, Garcés piensa seguir viviendo en la villa miseria Plumón, de Pereira, donde ha encontrado un trabajo de 2 dólares al día recogiendo café y cargando sacos de cemento. Además, la gente que ha vuelto a Bajo Calima no han encontrado más que un pueblo fantasma quemado.
"No estoy pensado volver a la guerra", dijo.
4 de enero de 2004
©los angeles times
©traducción mQh
0 comentarios