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penurias de una esclava sexual


[Patrice M. Jones] Mexicana lucha para recuperarse de cuatro meses de servidumbre.
Los Angeles, Estados Unidos. Yolanda Echeverría tiene la mirada vacía de los que han visto demasiado.
Ha tratado de olvidar el pasado. Pero a menudo sus pensamientos la hacen volver a siete años atrás, cuando vivía en un obscuro cuarto con un colchón en el suelo.
Allá, durante doce horas al día, tenía sexo con un hombre tras otro, y sentía que su vida se le estaba escapando.
Por la noche se desplomaba en ese colchón sintiéndose vacía y despertaba para volver a vivir el mismo infierno. Parecía que no tenía escape.
Yolanda quedó atrapada en el trágico ciclo que se repite miles de veces todos los años en todo el mundo cuando jóvenes mujeres son engañadas o forzadas al tráfico sexual en Estados Unidos.
Aunque algunas saben que tendrán que vender sus cuerpos por dinero, piensan que valdrá la pena si pueden ayudar a sus familias. Pero a menudo terminan con las manos vacías. Algunas son asesinadas. Las que sobreviven quedan con cicatrices para toda la vida.
Como una de un grupo de cuatro mujeres jóvenes -una de ellas de sólo 14 años-, Yolanda fue durante cuatro meses prisionera en una serie de casas en California del Sur. Entonces tenía 19; sin hablar inglés, no tenía idea de dónde se encontraba. Ella y otras mujeres debían guardar silencio. Les dijeron que si la policía las descubría, serían encarceladas y deportadas.
Durante sus horas despiertas, trabajaban como esclavas sexuales para un chulo que las reclutó en pobres pueblos mexicanos, prometiéndoles que ganarían dinero para enviar a sus familias.
"En ese momento de mi vida, sentí que estaba en un hoyo del que no se podía salir", dice Yolanda, mirando en el vacío. "Todos mis planes y sueños se estaban derrumbando".
En el caso de Yolanda, los barrotes para mantener alejados a los intrusos, eran usados para mantener dentro a las chicas. Las ventanas de la casa estaban siempre cubiertas. No les permitían mirar a la calle. Por la noche les quitaban el cable del teléfono, cuando salía el último ‘cliente’.
Los hombres empezaban a llegar a las once de la mañana, y seguían llegando hasta las once de la noche. Tenían que atender a nueve o diez hombres al día, pasara lo que pasara.
"Cuando teníamos la regla", dice Yolanda, "simplemente nos daban esponjas y nos decían que nos aseáramos. Nos tenían ahí todo el tiempo. Dormíamos donde trabajábamos".
Mujeres como Yolanda que son engatusadas en el tráfico sexual a menudo ceden ante la coerción porque para muchas, ser mujer ha significado siempre que no tienen derechos. La sociedad en la que se criaron les hace creer que son ciudadanas de segunda clase. A menudo se sienten impotentes para defenderse a sí mismas. Han sido a menudo abusadas por sus propios parientes, por amigos y desconocidos.
El viaje de Yolanda empezó en el mísero pueblo donde vivía, no muy lejos de las famosas playas de Acapulco que atraen a turistas ricachones. Tenía nueve hermanos. Su padre era un campesino; su madre, lavandera. Se convirtió en una chica atractiva, de grandes ojos negros y piel color almendra; vivía en una choza con piso de tierra que se inundaba cuando llovía. Sólo terminó la escuela primaria.
A los 14 Yolanda se casó con un hombre de 28 que la obligó a casarse con él haciéndola caer un día de su bicicleta y violándola. Dijo que había tenido que casarse con él porque después de haber sido violada nadie la querría. Sus padres accedieron lamentándose.
Finalmente Yolanda dejó a su marido cuando él le dijo que tenía que abortar. Volvió con sus padres y juró que tendría su bebé.
Poco después un contrabandista se cruzó en su vida, cuando Yolanda se sentía atrapada, como una madre adolescente que veía el futuro de su hija a través de su propia y atrofiada infancia. El contrabandista le dijo que le costaría 750 dólares llegar a Estados Unidos. Yolanda se fue con él por un capricho del momento, sin contarle nada ni siquiera a sus padres.
Con los años, Yolanda ha cambiado su historia sobre si sabía entonces o no que al llegar a Estados Unidos trabajaría como prostituta.
Pero ella insiste en que cuando llegó, no tenía otras opciones. Le dijeron que le pagarían 15 dólares por cliente, que pagaban 60 dólares por sexo, dice.
Pero nunca le pagaron, y ella y las otras mujeres eran maltratadas física y psicológicamente, dice. Rotaban de una miserable casa a otra, y a menudo pasaban hambre.
Después de cuatro meses Yolanda escapó cuando en enero de 1999 se apareció la policía por la casa donde estaba viviendo en Long Beach. Era la cuarta casa a la que la habían llevado.
Yolanda vive atormentada por el recuerdo de su hija y hermana menor, que estaban en su casa el día que se fue de México. Su hija le ha pedido que le lleve caramelos cuando vuelva. Su hija tiene ahora once años.
Yolanda está tratando de traer aquí a su hija, pero de momento no ha sido capaz porque carece de los recursos para navegar a través de la burocracia del gobierno mexicano.
"Tengo miedo de que un hombre la tome a la fuerza, como me pasó a mí", dice. "Es por eso que quiero que se venga".
"Estoy perdiendo las esperanzas de volverla a ver", continuó, acariciando sus largos cabellos negros. "Mi madre me dijo que ya está grande. A veces me siento fuerte, pero hay veces en que tengo mucho miedo y me deprimo mucho".
El chulo de Yolanda, Sammy Cheung, fue condenado en junio de 2000 y pasará más de doce años en una cárcel federal. Pero Yolanda todavía se imagina que a veces ve a Cheung -al que sólo conocía como ‘Bobby’- en las calles.
En Los Angeles, Yolanda encuentra seguridad fundiéndose con el escenario. Trabaja en una restaurante de comida rápida. Su inglés es todavía deficiente; sigue clase cuando puede. Tiene pocos amigos.
"Tengo miedo de ese hombre -que un día lo dejen libre y descubra dónde estoy. Me gustaría terminar todos los trámites y traer a mi hija aquí. Quizás podamos mudarnos a un lugar más aislado".
Ha recurrido a terapeutas, pero todavía tiene problemas.
"Si no me he matado es por mi hija, sólo por ella", dice Yolanda. "Porque si ella no existiera, yo no tendría razones para vivir".
"Antes, nada me importaba. Pero ahora, a veces, me siento desesperada y me dan ganas de romper las cosas".

28 de diciembre de 2005

©chicago tribune
©traducción mQh

1 comentario

Rodrigo Quiroga -

impactante historia, cuando miro hacia ese pais , sin conocerlo, supongo que una nacion tan desarrollada y poderosa debiera estar lejos de los vicios de la humanidad y la falta de oportunidad de los seres humanos , pero veo ; Si esto es real, que no es asi, y es lamentable que ocurra.
Ojala nuestra sociedad logre entregarnos las herramientas y las posibilidades de mejorar la calidad de vida de los habitantes de este planeta, cualquiera sea su condicion.