suicidios y justicia en genocidio ruandés
[Craig Timberg] Cuando se inician los juicios populares por el genocidio de 1994, muchos acusados se suicidan para escapar a la justicia.
Shyorongi, Ruanda. En los años tras el genocidio de Ruanda en 1994, Innocent Mulinda, 39, empezó una familia, cultivó su granja de tierra roja y ganó las elecciones locales para un cargo gubernamental. Los rumores de que había participado en una milicia de asesinos en este pueblo en la ladera de un cerro, parecían cosa del pasado.
Pero todo eso cambió con una repentina venganza en abril pasado, dijeron testigos, cuando un miembro confeso de la milicia dijo ante un tribunal tradicional al aire libre que Mulinda no sólo era un compañero de la milicia, sino que además era el jefe, que portaba un AK-47, que levantaba puestos de control en las carreteras y exhortaba otros a matar.
Horas después del testimonio, cuando la oscuridad había caído sobre este vecindario de casas de paredes de adobe, Mulinda se bebió una botella de pesticida. Dejaría atrás a su mujer, dos hijos niños y sentimientos mezclados entre los ruandeses, que anhelan una justicia ordenada con confesiones completas y castigos adecuados para los autores de crímenes.
La terrible muerte de Mulinda, que su esposa dijo que tomó más de dos días, fue una más de una avalancha de suicidios e intentos de suicidio que han registrado funcionarios ruandeses en el curso del año pasado entre acusados de genocidio cuando los tribunales tradicionales empezaron a ver sus casos. Entre marzo y fines de diciembre, se suicidaron 69 acusados y otros 44 trataron de hacerlo. Muchos otros intentaron suicidarse, o se suicidaron, en los meses en que todavía no empezaba a llevarse la cuenta.
No está claro qué ha motivado los suicidios -un sentimiento tardío de culpa, vergüenza, temor a la cárcel o miedo a denunciar a amigos que también participaron en la masacre étnica de cien días durante la cual la mayoría de las 800 mil víctimas fueron matadas a machetazos o golpeadas con palos hasta la muerte.
Y aunque los sobrevivientes muestran poca simpatía por los participantes que se suicidaron más de una década más tarde, algunos dicen que sus esperanzas de clausura -una confesión pública de sus crímenes y denuncia de sus cómplices, así como detalles sobre las últimas horas de sus víctimas- se han visto entorpecidas por los suicidios.
"Nadie tiene el derecho a castigarse a sí mismo", dice Benoit Kaboyi, secretario ejecutivo de la asociación de sobrevivientes del genocidio más grande de Ruanda. "Tienen que sufrir por lo que han hecho".
Los ocho millones de habitantes de Ruanda están embotellados en un territorio más pequeño que Maryland, convirtiéndola en una de las sociedades agrarias más densamente pobladas del planeta. En muchos lugares, casi todo pedazo de la rojiza tierra se encuentra bajo cultivo en un mosaico de campos que se estiran hacia arriba, y a menudo sobre los innumerables cerros de Ruanda.
Muchos de los asesinatos ocurrieron cuando las milicias hutu recorrieron las aldeas en las escarpadas colinas buscando tutsis, una minoría étnica, y aquellos que trataban de defenderlos. En Shyorongi, una ciudad comercial al borde de la carretera a unos 20 kilómetros al norte de la capital, Kigali, las milicias mataron a unas 6000 personas -más personas que los habitantes de hoy.
Los acusados de organizar e incitar al genocidio están siendo juzgados en un tribunal internacional en la vecina Tanzania. El sobrecargado sistema judicial ruandés se ocupa solamente de acusaciones de asesinato y violación.
El caso de Mulinda fue tratado en uno de los más de 12 mil tribunales tradicionales, llamados gacaca, "a la sombra", donde ciudadanos corrientes juzgan, condenan y fijan castigos para los acusados de delitos menores como saqueo y participación indirecta en las muertes.
Esos tribunales no pueden dictar pena de muerte, pero sí pueden condenar a los hechores a largas penas de prisión o de servicio comunitario, y ordenar que se pague indemnización a los familiares de las víctimas. También pueden referir casos de violación y homicidio al sistema judicial criminal si cuentan con evidencias claras.
Se espera que los tribunales gacaca vean al menos 100 mil casos. Pero los funcionarios ficen que podrían llegar a 500 mil, ya que la primera ronda de acusados -muchos de los cuales son ex prisioneros liberados a cambio de su declaración de culpabilidad- implicarán a otros en sus testimonios.
Funcionarios de los tribunales, que empezaron a llevar cuenta de los suicidios en marzo después de una ronda inicial de casos en enero y febrero del año pasado, han documentado los horrores: Un viejo se lanzó a las agua del Lago Kivu, en la frontera occidental de Ruanda, el día en que fue acusado de matar a varios de sus nietos. Un hombre de 28, el último sobreviviente de su familia, se mató después de ser acusado de violar a su madre tutsi, de acuerdo a funcionarios del tribunal.
"A veces descubrimos situaciones que no podemos entender", dijo la secretaria ejecutiva del tribunal, Domitilla Mukantaganzwa. "Estamos orando por nuestro país".
En Gashora, a unos 50 kilómetros al este de Kigali, Sylvester Ngiriyambonye, 56, volvió a casa en 2003 después de pasar años en las lúgubres y hacinadas cárceles de Ruanda por su papel en la muerte de una mujer tutsi y su hija adolescente.
Dos años más tarde, un funcionario de gobierno visitó Gashora para empezar a organizar el tribunal gacaca donde, según las reglas y la confesión de culpabilidad de Ngiriyambonye, habría sido obligado a declarar contra otros miembros de la milicia. En lugar de eso, dijo su viuda, se colgó de un árbol.
En la cercana Lirima, Charles Rubuga, 67, fue acusado en abril pasado de matar a un hombre en una barricada en la carretera. Según sus familiares durante los tres días de vistas en el tribunal, negó las acusaciones.
"Pero volvió cambiado", dijo su viuda, Angelina Ntibanoga, 65, que estuvo casada con Rubuga durante 45 años.
"En todos los años que vivimos juntos, nunca agredí a nadie", recordó que decía. "Nunca he matado a nadie y ahora me están acusando de asesinato".
A la mañana siguiente, dijo ella, Rubuga caminó varios kilómetros hacia el río Nyabarongo, infestado de cocodrilos, se quitó la ropa, dejó a un lado su machete y se lanzó al agua.
Cualquiera fueran sus supuestos crímenes durante el genocidio, los que se han suicidado han abierto un inesperado agujero en las vidas de los amigos y familiares que quedan detrás.
En Shyorongi, Jeanviere Nzamwitakuze, 31, se casó con Mulinda un año después del genocidio. Ella había oído rumores de su participación, pero creyó en su versión de que había sido un miliciano de bajo nivel que nunca había matado a nadie.
Ahora tendrá que ocuparse de la cosecha de frijoles, maíz y guisantes de la familia ella sola, así como criar a sus hijos. Su decisión de dejarlos atrás le ha causado una gran tristeza y confusión, dijo, aunque sostiene que fue el dolor de un furúnculo en su pierna lo que lo llevó a matarse, no la angustia por las acusaciones.
"Hay tanta gente acusada de lo mismo, y todavía están vivos", dijo, apartando sus ojos llenos de lágrimas.
El hombre que acusó a Mulinda de participar en el genocidio, Canisous Munyeraraba, 36, un compañero de la milicia, implicó a más de una docena de milicianos. Por confesar la posesión ilegal de un arma y saqueo, Munyeraraba fue liberado de la prisión, al menos temporalmente, y recibirá eventualmente una condena reducida.
Munyeraraba dijo que el tormento de verse confrontados con sus horrendos crímenes es más de lo que algunos hombres pueden soportar. Dijo que Mulinda había sido un hombre afable y honorable, tanto antes como después de sus crímenes.
"Mucha gente cambió durante el genocidio", dijo Munyeraraba. Mulinda "no era una persona violenta. Simplemente se vio en medio de las atrocidades, como muchos otros".
Otros están menos inclinados a disculpar lo que Mulinda hizo. Beatrice Mukamusoni, 41, una alta y delgada tutsi, no vio a Mulinda cometer ningún crimen porque huyó de Shyorongi durante los primeros días de la masacre, dijo. Pero Mukamusoni, cuyo marido, padres, hermana e hijo mayor fue asesinados durante el genocidio, dijo que había oído rumores de que él era el jefe de la milicia de su vecindario.
"Toda la gente que jugó un papel debería resolver sus casos matándose", dijo, sin una huella de pesar.
Pero sus emociones sobre la muerte de Mulinda eran más complejas. En los últimos años había respetado su trabajo como funcionario oficial, y había disfrutado de una cordial amistad. Esas cosas no son infrecuentes en la Ruanda de después del genocidio, donde asesinos y sobrevivientes han vuelto a casa a las mismas aldeas, y a menudo viven lado a lado.
Al oír la noticia del suicidio de Mulinda, dijo, sólo sintió tristeza.
"Si no es inocente, quiere decir que muchos otros que viven entre nosotros tampoco lo son", dijo. "Así que ¿vamos a vivir solos aquí?"
Pero todo eso cambió con una repentina venganza en abril pasado, dijeron testigos, cuando un miembro confeso de la milicia dijo ante un tribunal tradicional al aire libre que Mulinda no sólo era un compañero de la milicia, sino que además era el jefe, que portaba un AK-47, que levantaba puestos de control en las carreteras y exhortaba otros a matar.
Horas después del testimonio, cuando la oscuridad había caído sobre este vecindario de casas de paredes de adobe, Mulinda se bebió una botella de pesticida. Dejaría atrás a su mujer, dos hijos niños y sentimientos mezclados entre los ruandeses, que anhelan una justicia ordenada con confesiones completas y castigos adecuados para los autores de crímenes.
La terrible muerte de Mulinda, que su esposa dijo que tomó más de dos días, fue una más de una avalancha de suicidios e intentos de suicidio que han registrado funcionarios ruandeses en el curso del año pasado entre acusados de genocidio cuando los tribunales tradicionales empezaron a ver sus casos. Entre marzo y fines de diciembre, se suicidaron 69 acusados y otros 44 trataron de hacerlo. Muchos otros intentaron suicidarse, o se suicidaron, en los meses en que todavía no empezaba a llevarse la cuenta.
No está claro qué ha motivado los suicidios -un sentimiento tardío de culpa, vergüenza, temor a la cárcel o miedo a denunciar a amigos que también participaron en la masacre étnica de cien días durante la cual la mayoría de las 800 mil víctimas fueron matadas a machetazos o golpeadas con palos hasta la muerte.
Y aunque los sobrevivientes muestran poca simpatía por los participantes que se suicidaron más de una década más tarde, algunos dicen que sus esperanzas de clausura -una confesión pública de sus crímenes y denuncia de sus cómplices, así como detalles sobre las últimas horas de sus víctimas- se han visto entorpecidas por los suicidios.
"Nadie tiene el derecho a castigarse a sí mismo", dice Benoit Kaboyi, secretario ejecutivo de la asociación de sobrevivientes del genocidio más grande de Ruanda. "Tienen que sufrir por lo que han hecho".
Los ocho millones de habitantes de Ruanda están embotellados en un territorio más pequeño que Maryland, convirtiéndola en una de las sociedades agrarias más densamente pobladas del planeta. En muchos lugares, casi todo pedazo de la rojiza tierra se encuentra bajo cultivo en un mosaico de campos que se estiran hacia arriba, y a menudo sobre los innumerables cerros de Ruanda.
Muchos de los asesinatos ocurrieron cuando las milicias hutu recorrieron las aldeas en las escarpadas colinas buscando tutsis, una minoría étnica, y aquellos que trataban de defenderlos. En Shyorongi, una ciudad comercial al borde de la carretera a unos 20 kilómetros al norte de la capital, Kigali, las milicias mataron a unas 6000 personas -más personas que los habitantes de hoy.
Los acusados de organizar e incitar al genocidio están siendo juzgados en un tribunal internacional en la vecina Tanzania. El sobrecargado sistema judicial ruandés se ocupa solamente de acusaciones de asesinato y violación.
El caso de Mulinda fue tratado en uno de los más de 12 mil tribunales tradicionales, llamados gacaca, "a la sombra", donde ciudadanos corrientes juzgan, condenan y fijan castigos para los acusados de delitos menores como saqueo y participación indirecta en las muertes.
Esos tribunales no pueden dictar pena de muerte, pero sí pueden condenar a los hechores a largas penas de prisión o de servicio comunitario, y ordenar que se pague indemnización a los familiares de las víctimas. También pueden referir casos de violación y homicidio al sistema judicial criminal si cuentan con evidencias claras.
Se espera que los tribunales gacaca vean al menos 100 mil casos. Pero los funcionarios ficen que podrían llegar a 500 mil, ya que la primera ronda de acusados -muchos de los cuales son ex prisioneros liberados a cambio de su declaración de culpabilidad- implicarán a otros en sus testimonios.
Funcionarios de los tribunales, que empezaron a llevar cuenta de los suicidios en marzo después de una ronda inicial de casos en enero y febrero del año pasado, han documentado los horrores: Un viejo se lanzó a las agua del Lago Kivu, en la frontera occidental de Ruanda, el día en que fue acusado de matar a varios de sus nietos. Un hombre de 28, el último sobreviviente de su familia, se mató después de ser acusado de violar a su madre tutsi, de acuerdo a funcionarios del tribunal.
"A veces descubrimos situaciones que no podemos entender", dijo la secretaria ejecutiva del tribunal, Domitilla Mukantaganzwa. "Estamos orando por nuestro país".
En Gashora, a unos 50 kilómetros al este de Kigali, Sylvester Ngiriyambonye, 56, volvió a casa en 2003 después de pasar años en las lúgubres y hacinadas cárceles de Ruanda por su papel en la muerte de una mujer tutsi y su hija adolescente.
Dos años más tarde, un funcionario de gobierno visitó Gashora para empezar a organizar el tribunal gacaca donde, según las reglas y la confesión de culpabilidad de Ngiriyambonye, habría sido obligado a declarar contra otros miembros de la milicia. En lugar de eso, dijo su viuda, se colgó de un árbol.
En la cercana Lirima, Charles Rubuga, 67, fue acusado en abril pasado de matar a un hombre en una barricada en la carretera. Según sus familiares durante los tres días de vistas en el tribunal, negó las acusaciones.
"Pero volvió cambiado", dijo su viuda, Angelina Ntibanoga, 65, que estuvo casada con Rubuga durante 45 años.
"En todos los años que vivimos juntos, nunca agredí a nadie", recordó que decía. "Nunca he matado a nadie y ahora me están acusando de asesinato".
A la mañana siguiente, dijo ella, Rubuga caminó varios kilómetros hacia el río Nyabarongo, infestado de cocodrilos, se quitó la ropa, dejó a un lado su machete y se lanzó al agua.
Cualquiera fueran sus supuestos crímenes durante el genocidio, los que se han suicidado han abierto un inesperado agujero en las vidas de los amigos y familiares que quedan detrás.
En Shyorongi, Jeanviere Nzamwitakuze, 31, se casó con Mulinda un año después del genocidio. Ella había oído rumores de su participación, pero creyó en su versión de que había sido un miliciano de bajo nivel que nunca había matado a nadie.
Ahora tendrá que ocuparse de la cosecha de frijoles, maíz y guisantes de la familia ella sola, así como criar a sus hijos. Su decisión de dejarlos atrás le ha causado una gran tristeza y confusión, dijo, aunque sostiene que fue el dolor de un furúnculo en su pierna lo que lo llevó a matarse, no la angustia por las acusaciones.
"Hay tanta gente acusada de lo mismo, y todavía están vivos", dijo, apartando sus ojos llenos de lágrimas.
El hombre que acusó a Mulinda de participar en el genocidio, Canisous Munyeraraba, 36, un compañero de la milicia, implicó a más de una docena de milicianos. Por confesar la posesión ilegal de un arma y saqueo, Munyeraraba fue liberado de la prisión, al menos temporalmente, y recibirá eventualmente una condena reducida.
Munyeraraba dijo que el tormento de verse confrontados con sus horrendos crímenes es más de lo que algunos hombres pueden soportar. Dijo que Mulinda había sido un hombre afable y honorable, tanto antes como después de sus crímenes.
"Mucha gente cambió durante el genocidio", dijo Munyeraraba. Mulinda "no era una persona violenta. Simplemente se vio en medio de las atrocidades, como muchos otros".
Otros están menos inclinados a disculpar lo que Mulinda hizo. Beatrice Mukamusoni, 41, una alta y delgada tutsi, no vio a Mulinda cometer ningún crimen porque huyó de Shyorongi durante los primeros días de la masacre, dijo. Pero Mukamusoni, cuyo marido, padres, hermana e hijo mayor fue asesinados durante el genocidio, dijo que había oído rumores de que él era el jefe de la milicia de su vecindario.
"Toda la gente que jugó un papel debería resolver sus casos matándose", dijo, sin una huella de pesar.
Pero sus emociones sobre la muerte de Mulinda eran más complejas. En los últimos años había respetado su trabajo como funcionario oficial, y había disfrutado de una cordial amistad. Esas cosas no son infrecuentes en la Ruanda de después del genocidio, donde asesinos y sobrevivientes han vuelto a casa a las mismas aldeas, y a menudo viven lado a lado.
Al oír la noticia del suicidio de Mulinda, dijo, sólo sintió tristeza.
"Si no es inocente, quiere decir que muchos otros que viven entre nosotros tampoco lo son", dijo. "Así que ¿vamos a vivir solos aquí?"
Silver Bugingo contribuyó a este reportaje.
17 de febrero de 2006
©washington post
©traducción mQh
0 comentarios