con la droga entre las piernas
[Ronald Gallardo] Me ponen el kilo y medio de coca en un triángulo de tela adhesiva sobre la pelvis, otro pedazo con pañal en la entre piernas y un par de zapatos preparados con el polvo prensado entre la suela.
No tengo muy claros los tiempos, ya que cuatro años consumiendo cocaína todos los días se pasan muy rápido. Recuerdo que en enero del 90 estaba trabajando de mucama en un motel de Gran Avenida sur. Me encuentro con una amiga que hace mucho que no veía y me dice que está llevando polvo a Europa; me pregunta si me animo a llevar un kilo y medio a Madrid.
Hay cosas que sé que no podría hacer jamás en mi vida, como entrar con una ametralladora a un banco y salir con 20 palos, pero ésta la veo. Estaba ganando 100 mil al mes trabajando todos los días, con medio domingo para ir a buscar a mi hijo e invitarlo a un helado, y mi amiga me ofrece cinco mil dólares. Puedo pasarle dinero a mi madre y a mi hijo y hasta pensar en poner un pequeño negocio. Me ponen el kilo y medio de coca en un triángulo de tela adhesiva sobre la pelvis, otro pedazo con pañal en la entre piernas y un par de zapatos preparados con el polvo prensado entre la suela.
Paso tranquila el aeropuerto de Pudahuel. Llego a Francia y paso con una monja con la que me puse a conversar durante el viaje. Ningún problema. A los pasajeros de paso, por lo general, no los revisan. De ahí tomo el vuelo a Barajas. Tampoco me revisan. En Madrid hago el contacto, entrego y me dan las cinco lucas verdes. Lo primero que hago es mandarle plata a mi familia; hace cuatro años que no les daba un peso. Me voy un mes a Barcelona a la casa de un dato que me dieron y vuelvo a Santiago.
Me ofrecen otro viaje para el mes de junio. Me había ido tan bien que digo: sí, voy nuevamente. Es el mismo procedimiento, pero ahora debo ir a Roma. Yo quiero volver a entrar por Francia, pero me dicen que no, que esta vez voy a entrar por Portugal porque en Francia, días previos, habían caído un par de latinos. Ahora es Lisboa-Roma. Me acomodan el kilo y medio igual que la vez anterior, vuelvo a pasar sin drama los controles en Pudahuel. En el avión estoy todo el viaje hablando con un hombre mayor que es maestro de cocina. Me pregunto: ¿paso con él? Si tienen que elegir entre una pareja y una mujer joven sola que viene de Sudamérica, la más vulnerable soy yo. Pero mi maleta sale primero y no sé por qué mierda no lo espero y me voy. Salgo, me paran y me separan en una fila. Somos como diez personas. Me empiezan a revisar. El policía me dice: desabróchate el pantalón. Y la coca está ahí.
Me lleva a otra oficina, me esposan, ningún maltrato, nada de eso. Me quedo mirando un monito en una jaula que alguien quiso pasar ilegalmente. Me llevan al TIC, policía judicial, donde se define si uno va preso o queda en libertad. Me toman declaración. Digo que había conocido a una persona en una feria de ropa donde tenía un puesto, que me fue prestando plata para pagar a los proveedores, que yo se la iba devolviendo de a poco hasta que llegó un momento en que no le pude pagar más. Que el tipo me vino a apretar con violencia y que si en 15 días no se la devolvía que me diera por muerta.
Amenazada y asustada es coacción, por lo que supuse que era menor la pena. Primero pensé en hacerme cargo de todo, pero se me ocurre esa historia. Por suerte, porque después me entero de que el artículo 19, que es por tráfico solamente, dice que la pena va de cuatro a doce años y se puede salir con la mitad cumplida. En cambio, en el artículo 21, que es compra y tráfico, la pena va de seis a quince y para salir hay que cumplir los dos tercios. Me preguntan el nombre del tipo que me dio la coca y le doy el nombre de Raúl, un viejo amigo mío muy buena onda que había muerto hacía muchos años. Pensaba en cuántas veces me había preguntado, al verlos por televisión, qué sentirían esos tipos que atrapados por la policía, tirados en el piso y con la cabeza cubierta con un chaleco, estaban hasta el tuétano. Ahora era yo quien estaba hasta el tuétano. Lo que más me dolía era no ver a mi hijo. Tuve que avisar a mi familia. Llamé a mi madre y me dijo que era una imbécil. Y si era una imbécil, tenía que asumir que todo lo que me estaba pasando lo había provocado yo.
No me quedaba otra que adaptarme lo mejor posible. Estuve dos meses en el TIC. En celdas para 15 mujeres, pero convivíamos 26. Como yo soy criada en la calle desde muy adolescente, no tengo problema a la hora de comunicarme. No faltó quien me preguntara por mis zapatos, pero yo se los había entregado a la policía. Algunas llegan con la entresuela cargada y después la venden adentro. Un día, las guardias nos obligan a salir a un patio a las tres de la tarde con un calor de locos. Nos amotinamos, mandamos a llamar a la directora, empezamos a hacer todo tipo de reclamos. Al otro día salimos despachadas cada una para prisiones diferentes. A mí me toca Caxias, cárcel preventiva de mujeres en el centro de Lisboa. Allí tuve que esperar el juicio para recién pasar a la cárcel de condenadas.
Hay cosas que sé que no podría hacer jamás en mi vida, como entrar con una ametralladora a un banco y salir con 20 palos, pero ésta la veo. Estaba ganando 100 mil al mes trabajando todos los días, con medio domingo para ir a buscar a mi hijo e invitarlo a un helado, y mi amiga me ofrece cinco mil dólares. Puedo pasarle dinero a mi madre y a mi hijo y hasta pensar en poner un pequeño negocio. Me ponen el kilo y medio de coca en un triángulo de tela adhesiva sobre la pelvis, otro pedazo con pañal en la entre piernas y un par de zapatos preparados con el polvo prensado entre la suela.
Paso tranquila el aeropuerto de Pudahuel. Llego a Francia y paso con una monja con la que me puse a conversar durante el viaje. Ningún problema. A los pasajeros de paso, por lo general, no los revisan. De ahí tomo el vuelo a Barajas. Tampoco me revisan. En Madrid hago el contacto, entrego y me dan las cinco lucas verdes. Lo primero que hago es mandarle plata a mi familia; hace cuatro años que no les daba un peso. Me voy un mes a Barcelona a la casa de un dato que me dieron y vuelvo a Santiago.
Me ofrecen otro viaje para el mes de junio. Me había ido tan bien que digo: sí, voy nuevamente. Es el mismo procedimiento, pero ahora debo ir a Roma. Yo quiero volver a entrar por Francia, pero me dicen que no, que esta vez voy a entrar por Portugal porque en Francia, días previos, habían caído un par de latinos. Ahora es Lisboa-Roma. Me acomodan el kilo y medio igual que la vez anterior, vuelvo a pasar sin drama los controles en Pudahuel. En el avión estoy todo el viaje hablando con un hombre mayor que es maestro de cocina. Me pregunto: ¿paso con él? Si tienen que elegir entre una pareja y una mujer joven sola que viene de Sudamérica, la más vulnerable soy yo. Pero mi maleta sale primero y no sé por qué mierda no lo espero y me voy. Salgo, me paran y me separan en una fila. Somos como diez personas. Me empiezan a revisar. El policía me dice: desabróchate el pantalón. Y la coca está ahí.
Me lleva a otra oficina, me esposan, ningún maltrato, nada de eso. Me quedo mirando un monito en una jaula que alguien quiso pasar ilegalmente. Me llevan al TIC, policía judicial, donde se define si uno va preso o queda en libertad. Me toman declaración. Digo que había conocido a una persona en una feria de ropa donde tenía un puesto, que me fue prestando plata para pagar a los proveedores, que yo se la iba devolviendo de a poco hasta que llegó un momento en que no le pude pagar más. Que el tipo me vino a apretar con violencia y que si en 15 días no se la devolvía que me diera por muerta.
Amenazada y asustada es coacción, por lo que supuse que era menor la pena. Primero pensé en hacerme cargo de todo, pero se me ocurre esa historia. Por suerte, porque después me entero de que el artículo 19, que es por tráfico solamente, dice que la pena va de cuatro a doce años y se puede salir con la mitad cumplida. En cambio, en el artículo 21, que es compra y tráfico, la pena va de seis a quince y para salir hay que cumplir los dos tercios. Me preguntan el nombre del tipo que me dio la coca y le doy el nombre de Raúl, un viejo amigo mío muy buena onda que había muerto hacía muchos años. Pensaba en cuántas veces me había preguntado, al verlos por televisión, qué sentirían esos tipos que atrapados por la policía, tirados en el piso y con la cabeza cubierta con un chaleco, estaban hasta el tuétano. Ahora era yo quien estaba hasta el tuétano. Lo que más me dolía era no ver a mi hijo. Tuve que avisar a mi familia. Llamé a mi madre y me dijo que era una imbécil. Y si era una imbécil, tenía que asumir que todo lo que me estaba pasando lo había provocado yo.
No me quedaba otra que adaptarme lo mejor posible. Estuve dos meses en el TIC. En celdas para 15 mujeres, pero convivíamos 26. Como yo soy criada en la calle desde muy adolescente, no tengo problema a la hora de comunicarme. No faltó quien me preguntara por mis zapatos, pero yo se los había entregado a la policía. Algunas llegan con la entresuela cargada y después la venden adentro. Un día, las guardias nos obligan a salir a un patio a las tres de la tarde con un calor de locos. Nos amotinamos, mandamos a llamar a la directora, empezamos a hacer todo tipo de reclamos. Al otro día salimos despachadas cada una para prisiones diferentes. A mí me toca Caxias, cárcel preventiva de mujeres en el centro de Lisboa. Allí tuve que esperar el juicio para recién pasar a la cárcel de condenadas.
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