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santos patronos y retornados


[N.C. Aizenman] Los salvadoreños que emigraron a Washington han convertido a su pueblo natal de Intipuca en un ejemplo de prosperidad.
Intipuca, El Salvador. Las bandas de mariachis recorrieron las calles. Muchachas con vestidos de volantes lanzaban caramelos desde las carrozas de un desfile. Y grupos de niños chillaban con regocijo cuando esta comunidad en la cima de un cerro empezaba el más eterno de los rituales de las pequeñas ciudades latinas: la fiesta anual del santo patrono.
Pero las conversaciones entre los espectadores que se apostaban a lo largo de la ruta a través de Intipuca este mes también delataban el giro moderno de las celebraciones de este año.
"Realmente, ¿así que viajaste con United?", preguntó un hombre con una camisa de polo a rayas y pantalones kaki a otro. "¿Te dejan traer tanto equipaje como Delta?"
Casi treinta años después de que prácticamente toda una generación huyera de la pobreza y de la guerra civil de El Salvador a la búsqueda de una vida mejor en el área de Washington, los inmigrantes salvadoreños están regresando en masa a visitar sus pueblos natales. Sus viajes son tan frecuentes que muchos están tan involucrados en la vida en sus pueblos natales como en la de sus ciudades adoptivas en Maryland, Virginias y el Distrito.
En Intipuca, un traquilo pueblo en la costa del Pacífico, la gente calcula que un 80 por ciento de los siete mil habitantes antes del éxodo, viven ahora en la región de Washington. Muchos de ellos vienen a menudo a controlar las tiendas y negocios que tienen en el pueblo. Otros vienen tres o cuatro veces al año, de vacaciones. Uno, un vecino de Arlington, incluso fue candidato a alcalde en su viejo pueblo natal. Hugo Salinas hizo campaña en las calles en un camión con una reproducción de tres metros del Monumento a Washington montado en la parte de atrás. Perdió el domingo por unos cien votos.
Incluso los que sólo pueden viajar una vez al años dicen que no se pueden perder la fiesta del santo patrono de Intipuca. Este año la maratón de una semana de fuegos artificiales, desfiles de carnaval, paradas, partidos de fútbol, rodeos, procesiones religiosas y bailes han atraído a unos 400 inmigrantes del área de Washington.
"Somos como pollos, y Intipuca es como nuestra gallina", dice Aloides Andrade, 53, camarero del Marriot Wardman Park Hotel en Northwest Washington. "Nos pone contentos estar cerca de ella".
A diferencia de inmigrantes de continentes más lejanos que tienden a celebrar sus festivos tradicionales en el área de Washington, los salvadoreños, que son el grupo inmigrante más grande de la región, tienen la opción de organizar esos eventos en su país natal.
Aunque los que viven ilegalmente en Estados Unidos o con permisos de residencia temporales no pueden viajar a casa tan fácilmente, crecientes números de ellos se han convertido en residentes permanentes o en ciudadanos estadounidenses a través de la amnistía de 1986 o de patrocinios subsecuentes de familiares o empleadores.
Después de más de 20 años en la región de Washington, Benjamín Arias, 43, padre de tres hijos nacidos en Estados Unidos y dependiente de un estacionamiento en el Distrito, dice que se siente profundamente enraizado en Estados Unidos.
"Me gusta mi trabajo", dice en el garaje, exhibiendo una infantil sonrisa cuando recoge las llaves del último cliente en vísperas de su partida para Intipuca. "Conozco a gente de todas las razas, de todos los países, de todas las culturas. En El Salvador no tenemos eso".
Sin embargo, confesó que contaba los minutos que la faltaban para subirse al avión.
"Una gran parte de porqué me gusta el festival es que así veo a muchos de mis amigos de Washington", dice. "Aquí en Estados Unidos, todos tenemos horarios de trabajo tan largos que no tenemos tiempo para vernos".
A la tarde siguiente, después de dos horas de carretera desde el aeropuerto de San Salvador a Intipuca, los ojos de Adrias se humedecen.
"Estoy en casa", dice, suavemente, cuando la mini-furgoneta roja de su cuñado dobla por el empinado camino que lleva al pueblo.
Sin embargo, por todas partes se ven signos de las transformaciones que ha sufrido el pueblo de Arias gracias al dinero que él y otros emigrados han enviado en los últimos años: parte de los 2.8 billones de dólares que los salvadoreños envían a casa anualmente.
Antes un revoltijo de polvo y piedras, ahora las calles de Intipuca tienen adoquines. El cacareo de los gallos se mezcla con el ulular de las alarmas de coches de los brillantes todoterrenos que muchos retornados han comprado para usar durante sus visitas. Y entre las chozas de madera y hojalata del pasado ahora hay bloques de edificios de apartamentos de ladrillos con balcones de estilo colonial español apoyados en columnas iónicas.
En la plaza mayor, los vecinos erigieron recientemente una estatua de un joven con una mochila. Es el héroe del pueblo, Sifredo Chávez, que en 1967 fue el primer intipuqueño que hizo el peligroso viaje hacia Washington.
La avalancha de vecinos que siguieron sus huellas crecieron en casas de una habitación y, la mayoría de ellos, no terminaron la secundaria. En Washington, son choferes, camioneros o dueños de pequeños carros -la columna de la clase trabajadora de la región. Pero en Intipuca, donde los niños descalzos rondan las calles en busca de latas de refrescos para vender por algunos centavos, los que vuelven de Washington forman la respetada elite de benefactores del pueblo. Con los años, reunieron los más de 800 mil dólares que requirió la construcción del centro cultural, una iglesia, el servicio de ambulancias, los ordenadores para la escuela secundaria, la clínica para los pobres, el ayuntamiento con sistema audio y -su orgullo y alegría-, el equipo de fútbol de la liguilla.
La furgoneta aparcó frente a un farmacia de estuco rosado que administra la hermana de Arias, Mirna Hernández, 38, con la ayuda de Arias y otros hermanos en Estados Unidos.
Arias entró. Hernández apenas levantó la vista de la caja para saludarlo. Entre los cuatro viajes que hace a Intipuca todos los años y sus frecuentes visitas a Washington, dice ella, ve a Arias tan a menudo que "no siento que vivamos en países separados".
Una hora después, Arias caminó hacia el nuevo ayuntamiento para una reunión con los patrocinadores del equipo de fútbol. Tenían malas noticias. El equipo había sufrido una serie de derrotas después de que los mejores jugadores dejaran el equipo a media temporada para buscar trabajos más beneficiosos en Estados Unidos.
"Es la cultura de este lugar", dice Hernán Vargas Arévalo, el administrador del equipo, sacudiendo la cabeza. "Tan pronto como cumplen 17, los chicos se marchan a Washington".
En realidad, ninguno de los jugadores que quedan en el equipo es de Intipuca; todos han sido contratados en otros lugares.
Él mismo nunca sintió el impulso, dice Vargas. En Washington, donde ya aprender inglés es una lucha, no habría cumplido su ambición de infancia de ir a la universidad, dice.
Y aunque sigue cerca de sus amigos emigrados, no puede sino advertir que han cambiado. "Te das cuenta de que alguien es un retornado porque, no sé, hablan más alto que el resto", dice Vargas. En lugar de valorar la educación, "se trata simplemente de hacer dinero y competir a ver quién tiene la casa más bonita".
Entretanto, la emigración masiva de Intipuca ha dejado al pueblo sin ninguna de las industrias que tenía. Vargas viaja todos los días a una ciudad a dos horas de camino hacia su trabajo en la administración nacional de la seguridad social. "Tengo un diploma en gerencia comercial", dice con pesar. "Pero aquí no hay negocios de los que ser gerente".
Al día siguiente, Arias y sus familiares se dirigen expectantes hacia las graderías para mirar un partido de fútbol -sólo para lamentarse con otros aficionados toda vez que los jugadores de Intipuca desperdiciaban las chances de meter un gol.
Otra de las hermanas de Arias, Emilia Vásquez, 37, se cubrió la cara con las manos. En Langley Park, Vásquez y su marido, Jorge Vásquez, 43, ambos ciudadanos estadounidenses, poseen un próspero restaurante y bar latino que patrocina a no menos de ocho equipos de fútbol del área de Washington. Sin embargo, dijo, ninguno de ellos está tan presente en su corazón como el equipo de su ciudad natal.
Detrás de ellas en las gradas oyó murmurar a otra mujer: "El problema es que estos tipos no juegan por amor. Juegan porque necesitan el dinero".
"Seguro, pero no hay nada malo con eso", dijo Vásquez, brusca, con la convicción de una tenaz capitalista. "Sólo necesitan más incentivos".
Así que para probar su punto, Vásquez se dirigió a la cancha durante la pausa.
"Así, chicos", dijo a los jugadores que descansaban a la sombra. "Les tengo una proposición. Si ganan este partido, los voy a invitar a comer a todos ustedes. También voy a pagar 20 dólares por gol a los que los hagan".
El equipo terminó ganando 3-1, y los retornados estaban muy alegres cuando esa noche entraron en tropel a la discoteca del pueblo.
Iris Hernández Portillo, 32, responsable de créditos que vive en Alexandria, suspiró cuando vio la rústica nota de "reservado", garabateada en un trozo de papel y pegada a la mesa de plástico por la que había pagado extra.
"Con todo el dinero que enviamos, y así nos tratan", dijo Hernández Portillo, que dejó Intipuca hace 14 años. "El problema es que venimos de un país donde estamos acostumbrados a que las cosas sean más presentables. Sabemos cómo hay que hacer las cosas".
En general, sin embargo, Hernández Portillo dijo que la visita estaba siendo todo un éxito. Su hija de 6, que se niega a hablar español en Alexandria, se había quedado encantada con la reina de la fiesta en su carroza del desfile y se sentía bien en el pueblo natal de su madre.
"Esta noche se sentía en el paraíso", dijo Hernández Portillo.
Cómo mantener a la generación siguiente conectada a Intipuca era una preocupación común de muchos visitantes de Washington en el baile.
En una mesa vecina, Manfredo y Celestina Mejía, dueños del restaurante Atlacatl en Arlington y en sus cincuenta, dijeron que querían retirarse a su majestuosa casa de tres pisos que se habían construido en Intipuca. Pero su hija Mayra, 19, que estaba con vacaciones de primavera, dejó en claro que no tenía intenciones de quedarse con ellos.
"Es algo difícil de explicar", dijo con una melancólica sonrisa, como amerita una verdadera intipuqueña. "Pero cuando estoy lejos del Distrito, lo echo de menos".

14 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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