una hora en las calles de méxico
[Manuel Roig-Franzia] Se encargan del espacio de estacionamiento en las calles, pero son también una amenaza.
Ciudad de México, México. Son las diez y media de la mañana. Mugrientos taxis Volkswagen verdes chirrían adelantándose, con brazos asomándose de las ventanillas de los conductores espantando a los peatones.
Las bocinas chillan. Alguien grita: "¡Muévete!"
Un hombre salta frenético de un viejo, destartalado Toyota y trata de empujarlo hacia el borde de la calle. Detrás de él, carromatos cargados con pilas de ristras de cebollas verdes parecen tambalearse y parar de propia volición, levitando en medio del caos, ya que los empapados hombres que los empujan son tapados por montañas de productos.
Atasco.
Nada se mueve.
Junto al Mercado de la Merced, la fiesta de los sentidos del mercado en el centro de Ciudad de México, la maraña se está enmarañando ridículamente. Pero de algún modo, por encima de todo, dos palabras mágicas logran hacerse oír: "¡Viene, viene!"
En español no se sabe qué quiere decir exactamente, pero aquí, en esta espectacular pantano, todo el mundo sabe que quiere decir que se ha liberado un sitio en un estacionamiento.
Juventino Villegas Álvarez, 65, con su chaqueta colgando caballerescamente de un hombro, toca su pito y grita ronco y fuerte: "¡Viene, viene!"
De algún modo, inexplicablemente, se restaura el orden. Villegas para con expresión seria, extendiendo su brazo, a uno de los taxis que se adelanta, empuja a un lado una vieja caja e indica a un sedán marrón para que ocupe el espacio. El conductor desciende, es saludado por la mano extendida de Villegas, y le entrega obedientemente diez pesos, o un dólar.
Villegas es un hombre ‘viene, viene’, uno de los miles de Ciudad de México. Es casi imposible aparcar en las calles públicas aquí sin deslizar unos pocos pesos a uno de sus hermanos o colegas, los ‘hombres del trapo rojo’ -llamados así debido a que dirigen a los conductores que aparcan sacudiendo un trapo rojo.
Su trabajo no es reconocido oficialmente. Ninguna entidad de gobierno le otorga el dominio de sus esquinas. Pero son universalmente aceptados. Algunos se defienden con su simpatía, y con su rapidez. Pero también hay un lado siniestro de su economía callejera: La gente que no paga a menudo encuentra al volver que su parabrisas ha sido destruido.
Villegas maneja su tramo de asfalto -30 metros de excelente espacio para aparcar al otro lado de un tipo que vende abrasadores chiles guajillo por kilos- con agitada, hipnotizadora eficiencia.
A las 10:45 un viejo camión de entrega trata de meterse sin su permiso. Villegas está al borde de la apoplejía.
"¡Para!", brame.
Sus mejillas se inflan, expulsando una serie de ráfagas a través de su pito. Una mujer parada cerca se cubre las orejas.
Por un segundo, todo se paraliza. Los vendedores se vuelven hacia Villegas. El camionero rompe los frenos.
Echando llamas por los ojos, Villegas señala a la izquierda. Allá, apretado contra un poste, hay un cochecito. Dos pequeños ojos castaños es todo lo que se ve entre un revoltijo de mantas.
"Que alguien saque al bebé de ahí", aúlla Villegas. "Si no, vamos a tener una tragedia".
Nadie, incluyendo al camionero, duda en seguir sus instrucciones. Este es el reino de Villegas, y aunque no es una amenaza, está claramente a cargo de la situación.
Ha trabajado en este pedazo de Ciudad de México en los últimos quince años. Cuando se marcha en la tarde, lo remplaza un sobrino.
La voz de Villegas atrapa cuando mira alrededor de su pequeño imperio, serpenteando entre las generaciones de conductores que ha dirigido en el estacionamiento -padres que se han hecho viejos y dejado su lugar a los hijos.
"Todo lo que empieza, tiene fin", dice, con los ojos rojos. "Voy a estar aquí hasta que quiera Dios".
Poco después de las 11, el gentío empieza a aflojar. Un hombre joven se acerca a Villegas y le toca el hombro, ofreciéndole 20 pesos: 10 por el día anterior, cuando Villegas lo dejó aparcar aunque no tenía dinero, y 10 por hoy.
"Su papá tiene diabetes. Ahora ya no viene", dice Villegas.
Una estridente bocina lo saca de sus pensamientos. Villegas levanta la vista y sonríe.
Juan Zamora, un taxista ilegal, holgazanea un poco más allá. Zamora es un viejo amigo, un cliente de mucho tiempo. Recibe tratamiento especial.
Zamora le arroja a Villegas sus llaves. No es está pasando el coche, le está pasando su subsistencia.
"Eh, yo confío en el tipo", dice Zamora antes de alejarse del sol y desaparecer en el oscuro y frío mercado.
Villegas aparca doble el taxi verde de Zamora. Pero a los minutos alguien quiere salir por detrás.
Villegas se mete al taxi y lo enciende. El motor se empieza a mover con un débil traqueteo. Trata nuevamente. Y otra vez. Nada.
Aparece Rubén Domínguez García. Domínguez también trabaja en las calles el mercado, acarreando una bolsa de herramientas que usa para desabollar coches sobre la marcha. Es un hombre ocupado en esta zona de constantes choques de parachoques.
Llegan otros dos tipos. Se apoyan contra el coche de Zamora, empujándolo fuera del camino, dándole el empuje necesario para convencer a la máquina de que funcione.
Villegas resplandece. Tiene 130 pesos en su bolsillo, y sin pagar impuestos es dos veces el salario mínimo diario de 48 pesos.
Son las 11:30, pero su jornada está casi terminada.
Golpetea a Domínguez en un hombro y los dos se echan a cantar. Canturrean ‘Marta’, un melodramático bolero, gloriosamente desafinados. Pero su celebración es interrumpida por un bocinazo.
Un hombre en un enorme camión quiere aparcar.
Las bocinas chillan. Alguien grita: "¡Muévete!"
Un hombre salta frenético de un viejo, destartalado Toyota y trata de empujarlo hacia el borde de la calle. Detrás de él, carromatos cargados con pilas de ristras de cebollas verdes parecen tambalearse y parar de propia volición, levitando en medio del caos, ya que los empapados hombres que los empujan son tapados por montañas de productos.
Atasco.
Nada se mueve.
Junto al Mercado de la Merced, la fiesta de los sentidos del mercado en el centro de Ciudad de México, la maraña se está enmarañando ridículamente. Pero de algún modo, por encima de todo, dos palabras mágicas logran hacerse oír: "¡Viene, viene!"
En español no se sabe qué quiere decir exactamente, pero aquí, en esta espectacular pantano, todo el mundo sabe que quiere decir que se ha liberado un sitio en un estacionamiento.
Juventino Villegas Álvarez, 65, con su chaqueta colgando caballerescamente de un hombro, toca su pito y grita ronco y fuerte: "¡Viene, viene!"
De algún modo, inexplicablemente, se restaura el orden. Villegas para con expresión seria, extendiendo su brazo, a uno de los taxis que se adelanta, empuja a un lado una vieja caja e indica a un sedán marrón para que ocupe el espacio. El conductor desciende, es saludado por la mano extendida de Villegas, y le entrega obedientemente diez pesos, o un dólar.
Villegas es un hombre ‘viene, viene’, uno de los miles de Ciudad de México. Es casi imposible aparcar en las calles públicas aquí sin deslizar unos pocos pesos a uno de sus hermanos o colegas, los ‘hombres del trapo rojo’ -llamados así debido a que dirigen a los conductores que aparcan sacudiendo un trapo rojo.
Su trabajo no es reconocido oficialmente. Ninguna entidad de gobierno le otorga el dominio de sus esquinas. Pero son universalmente aceptados. Algunos se defienden con su simpatía, y con su rapidez. Pero también hay un lado siniestro de su economía callejera: La gente que no paga a menudo encuentra al volver que su parabrisas ha sido destruido.
Villegas maneja su tramo de asfalto -30 metros de excelente espacio para aparcar al otro lado de un tipo que vende abrasadores chiles guajillo por kilos- con agitada, hipnotizadora eficiencia.
A las 10:45 un viejo camión de entrega trata de meterse sin su permiso. Villegas está al borde de la apoplejía.
"¡Para!", brame.
Sus mejillas se inflan, expulsando una serie de ráfagas a través de su pito. Una mujer parada cerca se cubre las orejas.
Por un segundo, todo se paraliza. Los vendedores se vuelven hacia Villegas. El camionero rompe los frenos.
Echando llamas por los ojos, Villegas señala a la izquierda. Allá, apretado contra un poste, hay un cochecito. Dos pequeños ojos castaños es todo lo que se ve entre un revoltijo de mantas.
"Que alguien saque al bebé de ahí", aúlla Villegas. "Si no, vamos a tener una tragedia".
Nadie, incluyendo al camionero, duda en seguir sus instrucciones. Este es el reino de Villegas, y aunque no es una amenaza, está claramente a cargo de la situación.
Ha trabajado en este pedazo de Ciudad de México en los últimos quince años. Cuando se marcha en la tarde, lo remplaza un sobrino.
La voz de Villegas atrapa cuando mira alrededor de su pequeño imperio, serpenteando entre las generaciones de conductores que ha dirigido en el estacionamiento -padres que se han hecho viejos y dejado su lugar a los hijos.
"Todo lo que empieza, tiene fin", dice, con los ojos rojos. "Voy a estar aquí hasta que quiera Dios".
Poco después de las 11, el gentío empieza a aflojar. Un hombre joven se acerca a Villegas y le toca el hombro, ofreciéndole 20 pesos: 10 por el día anterior, cuando Villegas lo dejó aparcar aunque no tenía dinero, y 10 por hoy.
"Su papá tiene diabetes. Ahora ya no viene", dice Villegas.
Una estridente bocina lo saca de sus pensamientos. Villegas levanta la vista y sonríe.
Juan Zamora, un taxista ilegal, holgazanea un poco más allá. Zamora es un viejo amigo, un cliente de mucho tiempo. Recibe tratamiento especial.
Zamora le arroja a Villegas sus llaves. No es está pasando el coche, le está pasando su subsistencia.
"Eh, yo confío en el tipo", dice Zamora antes de alejarse del sol y desaparecer en el oscuro y frío mercado.
Villegas aparca doble el taxi verde de Zamora. Pero a los minutos alguien quiere salir por detrás.
Villegas se mete al taxi y lo enciende. El motor se empieza a mover con un débil traqueteo. Trata nuevamente. Y otra vez. Nada.
Aparece Rubén Domínguez García. Domínguez también trabaja en las calles el mercado, acarreando una bolsa de herramientas que usa para desabollar coches sobre la marcha. Es un hombre ocupado en esta zona de constantes choques de parachoques.
Llegan otros dos tipos. Se apoyan contra el coche de Zamora, empujándolo fuera del camino, dándole el empuje necesario para convencer a la máquina de que funcione.
Villegas resplandece. Tiene 130 pesos en su bolsillo, y sin pagar impuestos es dos veces el salario mínimo diario de 48 pesos.
Son las 11:30, pero su jornada está casi terminada.
Golpetea a Domínguez en un hombro y los dos se echan a cantar. Canturrean ‘Marta’, un melodramático bolero, gloriosamente desafinados. Pero su celebración es interrumpida por un bocinazo.
Un hombre en un enorme camión quiere aparcar.
Para un video, visita www.washingtonpost.com/timezones
17 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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