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capital de contradicciones


[Matt Gross] En Albania, su capital Tirana.
"¡Albania kaput!", anunciaba un lunático en las calles de Tirana. Miré a mis nuevos amigos, un par de cineastas serbios y un mochilero holandés que conocí en un café y tratamos de alejarnos. Pero su demencia era ineludible y pronto éramos una audiencia cautivada por sus incoherentes delirios sobre Bill Clinton, el 11 de septiembre de 2001 y el futuro de Albania. Yo llevaba apenas cuatro horas en Tirana y esos momentos habían dejado de desconcertarme.
Yo había llegado a Albania esperando descubrir un paraíso oculto en los Balcanes. Lo que encontré en realidad fue un lugar profundamente raro: un país de mayoría musulmana donde las mezquitas son silenciosas y las minifaldas ruidosas, donde los carros tirados por caballos comparten las autopistas con todoterrenos, y donde la gente sacude la cabeza para decir no -excepto que a veces lo hacen para indicar sí.
Sí, Albania puede lograr que sacudas tu cabeza confundido, pero ¿qué se puede esperar después de casi cincuenta años de hermético comunismo y, más recientemente, una manía por las pirámides que casi zambulleron al país más pobre de Europa en la más completa anarquía? En este tambaleante país, yo esperaba que mi presupuesto de Viajero Frugal que permitiría darme más lujos que los que había tenido en otros lugares.
Sin embargo, amigos en Montenegro, Croacia e Italia me habían advertido contra esas ideas románticas. Los albaneses, me decían, eran criminales, corruptos y de poca confianza. Pero Tirana, según descubrí, es encantadora.
De hecho, me había entregado a la refrescante locura del país cinco minutos después de cruzar la frontera desde Montenegro (visado de entrada: diez euros), cuando vi un carro tirado por caballos trotando por una carretera pavimentada a medias, seguido por una larga caravana de veloces RV y motos con la bandera alemana.
Llegué por bus una calurosa tarde e inmediatamente me sorprendió la asombrosa sosería gráfica de la arquitectura colonial italiana, la épica fealdad de la arquitectura soviética y las ingenuas aspiraciones de las nuevas torres de acero y cristal. Todas irradiaban una energía que yo no podía desdeñar. Muchos bloques de apartamentos tenían brillantes capas de pintura subsidiadas por el ayuntamiento, gracias al ex alcalde Edi Rama, artista y ahora jefe del Partido Socialista en la oposición. Grupos de verde y amarillo, los cuadrados edificios parecían bloques de Tetris caídos del cielo.
Pronto me encontré en el Bloque, como se conoce al centro de la vida en Tirana. En el pasado reservado para las familias de funcionarios de alto nivel del Partido Comunista, hoy el barrio está lleno de boutiques, restaurantes italianos (aquí nadie come comida albanesa) y bares y cafés donde los albaneses de todo pelaje toman espressos desde el amanecer hasta el ocaso. Me desplacé rápidamente hasta el Flex Cafe, que se convirtió en mi base de operaciones para los siguientes tres días gracias a su moderno decorado, baratas bebidas y WiFi gratis.
Flex es también un centro de reunión de la joven elite de la ciudad, y a los pocos minutos trabé amistad con varios cineastas de Serbia, Montenegro, Kosovo y Albania, que estaban en la ciudad por un seminario sobre la reconciliación regional. Uno estaba documentando la BBF, un canal de televisión donde, por doscientos euros, cualquiera puede grabar en la calle un video clip; otro había enfocado su cámara en un puente de peatones bloqueado por un hombre sin brazos y bandas enemigas de niños pordioseros.
Pero aparte de los vagabundos, tenía la impresión de que Tirana era extrañamente segura y acogedora. Caminé hacia casa por la noche en la más absoluta oscuridad, y sólo temía que pudiera tropezar en la estropeada acera o ser amenazado por un gato callejero. Y si me sorprendió la energía de Tirana, su accesibilidad satisfizo todas mis esperanzas. El menú en los restaurantes más lujosos, como el Sky Club en el piso superior de las Torres Gemelas cuesta menos de 15 dólares por persona, con platos como sopa caliente de yogur y medallones de ternera, y el pescado a la parrilla rara vez excedió los 30 dólares.
Lo único que me frustó fueron los taxis sin taxímetro y el alojamiento. Los hoteles son escasos y caros. Alojé en el céntrico Hotel Lugano, que me había recomendado el amigo de un amigo. Mi cuarto con aire acondicionado me costó 40 euros, el doble de lo que pagarías por lo mismo en Phnom Penh.
Mucho más frustrante fue el rechazo de Albania a diluirse en una imagen más nítida. Se elevan rascacielos al mismo tiempo que se desintegran las aceras; el Museo Nacional de Arte exhibe bellas piezas de arte, pero rara vez identifica a los pintores y escultores realistas socialistas. Un cóctel en el Flex te hace sentirte como en la cumbre de la vida cosmopolita, hasta que tienes que contender con los adorables, pero deprimentes gamines que pueden hasta besarte los brazos con la esperanza de recibir alguna moneda. Pero cuando vi a otro demente amenazando con lanzar ladrillos contra los buses, y también la extraña respuesta de un transeúnte que blandió sus zapatos como armas, supe que era tiempo de partir.

Me despedí de Lugano, paré un taxi y pronuncié dos palabras al conductor: "autobús" y "Gjirokastra". El autobús es el modo más barato (pero no el más fácil) de llegar a la sureña ciudad de Gjirokastra, que vio crecer a dos de sus más famosos -e infames- ciudadanos: el novelista Ismail Kadare y Enver Hoxha, el dictador que gobernó Albania desde 1944 hasta su muerte en 1985.
Seis y media horas más tarde, descendí del bus, pagué y eché a andar con la esperanza de encontrar la clave para comprender Albania.
Gjirokastra es impresionante, con un enorme castillo del siglo 19, altísimas casas con tejados empizarrados y calles de adoquines tan empinadas que toda caminata es un ejercicio masoquista. Afortunadamente, la gente era tan amistosa y abierta como en Tirana. Esa primera noche, tuve una cálida conversación en italiano con Zini, un hombre de 80 años que estaba jugando dominó con sus amiguetes cerca de una mezquita e hice migas con Emi, 15, camarero de Festivali, uno de los pocos restaurantes de la vieja ciudad. Lo mejor de todo es que el menú nunca superó los diez dólares.
Incluso mi alojamiento fue perfecto: reservé en el Hotel Kalemi, una casa restaurada laboriosamente con intrincados cielos rasos de madera tallada y espectaculares vistas de la vieja ciudad y de todo el valle de Drinos.
Pero yo quería más que buena comida y sábanas limpias. Yo quería entender los dos temas que gobernaron a la Albania del siglo 20: la veta intelectual, cosmopolita, ejemplificada por Kadare, y las violentas y represivas tendencias estimuladas por Hoxha. Desgraciadamente, ni la casa de infancia de Kadare, que se quemó en 1999, ni la casa de Hoxha, que también se incendió, pero fue reconstruida y hoy alberga al Museo Etnográfico, proporcionan ninguna visión de un lugar designado como ‘ciudad-museo' por la Unesco.
Retrocediendo en el tiempo, caminé por la ciudadela que domina la ciudad. Data al menos del siglo sexto, tiene una estructura tristemente fascinante que explorar, con altos pasajes arqueados y escalinatas que llevan hacia las frías y húmedas grutas abajo (una alberga hoy un bar). Pero aquí el visitante también es dejado en la oscuridad. ¿Quién construyó este lugar? ¿Para qué se construyó la prisión? ¿El avión estadounidense que se exhibe es realmente el avión espía que se estrelló aquí en 1957? Las respuestas estaban solamente en mi guía.
Después de cinco días, salí de Albania inseguro de lo que dejaba atrás. Traté de reconciliar las contradicciones del país -sus surrealistas escenas callejeras y la sed de civilidad; su violento legado y extraordinaria hospitalidad, y fracasé. Mientras me hacía camino hacia Grecia, después de visitar brevemente la ciudad balneario de Saranda y las antiguas ruinas de Butrint, mi mente se llenó de corroyentes preguntas. Creo que tendré que volver.

3 de julio de 2006
©new york times
©traducción mQh
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