la envidia según borges
Notemos que Caín y Abel son, en primer término, fundidos con otros nombres tanto de la historia como de la literatura y los mitos. Luego, ambos hermanos se convierten en un reflejo de nosotros mismos –"tú y yo"– como exponente de la dualidad de víctima y victimario que todos llevamos dentro.
Otra vez en la Biblia, Caín es advertido por Yahvé ante la tentación del pecado "agazapado a las puertas de tu casa". Inútil esfuerzo, pues Caín invita a su hermano menor al campo, "y cuando estuvieron en el campo, Caín se lanzó contra Abel y lo mató". Se configura el delito, que es a la vez molde dispuesto a surtir las copias. Pero, ¿cuál es cuál? ¿Es tan sencillo apuntar con el dedo al asesino o a la víctima?
En ‘El oro de los tigres', Borges reafirma el sentido de que no es posible –ni correcto– discernir quién es quién en el crimen primigenio. Caín y Abel, más que hermanos, son dos aristas de la misma humanidad. El texto se llama precisamente ‘Génesis 4:8':
Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.
En la virtuosa memoria de Borges, los nombres de Caín y Abel se han confundido en uno solo.
La envidia es lo que ha consumido a Caín: sus obsequios al Creador no tuvieron el mismo éxito que los presentados por Abel. El pecado de Caín, entonces, no es haber cometido un crimen, sino haber sucumbido a los padecimientos de la envidia. Decididamente, la envidia es una forma de parentesco. No se envidia a quienes estén lejanos, ni a los sujetos inalcanzables. La envidia corroe en las cercanías, en quienes vemos a diario, en quienes nos disputan los pequeños triunfos cotidianos.
La envidia es a la vez pecado y castigo. Los envidiosos viven un perpetuo desasosiego, sufren en cuerpo y alma el peso de su sentimiento. La envidia es una peste, una enfermedad que padece el envidioso, sin saber cómo ni cuándo se contagió.
El Factor Diferenciador
"En Turdera los llamaban los Nilsen", dice el narrador para referirse a los hermanos Cristian y Eduardo, protagonistas del relato ‘La intrusa', dos clásicos compadritos de las orillas: bravucones, marginados de la ley. "Malquistarse con uno era contar con dos enemigos". La vida de los Nilsen transcurría sin sobresaltos, y los encuentros con mujeres habían sido "hasta entonces de zaguán o de casa mala". Pero un día aparece el factor diferenciador. Cristian, el mayor, lleva a la casa a una mujer, Juliana Burgos, como sirvienta y para lo que él gustase mandar. El delicado equilibrio de la hermandad sin envidias estaba por derrumbarse. Eduardo, el menor, se siente atraído por la muchacha, se torna más hosco, más borracho, y distanciado de su hermano.
Los Nilsen luchan contra esa tremenda tentación. Deciden vender a la muchacha en un prostíbulo, y reparten las ganancias por mitad. Esfuerzo estéril, porque los hermanos se descubren traicionándose en visitas a Juliana.
Fracasada "la infame solución", volvieron a casa con la promesa tácita de evitar las trampas y persistir en el uso comunitario de la intrusa. Ambos se saben en peligro ante la presencia femenina que los desequilibra, el pálpito del expediente de Caín como fin de la historia. Es justamente el mayor, tal como Caín, el que toma la iniciativa, aunque ahora no atenta contra su hermano, sino que da muerte a Juliana Burgos: "Hoy la maté. Que se quede ahí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios".
Cristian le pide a su hermano que le ayude a enterrar el cuerpo, luego se abrazan y lloran. "Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla". Han cometido un crimen, tal vez uno más en la anomia de sus días, son cómplices en el silencio y en la soledad. Podrá ser una pena de conciencia, pero se han salvado de la peste de la envidia y –más que nada– de la trampa de Caín tantas veces asesinando a Abel, tantas veces cayendo víctima de sí mismo.
En el volumen ‘Para las seis cuerdas' (1965), el ciego de Buenos Aires regresa al crimen primordial en la ‘Milonga de dos hermanos'. Como en ‘La intrusa', entendemos en breve que se trata de dos hermanos compadritos y cuchilleros, los Iberra, "hombres de amor y guerra". Ambos con el mismo talante de asesinos, hasta que surge un factor diferenciador que genera la codicia, la soberbia y la envidia: el menor "debía más muertes a la justicia". Su cuchillo había cobrado más créditos.
Cuando Juan Iberra vio
que el menor lo aventajaba,
la paciencia se le acaba
y le armó no sé qué lazo
le dio muerte de un balazo,
allá por la costa brava.
Notemos el calco preciso en la repetición del crimen, pues, como en la Biblia, otra vez el mayor, Caín, es quien asesina al menor, Abel. "Los que en el duro arrabal vivieron como en la guerra, perra vida y muerte perra", no son más que la comparsa, un nuevo vaciado del molde que condena la existencia del hombre:
Así de manera fiel
conté la historia hasta el fin;
es la historia de Caín
que sigue matando a Abel.
No hay redención posible, en una suerte echada y consagrada a la iteración. Sólo queda lamentarnos que al parecer no tenemos una alternativa, un sendero distinto por el cual encauzar nuestros destinos. Y cualquiera de estos días, habremos de matar a Abel.
18 de junio de 2006
©el sur
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