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la carga de la prueba 3


[Glenn Frankel] Jim McCloskey quería desesperadamente salvar a Roger Coleman de la silla eléctrica. Quizás un poco demasiado desesperadamente.
Sentada a la mesa de su cocina en su pequeña casa unifamiliar de Charlottesville, Marie Deans sonríe suavemente, recordando la primera vez que se reunió con Coleman en el corredor de la muerte. "Tenía realmente lástima de sí mismo. Sabes: ‘Llevaba una buena vida, y todo estaba bien, y ahora, mira en la situación en que me encuentro'". Le dijo que estaba considerando no recurrir la sentencia. Ella lo escuchó durante un rato. Luego perdió la paciencia. "Mira, Roger", recuerda que le dijo. "Si realmente eres inocente, creo que tú querrías salir de aquí antes que ser ejecutado".
"Se quedó sin decir nada unos minutos, y luego sonrió y me dijo: ‘Okay, quiero trabajar contigo'".
Deans empezó a trabajar en la reforma carcelaria después de que su suegra fuera asesinada en 1972 por un convicto escapado. Ella y su afligido marido se preguntaron por qué salían tantos hombres de la cárcel todavía más violentos y antisociales que cuando entraban. La pareja empezó haciendo trabajo voluntario con los reclusos y cuando ella se mudó desde su nativa Carolina del Sur a Richmond a principios de 1983, inició su Coalición de Cárceles y Penitenciarías de Virginia. Descubrió pronto que los reclusos en el corredor de la muerte eran los más abandonados, y empezó a darles ayuda. Los conectó con abogados y se cercioró de que ellos presentaran sus apelaciones. Se dedicó furiosamente a un solo objetivo: mantenerlos vivos.
Desde el principio, Coleman le intrigó: "Era muy inteligente; leía todo el tiempo -los libros científicos y de ciencia ficción eran sus favoritos". Hablaban por teléfono una vez a la semana, y lo veía cada seis semanas o algo así cuando lo visitaba en el corredor. Llegó a tenerle tanta estima que lo puso en la directiva de su organización.
Para los Deans, la culpabilidad o inocencia de Coleman no era algo fundamental. Ella trabajaba con montones de hombres que ella sabía que eran culpables. Pero él era diferente: tranquilo, inteligente, directo. Le contó sobre sus sueños, incluyendo uno en el se veía amarrado a la silla eléctrica y ella se aferraba a su dedo gordo del pie, tratando de arrebatarlo a la muerte.
Deans nunca creyó en las patéticas historias del estilo ‘me hicieron caer en una trampa' que oyó de algunos reclusos. Pero llegó a creer que Coleman era inocente o que no tenía recuerdo de haber cometido el crimen. "Yo he trabajado con psicópatas, y en realidad son obvios", dice Deans. "Son incapaces que establecer contacto con sus propias conciencias, pero sí con lo que te conmueve y son capaces de darte eso". Roger, dice, nunca fue meloso ni listillo, nunca pareció estar haciendo algo para engañarla. "Nunca tuve la impresión de que estuviera tratando de engañarme".
Le causó una impresión similar a Sharon Paul, una estudiante de segundo año de la Universidad de Virginia que respondió a su anuncio en un diario estudiantil: "A trece pasos de la eternidad. Recluso en el corredor de la muerte busca gente sincera que quiera tener correspondencia y posibles visitas". Se describía a sí mismo y pedía fotos, pero agregaba: "La sinceridad es lo que vale".
"Me cautivó su vulnerabilidad: ‘Aquí estoy, y todo lo que quiero es que alguien me escriba'", cuenta Paul. "Dejaba que el mundo viera su soledad. Supongo que yo admiré esa honestidad y franqueza desde el principio".
Le escribió y a los pocos días recibió una respuesta, en la que describía su vida en Grundy y en el corredor de la muerte. Le dijo que respondería cualquier pregunta que tuviera sobre el crimen. "Lo crea usted o no, yo no lo hice", le dijo.
Era encantador y solícito. Insistía en comprarle regalos, incluso aunque no tuviera dinero. Una vez le envió recortes de catálogos de pedidos por correo y le pidió que le enviara de vuelta selecciones múltiples para asegurarse de elegir algo que todavía fuera una sorpresa para ella. Le hizo casetes con canciones de amor que grababa de la radio. Ella recuerda lo devastado que estaba cuando la explosión, en 1986, del Challenger. Si tenían alguna vez una hija, quería que se llamara Christa McAuliffe, la maestra que murió en el desastre.
Rara vez hablaban sobre el futuro. "Yo estaba negando la posibilidad que cualquier otra cosa que no fuera su libertad", dice Paul. "Roger, por otro lado, era mucho más realista. Se llamaba a sí mismo un pesimista optimista -quería lo mejor, pero esperaba lo peor".
Coleman necesitaba un nuevo abogado para presentar su apelación, y Deans lo conectó con Arnold & Porter, que se enorgullece en defender casos pro bono. Los abogados de la firma presentaron un recurso de habeas corpus -una herramienta jurídica común de los reclusos que piden una revisión judicial. Cuando perdieron la apelación en el juzgado de circuito, los abogados se dirigieron a la Corte Suprema de Virginia, que rechazó su apelación sobre la base de que habían llegado un día demasiado tarde. La Corte Suprema de Estados Unidos mantuvo el rechazo por 6 a 3.
"Este es un caso sobre el federalismo", escribe la juez Sandra Day O'Connor por la mayoría, más preocupada aparentemente sobre las prerrogativas del estado que sobre el hecho de que estaba en juego la vida de Coleman.
La resolución se convirtió en un grito de guerra de los opositores a la pena capital, que la vieron como una campaña de los jueces para uniformar el proceso de apelación y entregar reclusos condenados al verdugo de manera más expedita. Pero para eludir la silla eléctrica, Roger Coleman necesitaba algo más que solamente una causa. Necesitaba nuevas evidencias, y alguien dedicado a encontrarlas.

14 de mayo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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