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la carga de la prueba 5


[Glenn Frankel] Jim McCloskey quería desesperadamente salvar a Roger Coleman de la silla eléctrica. Quizás un poco demasiado desesperadamente.
Alta, delgada y profundamente seria, a los 28 años Kathleen Behan llegó a Arnold & Porter en julio de 1990 como otra de sus abogados asociados y con una inquebrantable hostilidad hacia la pena de muerte. Uno de los primeros casos que le tocó tratar fue la apelación de Roger Coleman.
Viajó al Centro Correccional de Mecklenburg en el sur de Virginia para reunirse con su cliente y le sorprendió la sinceridad y dominio de los detalles con que Coleman entendía su caso. Luego se reunió con McCloskey, al que impresionó inmediatamente. "Era el tipo de abogado con el que me encanta trabajar: tan concentrada en los hechos como en los aspectos jurídicos", dice. "Se dio cuenta rápidamente de que si Roger quería recuperar su libertad, tenía que mostrar nuevas evidencias".
Kitty Behan revertió la postura previa del bufete y accedió al análisis de ADN. El juez Persin consintió en enviar las evidencias a Edward Blake, de Ciencias Forenses Asociados [ Forensic Science Associates], de California, uno de los pioneros en la nueva disciplina.
El equipo jurídico de Coleman consiguió otro potencial golpe de suerte después de que Behan colocara un anuncio en el diario Virginia Mountaineer pidiendo nuevas pistas en el caso. El día que se publicó el anuncio, Arnold & Porter recibió una llamada telefónica de Teresa Horn, una mujer de 22 que decía que un minero desempleado llamado Bobby Donnie Ramey había intentado agredirla sexualmente una noche de 1987 en la casa de una amiga. Cuando se resistió, dijo, Ramey le dijo que le haría lo mismo que "a esa mujer de Slate Creek".
Ramey y su familia vivían apenas a cincuenta metros más arriba de la casa de de Wanda McCoy. En el curso de su vida, Ramey, que no había terminado la escuela, había tenido varios roces con la ley, desde pescar sin permiso hasta agresión de un agente de policía. Lo apodaban ‘el Problema' [Trouble].
Pero los resultados del análisis de ADN, que llegaron en noviembre de 1990, estaban lejos de poder ayudar a la defensa. Blake tuvo que trabajar con una muestra extremadamente limitada -el copo de algodón con semen retirado de la víctima había desaparecido de la bolsa de evidencias y se vio obligado a raspar muestras de ADN de un palillo que había sido encontrado incrustado en el algodón. Sin embargo, encontró lo suficiente como para determinar que la víctima tenía dos tipos de semen. Uno provenía probablemente de Brad McCoy, que declaró que había tenido sexo con su mujer dos noches antes del asesinato. Blake redujo el otro tipo a aproximadamente un dos por ciento de la población, incluyendo a Coleman. Los expertos del estado de Virginia dirían más tarde que la proporción de hombres que tenían tanto el tipo de sangre B como esa combinación de ADN era incluso menor: un dos por ciento.
McCloskey recuerda exactamente dónde estaba cuando se enteró de la noticia: en una cabina telefónica en Lancaster, Pensilvania, donde se hallaba trabajando en otro caso. "Mi primera reacción fue: ‘Hijo de puta, él la mató'".
Pero Behan siguió impávida. Encontró a otros expertos que dijeron que la muestra mixta de esperma hacía imposible un análisis correcto de ADN, y también impugnaron los estudios en los que se basaban esos porcentajes. Y ella y McCloskey se aferraron a otra posibilidad: que la segunda muestra de esperma no proviniera de Brad McCoy sino de un segundo violador. Debido a que incluso la policía aceptaba que Coleman había estado solo esa noche, la tesis de dos violadores, si se demostraba, lo habría exonerado. McCloskey dejó sus dudas de lado y él y Behan volvieron al trabajo.
Blake dice que ese fue el momento en que los defensores de Coleman perdieron su orientación ética. Obsesionados con la inocencia de Coleman, ignoraron o desacreditaron la evidencia que apuntaba hacia su culpabilidad: "En algún momento en el proceso, esta gente de la que se suponía que se orientaba por los hechos, abandonaron su responsabilidad de buscar hechos y verdades y empezaron a operar basándose en la fe".
McCloskey insiste en que siguió las pistas. Y, para fines de 1990, las pistas llevaban a la puerta de Donnie Ramey.

McCloskey saca una desvaída polaroid de una pila de fotografías: "Esta es la casa de Wanda, y esta es la casa de Ramey. Hay un camino perfecto para bajar la colina, matarla y volver sin ser visto".
Finalmente McCloskey y Behan encontraron a otras tres mujeres que dijeron que habían sido atacadas por Donnie Damey. Horn y dos de las mujeres prestaron declaraciones juradas. El día después de que Horn diera una entrevista a un canal de televisión de Roanoke repitiendo las acusaciones, murió de sobredosis. La policía no encontró evidencias de la intervención de terceros, pero McCloskey tenía sus sospechas.
"Entrevisté a todas esas mujeres, estuve con ellas en las salitas de sus casas y vi el miedo que tenían", dice.
McCloskey y Behan también entrevistaron a Keester Shortridge, un vecino de Ramey que afirmaba que había encontrado una bolsa de plástico con ropa y sábanas manchadas de sangre en la parte de atrás de su camioneta el día después del asesinato. Shortridge dijo que había arrojado la bolsa a un barranco después de que la policía no mostrara interés en su contenido. Behan alquiló incluso una retroexcavadora para excavar en el lugar. Pero todo lo que encontró fue un pequeño trozo de sábana sucia cuyos contenidos estaban demasiado deteriorados como para ser útiles. Sin embargo, en octubre de 1991, Behan presentó una solicitud al juez Persin citando nuevas evidencias recién descubiertas que sugerían que Ramey era el asesino de Wanda McCoy. En respuesta, el despacho del fiscal general del estado derrumbó el alegato de Behan. Los mineros deben proporcionar muestras de su sangre para el caso de que sufran accidentes y la ficha de empleo de Ramey identificaba su tipo de sangre como A, mientras que el tipo del violador de Wanda era B. Además, Teresa Horn era una conocida drogadicta que había tenido un hijo fuera del matrimonio y no estaba segura sobre quién era el padre. Ni ella ni las otras supuestas víctimas de Ramey lo habían denunciado nunca ni habían comunicado sus sospechas a la policía.
"Yo tenía serios problemas con la credibilidad de esa mujer", dice Tommy Scott, el ex fiscal. "Pero Arnold & Porter y Jim McCloskey y la prensa nacional cayeron redondos".
Aunque McCloskey estaba reuniendo a las supuestas víctimas de Donnie Ramey, no entrevistó a las víctimas sobrevivientes de Roger Coleman. Brenda Ratliff, la maestra que había acusado a Coleman de intento de violación en 1977, se negó a hablar con él. Y él no intentó hablar con las dos bibliotecarias que había sido confrontadas por Coleman en enero de 1981, dos meses antes del homicidio. Para cuando se enteró, dice, estaba tan inmerso en la búsqueda de nuevas evidencias para demostrar la inocencia de Coleman, que no tuvo tiempo. Y debido a que Coleman no fue acusado por el incidente de la biblioteca sino después de ser detenido por el asesinato, McCloskey asumió que las bibliotecarias no lo habían identificado sino cuando la policía les dijo que era el sospechoso del crimen; decidió que su testimonio no era de fiar.
Si hubiese hablado con Pat Hatfield, la bibliotecaria jefe, habría llegado a otras conclusiones.
Hatfield y Jean Gilbert estaban a punto de cerrar ese borrascoso lunes cuando un joven con una chaqueta azul marino y pantalones oscuros entró por la puerta principal. "Se había bajado la cremallera y se estaba masturbando", dice Hatfield. "Se acercó hasta un metro y medio del mesón de recepción. Para entonces, yo lo había mirado a la cara. Y lo que realmente me asustó fue que tenía una actitud totalmente inexpresiva en la cara. Una mirada como de muerto. No pestañaba nunca. Y entonces se corrió sobre el suelo y el mesón. Nunca me dijo nada... Pero lo que vi en sus ojos era espeluznante. Era como la cara de un muerto".
El hombre escapó corriendo y Gilbert llamó a la policía. Por sugerencias de un detective, Hatfield y Gilbert revisaron viejos anuarios de la escuela secundaria y a los días habían identificado a Roger Coleman. Pero la policía las persuadió de no presentar una denuncia. "Les dije que era un caso bastante serio, pero ellos me dijeron que no lo era y a lo máximo lo iban a condenar a pagar una multa de treinta dólares. No lo creí, pero dejé que me convencieran".
Dos meses después recibió una llamada de su madre. "Me dijo: ‘Pat, han asesinado a una chica, y es la cuñada de Roger Coleman'. Y te lo juro, creo que se me congeló la sangre, porque yo sabía, yo sabía".
Hatfield coge una carta. Es una firme pero cortés nota de Coleman, escrita seis años después desde el corredor de la muerte. Dice que está cansado de ser acusado por el incidente de la biblioteca. Tiene un alibi para esa tarde, y acusa a otro vecino de la localidad que supuestamente se parece a él. Firma: "Sinceramente, Roger Coleman". Lo que Coleman no sabía era que Pat Hatfield había sido profesora del otro hombre en la escuela secundaria y sabía que no era él. "Esa era una mentira descarada", dice.
En diciembre de 1991, el juez Persin desestimó la petición de Behan que implicaba a Ramey. Dos meses después, fijó la fecha de ejecución de Coleman para el 20 de mayo.
 
14 de mayo de 2006
©washington post
©traducción
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