vigilantes 3
[Michael Leahy] Los Vigilantes de Herndon están decididos a parar la inmigración ilegal. Pero ¿es lo que quiere Estados Unidos?
Taplin llega a la esquina de Elden Street y Alabama Drive, el terreno de 7-Eleven de Herndon, donde unos ochenta trabajadores esperan detrás de una línea azul en el estacionamiento. "Tenemos que ir allá",dice, volviéndose hacia uno de su equipo. "Joe, ¿estás listo?"
Joe se pasa una mano por su pelo canoso y respira profundamente. "Todo listo".
No está claro para qué está Joe listo, porque Joe no lo dice, dejando a Taplin la revelación de cualquier detalle específico. "Depende de quién quiera saberlo", dice Joe, que no quiere mencionar su apellido "porque quién sabe quién se puede enterar. No es nada personal. Tampoco le doy mi nombre a un montón de gente allá en la frontera. Se interesan mucho en ti si te ven con un arma".
"Okay, Joe tiene que marcharse", dice Taplin.
Taplin y el resto de su cuadrilla toman posiciones al otro lado de la calle y empiezan a tomar fotos de los contratistas que llegan y de los trabajadores, que los miran plácidamente. Cuando aparecieron por aquí los primeros vigilantes en octubre, mucho de los trabajadores ilegales pensaron lo peor: que agentes de la inmigración norteamericana en ropas de paisano habían llegado al lugar para reunir evidencias y detenerlos. Algunos trabajadores huyeron del estacionamiento y no salieron de sus apartamentos a buscar trabajo durante días, y algunos de los más asustados se marcharon de Herndon, de acuerdo a otros trabajadores. Pero los temores de los jornaleros se han disipado. Se han enterado de que ni los funcionarios federales de inmigración ni los del ayuntamiento tienen nada que ver con lo que está ocurriendo, que los desconocidos son simplemente residentes locales que tienen problemas con ellos, pero no pueden hacer nada contra ellos, excepto protestar.
Sin embargo, aunque los jornaleros desconfiados vuelven poco a poco al 7-Eleven, lo hacen preocupados de que los atemorizados empresarios ya no quieran contratarles. Esa es la estrategia de Taplin: Fotografiar a los contratistas que llegan al 7-Eleven a recoger jornaleros y, si posible, seguirlos, y a los jornaleros, hasta el lugar de trabajo. Luego, identificar a la compañía contratista y algunos de sus clientes, luego verificar el nombre de la compañía en páginas web del gobierno para determinar si el contratista tiene permiso en Virginia o en Herndon. Si no, el contratista será denunciado a las autoridades locales, y quizás al servicio de impuestos internos.
"Espera un segundo", dice Taplin. Coge su walkie-talkie y aprieta un botón: "Controlando, controlando. ¿Me recibes?"
No hay respuesta. Taplin controla el walkie-talkie y aprieta un botón nuevamente. "Controlando, controlando. ¿Me recibes? ¿Joe, me recibes?"
"Sí", dice Joe desde una calle cercana.
"Joe, hay un camión saliendo del 7-Eleven con un ilegal. ¿Lo ves? ¿Ves el nombre en el lado? Lo conozco. Definitivamente, es un reincidente. ¿Puedes seguirlo para ver adónde lleva a ese jornalero?"
"Oye, ¿podemos colocarnos las mantas del KKK ahora? ¿Por favor? ¿Por favor?", pregunta Bill Campenni, el piloto jubilado de la Guardia Nacional Aérea que trabaja ahora como consultor de ingeniería. Taplin se sobresalta ligeramente. Mientras Taplin es una presencia sombría, Campenni es el imparable bromista de los vigilantes de Herndon, un sabelotodo de 65 años apreciado en el grupo por su irreverencia y frivolidad. Campenni mismo sabe que a veces se extralimita. Con cara de elfo, y un metro 68, Campeni irradia su carácter travieso, pero como Taplin, sus ideas políticas son seriamente conservadoras. Después de conocer a George W. Bush cuando sirvieron en el mismo escuadrón de la Guardia Nacional Aérea de Tejas a principio de los años setenta, defendió públicamente al presidente durante la campaña de 2004, insistiendo en que Bush había cumplido fielmente con sus deberes en la Guardia después de que unos detractores de Bush pusieran en duda su desempeño. Hoy, frente a la prensa, se deleita evocando lo que cree que son burdos estereotipos de los vigilantes, en parte para reírse y en parte porque quiere enviar una señal a los medios de que está al tanto de sus prejuicios y que se mantendrá alerta ante cualquier mala interpretación de los periodistas. Se vuelve hacia un periodista, sonriendo. "Házme saber cuándo te conviene, y me pondré una manta", dice, alegre. "Oh, ya sé cómo puedes empezar tu reportaje: ‘Detrás de bonitas casas, en la serenidad de una bella ciudad, los racistas llegaron para reunirse'".
Taplin se aclara la garganta. "Me pregunto dónde andará Jose", dice, suave.
"Quiero ayudarte a conseguir lo que necesites", dice Campenni al periodista. "¿Quieres verme con mi camiseta con la svástica? ¿O con mi camiseta realmente grande con el texto ‘Poder Blanco'?"
"William", rezonga su esposa.
Taplin interviene. "El tipo de camisetas que en realidad querríamos son camisetas con el texto ‘Poder Herndon'", dice, volviéndose hacia el resto del grupo. "Y ya que estamos en esto, ¿estarían dispuestos a comprar gorras de ‘Vigilantes de Herndon'?"
Taplin está mirando una furgoneta blanca que está aparcando en el estacionamiento de 7-Eleven. "Es un reincidente, es un reincidente", anuncia. "Necesito tomarle una foto a ese tipo". Los trabajadores rodean la furgoneta. El conductor latino levanta dos dedos. Taplin se mueve de lado en la acera, enfocando la lente de su cámara, apretando el obturador. "Creo que es una firma de pinturas", susurra, mirando a través del visor, apretando el obturador repetidas veces. "Sonríe para mí, colega. Oh, estas van a salir buenas".
La furgoneta recoge a dos trabajadores, pasando frente a Taplin. El conductor se echa hacia adelante en su asiento, mira a Taplin y su cámara, y le muestra el dedo del corazón. Los jornaleros en el estacionamiento ríen y silban.
"Algunos han empezado a hacer cosas como esas", dice Taplin.
"Será más difícil con ese nuevo asunto", dice Campeni.
Taplin hace una mueca. El ‘nuevo asunto' es el local oficial de los jornaleros en la vieja comisaría de policía de Herndon, financiado en su primer año por un subsidio de unos 175 mil dólares del condado de Fairfax. "Los electores van a castigar al ayuntamiento por usar ese dinero y por su contemporización", hierve Taplin, pensando en la elecciones de mayo. "Los que votaron a favor de eso en el ayuntamiento, están terminados. No tienen ni idea de lo indignados que estamos..."
Su walkie-talkie empieza a chirriar. "Te estoy recibiendo, no cuelgues. Podría ser Joe, no cuelgues". Aprieta un botón, sonriendo. "Joe", dice. "¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Me recibes?"
"¿Me recibes?", responde Joe, inseguro. ¿Tendrá problemas con sus botones? "¿Me recibes, me recibes?"
"Suenas cerca", dice Taplin.
Joe dice algo, pero los chirridos el walkie-talkie lo ahogan.
"No te oí, Joe. Repítelo".
Joe lo repite.
"¿Los perdiste?"
"Sí. Doblaron por alguna parte".
"Oh, bueno. ¿Cuál es tu 20?"
Silencio.
"Joe, ¿cuál es tu 20?"
"Te oigo".
Taplin suspira. Okay, evidentemente no todo el mundo sabe qué es un 20. "Joe, ¿dónde estás?"
"Cerca de Pizza Hut".
"Okay, puedes volverte, Joe. Gracias por tratar. 10-4".
"10-4, okay".
Hay un reincidente suelto allá afuera, dice Taplin. "Están en todas partes". Se encoge de hombros, farfulla que Joe está volviendo. "Okay, no siempre sale bien", dice.
Pero a veces sí. La pequeña unidad de vigilancia de Taplin ha empezado a tener resultados, a localizar efectivamente a contratistas y sus jornaleros en lugares de trabajo en el condado de Fairfax y alrededores. Sin embargo, Taplin no está seguro de que el gobierno vaya a hacer algo con las denuncias de los vigilantes. Todo lo que los funcionarios le dicen es que están investigando sus acusaciones.
Otro día, tras terminar su vigilancia, Taplin y el equipo se encaminan al restaurante Amphora. Sentado cerca del ventanal, Taplin tiene sus cámaras a la mano, por si acaso. El grupo acaba de pedir algo para comer cuando se aparece un vehículo y aparca frente al restaurante y unos trabajadores se apresuran hacia el lado del conductor.
Taplin sale fuera y toma algunas fotos del conductor, un contratista anglosajón llamado George Griebel, el que, furioso, se enfrenta a Taplin en el restaurante. Exige una explicación, y la película que está en la cámara.
"Usted estaba contratando a un ilegal", dice Taplin. "Y yo tengo derecho a tomarle una fotografía".
Griebel le dice no tiene ese derecho.
"Por favor, márchese", dice Taplin, sonriendo, sacudiendo la cabeza.
Griebel lo insulta y se acerca a él.
El gerente del restaurante llama a la policía. Para cuando llegan, Griebel ya se ha marchado. "Yo sé quiénes son, estos vigilantes... o como quiera que se llamen", dice más tarde. "Pero ¿qué estaba haciendo yo? ¿Quiénes se creen que son? Yo he vivido durante más de 20 años en Herndon. Y estaba allí para recoger a un tipo que ha trabajado para mí en los últimos tres años, y es un buen trabajador, y no es ilegal tampoco. ¿Que no puedo contratar a un hispano legal? Yo creo que los vigilantes están tratando de dividir a este país".
Joe se pasa una mano por su pelo canoso y respira profundamente. "Todo listo".
No está claro para qué está Joe listo, porque Joe no lo dice, dejando a Taplin la revelación de cualquier detalle específico. "Depende de quién quiera saberlo", dice Joe, que no quiere mencionar su apellido "porque quién sabe quién se puede enterar. No es nada personal. Tampoco le doy mi nombre a un montón de gente allá en la frontera. Se interesan mucho en ti si te ven con un arma".
"Okay, Joe tiene que marcharse", dice Taplin.
Taplin y el resto de su cuadrilla toman posiciones al otro lado de la calle y empiezan a tomar fotos de los contratistas que llegan y de los trabajadores, que los miran plácidamente. Cuando aparecieron por aquí los primeros vigilantes en octubre, mucho de los trabajadores ilegales pensaron lo peor: que agentes de la inmigración norteamericana en ropas de paisano habían llegado al lugar para reunir evidencias y detenerlos. Algunos trabajadores huyeron del estacionamiento y no salieron de sus apartamentos a buscar trabajo durante días, y algunos de los más asustados se marcharon de Herndon, de acuerdo a otros trabajadores. Pero los temores de los jornaleros se han disipado. Se han enterado de que ni los funcionarios federales de inmigración ni los del ayuntamiento tienen nada que ver con lo que está ocurriendo, que los desconocidos son simplemente residentes locales que tienen problemas con ellos, pero no pueden hacer nada contra ellos, excepto protestar.
Sin embargo, aunque los jornaleros desconfiados vuelven poco a poco al 7-Eleven, lo hacen preocupados de que los atemorizados empresarios ya no quieran contratarles. Esa es la estrategia de Taplin: Fotografiar a los contratistas que llegan al 7-Eleven a recoger jornaleros y, si posible, seguirlos, y a los jornaleros, hasta el lugar de trabajo. Luego, identificar a la compañía contratista y algunos de sus clientes, luego verificar el nombre de la compañía en páginas web del gobierno para determinar si el contratista tiene permiso en Virginia o en Herndon. Si no, el contratista será denunciado a las autoridades locales, y quizás al servicio de impuestos internos.
"Espera un segundo", dice Taplin. Coge su walkie-talkie y aprieta un botón: "Controlando, controlando. ¿Me recibes?"
No hay respuesta. Taplin controla el walkie-talkie y aprieta un botón nuevamente. "Controlando, controlando. ¿Me recibes? ¿Joe, me recibes?"
"Sí", dice Joe desde una calle cercana.
"Joe, hay un camión saliendo del 7-Eleven con un ilegal. ¿Lo ves? ¿Ves el nombre en el lado? Lo conozco. Definitivamente, es un reincidente. ¿Puedes seguirlo para ver adónde lleva a ese jornalero?"
"Oye, ¿podemos colocarnos las mantas del KKK ahora? ¿Por favor? ¿Por favor?", pregunta Bill Campenni, el piloto jubilado de la Guardia Nacional Aérea que trabaja ahora como consultor de ingeniería. Taplin se sobresalta ligeramente. Mientras Taplin es una presencia sombría, Campenni es el imparable bromista de los vigilantes de Herndon, un sabelotodo de 65 años apreciado en el grupo por su irreverencia y frivolidad. Campenni mismo sabe que a veces se extralimita. Con cara de elfo, y un metro 68, Campeni irradia su carácter travieso, pero como Taplin, sus ideas políticas son seriamente conservadoras. Después de conocer a George W. Bush cuando sirvieron en el mismo escuadrón de la Guardia Nacional Aérea de Tejas a principio de los años setenta, defendió públicamente al presidente durante la campaña de 2004, insistiendo en que Bush había cumplido fielmente con sus deberes en la Guardia después de que unos detractores de Bush pusieran en duda su desempeño. Hoy, frente a la prensa, se deleita evocando lo que cree que son burdos estereotipos de los vigilantes, en parte para reírse y en parte porque quiere enviar una señal a los medios de que está al tanto de sus prejuicios y que se mantendrá alerta ante cualquier mala interpretación de los periodistas. Se vuelve hacia un periodista, sonriendo. "Házme saber cuándo te conviene, y me pondré una manta", dice, alegre. "Oh, ya sé cómo puedes empezar tu reportaje: ‘Detrás de bonitas casas, en la serenidad de una bella ciudad, los racistas llegaron para reunirse'".
Taplin se aclara la garganta. "Me pregunto dónde andará Jose", dice, suave.
"Quiero ayudarte a conseguir lo que necesites", dice Campenni al periodista. "¿Quieres verme con mi camiseta con la svástica? ¿O con mi camiseta realmente grande con el texto ‘Poder Blanco'?"
"William", rezonga su esposa.
Taplin interviene. "El tipo de camisetas que en realidad querríamos son camisetas con el texto ‘Poder Herndon'", dice, volviéndose hacia el resto del grupo. "Y ya que estamos en esto, ¿estarían dispuestos a comprar gorras de ‘Vigilantes de Herndon'?"
Taplin está mirando una furgoneta blanca que está aparcando en el estacionamiento de 7-Eleven. "Es un reincidente, es un reincidente", anuncia. "Necesito tomarle una foto a ese tipo". Los trabajadores rodean la furgoneta. El conductor latino levanta dos dedos. Taplin se mueve de lado en la acera, enfocando la lente de su cámara, apretando el obturador. "Creo que es una firma de pinturas", susurra, mirando a través del visor, apretando el obturador repetidas veces. "Sonríe para mí, colega. Oh, estas van a salir buenas".
La furgoneta recoge a dos trabajadores, pasando frente a Taplin. El conductor se echa hacia adelante en su asiento, mira a Taplin y su cámara, y le muestra el dedo del corazón. Los jornaleros en el estacionamiento ríen y silban.
"Algunos han empezado a hacer cosas como esas", dice Taplin.
"Será más difícil con ese nuevo asunto", dice Campeni.
Taplin hace una mueca. El ‘nuevo asunto' es el local oficial de los jornaleros en la vieja comisaría de policía de Herndon, financiado en su primer año por un subsidio de unos 175 mil dólares del condado de Fairfax. "Los electores van a castigar al ayuntamiento por usar ese dinero y por su contemporización", hierve Taplin, pensando en la elecciones de mayo. "Los que votaron a favor de eso en el ayuntamiento, están terminados. No tienen ni idea de lo indignados que estamos..."
Su walkie-talkie empieza a chirriar. "Te estoy recibiendo, no cuelgues. Podría ser Joe, no cuelgues". Aprieta un botón, sonriendo. "Joe", dice. "¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Me recibes?"
"¿Me recibes?", responde Joe, inseguro. ¿Tendrá problemas con sus botones? "¿Me recibes, me recibes?"
"Suenas cerca", dice Taplin.
Joe dice algo, pero los chirridos el walkie-talkie lo ahogan.
"No te oí, Joe. Repítelo".
Joe lo repite.
"¿Los perdiste?"
"Sí. Doblaron por alguna parte".
"Oh, bueno. ¿Cuál es tu 20?"
Silencio.
"Joe, ¿cuál es tu 20?"
"Te oigo".
Taplin suspira. Okay, evidentemente no todo el mundo sabe qué es un 20. "Joe, ¿dónde estás?"
"Cerca de Pizza Hut".
"Okay, puedes volverte, Joe. Gracias por tratar. 10-4".
"10-4, okay".
Hay un reincidente suelto allá afuera, dice Taplin. "Están en todas partes". Se encoge de hombros, farfulla que Joe está volviendo. "Okay, no siempre sale bien", dice.
Pero a veces sí. La pequeña unidad de vigilancia de Taplin ha empezado a tener resultados, a localizar efectivamente a contratistas y sus jornaleros en lugares de trabajo en el condado de Fairfax y alrededores. Sin embargo, Taplin no está seguro de que el gobierno vaya a hacer algo con las denuncias de los vigilantes. Todo lo que los funcionarios le dicen es que están investigando sus acusaciones.
Otro día, tras terminar su vigilancia, Taplin y el equipo se encaminan al restaurante Amphora. Sentado cerca del ventanal, Taplin tiene sus cámaras a la mano, por si acaso. El grupo acaba de pedir algo para comer cuando se aparece un vehículo y aparca frente al restaurante y unos trabajadores se apresuran hacia el lado del conductor.
Taplin sale fuera y toma algunas fotos del conductor, un contratista anglosajón llamado George Griebel, el que, furioso, se enfrenta a Taplin en el restaurante. Exige una explicación, y la película que está en la cámara.
"Usted estaba contratando a un ilegal", dice Taplin. "Y yo tengo derecho a tomarle una fotografía".
Griebel le dice no tiene ese derecho.
"Por favor, márchese", dice Taplin, sonriendo, sacudiendo la cabeza.
Griebel lo insulta y se acerca a él.
El gerente del restaurante llama a la policía. Para cuando llegan, Griebel ya se ha marchado. "Yo sé quiénes son, estos vigilantes... o como quiera que se llamen", dice más tarde. "Pero ¿qué estaba haciendo yo? ¿Quiénes se creen que son? Yo he vivido durante más de 20 años en Herndon. Y estaba allí para recoger a un tipo que ha trabajado para mí en los últimos tres años, y es un buen trabajador, y no es ilegal tampoco. ¿Que no puedo contratar a un hispano legal? Yo creo que los vigilantes están tratando de dividir a este país".
19 de marzo de 2006
©washington post
©traducción mQh
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