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encuentro con el peligro


[N.C. Aizenman] Emigrantes centroamericanos retan al destino en un arriesgado viaje.
Tecún Umán, Guatemala. Poco después del amanecer, Mario Lobo estaba en la embarrada ribera del río Suchiate mirando desalentado la turbulenta corriente lo que separaba de México.
El delgado hondureño de 22 años estaba todavía a 2400 kilómetros de la línea fronteriza con Estados Unidos. Pero para Lobos y decenas de miles de otros centroamericanos pobres que entran furtivamente a Estados Unidos todos los años, la verdadera frontera empieza aquí, en la frontera de Guatemala con México -y a todo lo largo de México-, cuando se embarcan en una sucesión de penurias de las que el peligroso trayecto a través del desierto de Arizona o Tejas no es más que el capítulo final.
Caso paso exige tomar, en fracciones de segundo, decisiones que pueden hacer la diferencia entre la vida y la muerte. ¿Deberían vadear un río torrentoso o gastar sus escasos pesos para cruzarlo en balsa? ¿Son los bandidos en un camino remoto más peligrosos que los puestos de control de inmigración a lo largo del camino principal? ¿Y brincar en un tren de carga que pasa a toda velocidad reducirá dramáticamente el tiempo de viaje, o terminará todo con un resbalón y una caída? Lobo ha oído sobre estos peligros de otros que han hecho el viaje antes. Sin embargo, mientras contemplaba las olas de color café del Suchiate, los otros peligros palidecían en comparación con el que tenía en su mente.
"Ese agua", murmuró a sus dos compañeros de viaje, "se ve muy profunda".
La mayoría de los emigrantes cruzan el río en balsas construidas con dos cámaras de aire amarradas a un par de planchas de madera. Pero los dueños de las balsas cobran diez quetzales guatemaltecos por persona -un dólar treinta. Lobo y sus amigos sólo tienen siete quetzales.
"Podemos vadear hasta el otro lado, como él", propone uno de los amigos de Lobo, Francisco Quintero, 28, apuntando a un nervudo hombre que estaba empujando su balsa contra la corriente, con una cuerda amarrada en su cintura. "Ves, el agua sólo le llega hasta el pecho".
"No", dijo Lobo, abatido. "Míralo, no está vadeando. Está nadando. Tú sabes nadar. Yo no".
Quintero dio un suspiro que traicionó su impaciencia. Veterano de viajes al norte, con grandes cicatrices en su cuerpo para probarlo, había dejado un trabajo en un sitio en construcción en Reno, Nevada, para ayudar a uno de sus sobrinos de Honduras a llegar a Estados Unidos. Lobo y su tercer amigo, Juan Vicente, 24, habían decidido acompañarlos, atraídos por la promesa de trabajos en los que se gana más de tres dólares al día.
Pero el sobrino de Quintero había cambiado de opinión en el autobús de Honduras antes de que los cuatro llegaran siquiera a la deteriorada ciudad de Tecún Umán, aterrado por las historias que venía oyendo de otros pasajeros.
Ahora parecía como si Lobo también se fuera a echarse atrás.
"Okay", dijo finalmente Quintero. "¿Qué si le ofrezco al balsero los siete quetzales para que te cruce a ti? Juan y yo podemos nadar".
Lobo asintió en silencio.
Veinte minutos más tarde el trío estaba parado en la otra ribera del río, secándose con una toalla que les había pasado una amistosa mujer mexicana. Miraba desde el umbral de la puerta de su choza de cemento mientras Vicente se ponía desodorante y Quintero se peinaba cuidadosamente. Sabían que desde este punto en adelante era crucial pasar desapercibido.
"¿Hacia dónde van?", preguntó la mujer.
"Vamos a Arriaga. Ahí nos montaremos en un tren", respondió Quintero, indiferente.
La mujer hizo chasquear su lengua. "Muy peligroso", dijo, sacudiendo su cabeza. "Hay un montón de ladrones".

El Tren Desde Arriaga
A unos 260 kilómetros más al norte, en un refugio para emigrantes dirigido por el cura local, en Arriaga, otro grupo de amigos hondureños
examinaban un mapa de México pegado a la pared.
"¡Dios mío! ¿Quieres decir que no hemos recorrido más que esto?", exclama consternado Carlos Pineda, 22, ante Rafael Valencia, 18.
Hace unos 20 días salieron para coger el tren de Arriaga -la terminal más sureña de México- desde la misma ribera a la que Lobo y sus amigos habían llegado. Las rajas en los bolsillos de los vaqueros de Valencia ofrecían un indicio de las penurias por las que había pasado el par desde entonces.
Dijeron que sus problemas empezaron cuando seis hombres enmascarados, blandiendo rifles y machetes, les tendieron una emboscada en un tranquilo tramo del camino de tierra que los dos habían escogido para eludir los puestos de control de inmigración a lo largo del camino principal. "Los bandidos nos hicieron desnudar completamente. Luego rajaron nuestras ropas con cuchillos para ver si llevábamos dinero", recordó Pineda.
Los ladrones encontraron 600 pesos mexicanos -unos 50 dólares- que Pineda y Valencia, ambos choferes de autobuses en Honduras, habían ahorrado para el viaje a través de México. Pero los bandidos no vieron los siete dólares adicionales que Pineda había metido en uno de sus calcetines. Así que todavía estaba optimista cuando unos días más tarde él y Valencia conocieron a tres mujeres salvadoreñas que hacían la misma ruta.
A la más guapa le llegaban los cabellos hasta los hombros y le dijo a Pineda que había dejado atrás a su hija de dos años, recordó. A Pineda le hizo recordar a su mujer e hija, de las que se había despedido tristemente en Honduras.
Su conversación terminó abruptamente cuando siete hombres armados con pistolas emergieron repentinamente de entre el follaje.
Una vez más los emigrantes fueron obligados a desnudarse. Esta vez los ladrones encontraron el alijo de siete dólares de Pineda, dijo. Uno de ellos también se quedó con las zapatillas de Valencia, dejándolo con un par de zapatos demasiado chicos y destrozados.
Entonces uno de los bandidos cogió a la mujer con la que había estado hablando Pineda y ordenó a Pineda y Valencia que se marcharan mientras la empujaba hacia la arboleda.
"Estaba llorando, suplicándole: ‘Por favor, no lo haga. Quédese con lo que quiera, pero no me haga esto'", cuenta Pineda en un triste susurro. "El bandido le pegó en la cara y le gritó: ‘¡Cállate, perra estúpida!'"
Para cuando una tercera banda de ladrones abordaron a Pineda, Valencia y otro hombre unos días después, contó Pineda, no llevaban nada de valor consigo. Enrabiados, los ladrones empezaron a golpear con su machete al tercer hombre mientas Pineda y Valencia se echaban a correr.
"Yo sabía que sería un viaje difícil", dice Pineda con la voz ahogada, secándose las lágrimas de sus ojos con su camiseta blanca. "Pero nunca tan difícil".
Valencia, entretanto, estaba más preocupado de un rumor que se había difundido en el refugio de que esa noche saldría un tren de carga.
Apartó a Pineda para confiarle algunos datos sobre cómo abordar el tren, que había aprendido de sus viajes al norte anteriores.
"Mira, cuando el tren empiece a moverse, no corras muy cerca de él", explicó Valencia, usando su mano derecha para simular un tren moviéndose a lo largo de la mesa del comedor y su mano izquierda para mostrar a un hombrecito corriendo hacia él a toda velocidad. "De otro modo, el aire te chupará y te meterá debajo de las ruedas".
El pequeño hombre-dedo se deslizó debajo de la mano derecha de Valencia y se derrumbó en la mesa con un plaf.
Pineda soltó una risita ahogada. Parecía como si fuera a vomitar.
Sin embargo, cuando la tarde daba paso a la noche, fue Pineda quien parecía más ansioso de salir a la zona cubierta de hierbas en torno a la estación de ferrocarriles a unas calles de distancia.
Varios cientos de emigrantes ya se habían congregado allá en el oscuro crepúsculo, esperando hacerse con un hueco en los vagones de carga que los trabajadores del ferrocarril estaban uniendo para formar el tren.
A eso de las diez de la noche engancharon el último vagón en la parte de atrás del tren con un bang que hizo eco en la oscuridad. Los emigrantes estaban ahora apretujados por todos lados en el tren.
Durante un momento hubo un silencio absoluto. Entonces la locomotora rugió y el tren empezó a avanzar dando tumbos, cada vez más rápidamente.
Pineda y Valencia gritaron desde su percha encima de un vagón cisterna. Se los podía oír chillando cuando el tren salía de la estación. "¡Dios está con nosotros! ¡Al norte!"

El Refugio de Tapachula
Alan Delgado se agarró al borde de su colchón y apretó los dientes, agónico de dolor. Su pierna derecha había sido amputada por encima de la rodilla.
Sin embargo, los nervios de su muslo continuaban hormigueando y retorciéndose como si todavía estuviera ahí. Su amigo Julio César Lambert le sonrió compasivo desde la otra cama. Lambert había perdido la pierna izquierda.
Doce días antes los dos hondureños habían abordado el tren de carga de las diez de la noche en la misma estación en Arriaga de la que Pineda y Valencia acababan de salir. Ahora eran los nuevos pupilos del Refugio de Jesús el Buen Samaritano, un refugio para emigrantes heridos en la ciudad de Tapachula, cerca de la frontera guatemalteca. La policía y los trabajadores de los hospitales envían al menos a cuarenta emigrantes mutilados al mes al refugio, una colección de cuartos de bloques de concreto pintados de blanco.
Delgado, un hombre chico de 22 años de rasgos traviesos, dijo que todavía podía recordar el alivio que sintió cuando el tren salió de Arriaga. Pero su optimismo se había temperado cuando empezó a llover y pensó en que aún les quedaban once horas de viaje.
Llevaban una hora y media de viaje, contó Delgado, cuando cuatro bandidos enmascarados y armados emergieron de un escondite en el tren y empezaron a saltar de un vagón a otro. Un emigrante aparentemente se negó a entregarles su dinero. Otros tres simplemente no tenían nada. Delgado dijo que los bandidos cogieron a los hombres por los hombros y los lanzaron fuera.
A la mañana siguiente, en la última parada del tren en Ixtepec, Delgado y Lambert dijeron que se subieron a un tren más corto con unos pocos vagones de carga. Poco después tomó una curva a tal velocidad que los vagones empezaron a moverse violentamente de un lado a otro con un escalofriante chirrido. Pensando que el tren se iba a descarrilar, Delgado saltó fuera.
Lo siguiente que recuerda es que estaba tendido en el suelo, un pedazo de un pie derecho todavía pegado en la escalera de un vagón de carga a varios metros de distancia, el resto de su pierna colgando de su muslo por una ensangrentada tira de piel.
La pierna de Lambert había sido cortada completamente. También la de una mujer salvadoreña que llegó al refugio.
En la distancia también pudieron ver el torso de un emigrante cuyo cuerpo había sido cortado por la mitad. Dos emigrantes más murieron aplastados por el vagón de carga, y se veía fluir la sangre por debajo.
Durante las siguientes tres horas y media, Delgado y el otro herido esperaron ayuda debajo de un achicharrante sol, con un dolor tan fuerte, dijo Delgado, que era "indescriptible, imposible de sacar de tu cabeza".
Delgado recuerda haber gritado una y otra vez para evitar deslizarse en la muerte.
Cuando esa tarde salió de la sala de operaciones, Delgado dijo que se preguntó por qué había resistido con tanta fuerza.
"Miré mi muñón y me dije: ‘Ahora soy una persona inútil'", recordó. "‘¿Qué voy a hacer? Mi sueño americano terminó en ese tren".
Unas camas más allá, Hanibal Rodríguez, 28, tenía otros planes. Rodríguez, un fornido hondureño que se dirigía a un trabajo de jardinería en Nueva Jersey, fue asaltado y herido de tres balazos en la pierna por policías uniformados cerca de Arriaga unas semanas antes.
Pero sus heridas están sanando bien. Podrá volver a Honduras en una semana.
"Me quedaré dos o tres meses, para recuperarme", dice Rodríguez. "Después de eso", agrega con una dentada sonrisa, "volveré al norte".

8 de julio de 2006
©washington post
©traducción mQh
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