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nosotros los haitianos


[Andres Viglucci] Estados Unidos aplica una dura política para impedir la inmigración haitiana, recurriendo a las recientes leyes anti-terroristas y sometiendo a los refugiados a angustiantes situaciones de desesperación.
Durante dos meses -menos un día- las autoridades de Inmigración mantuvieron a Lormise Guillaume y su hijo de dos años, Jordan, encerrados en la habitación de un pequeño hotel. Guardias armados custodiaron todo el tiempo su puerta. Nos les dejaban salir de la habitación. No podían abrir la ventana. Jordan no podía tener juguetes ni lápices de colores.
Jordan tuvo a menudo que pasarse sin pañales. Todo lo que tenía Lormise para vestirlo era una playera de adultos. Jordan no podía comer el alimento que le daban y lloraba una buena parte del tiempo. A veces, Lormise no podía consolarlo cuando despertaba llorando o se golpeaba la cabeza contra la pared.
Su delito: llegar clandestinamente a Estados Unidos en un bote desde Haití para pedir asilo político. Lormise dijo que escaparon de una banda de agitadores políticos cuyas amenazas de muerte habían obligado a huir de Haití, hace un año, a su marido Dany.
Pero para el gobierno la presencia de Lormise y Jordan en suelo norteamericano representaba una amenaza para la seguridad. Tanto así que el día que los llevaron a una audiencia en el tribunal de inmigración, a Dany -con un permiso de trabajo y un hogar esperando a su familia en Fort Lauderdale- no le dejaron abrazar a su hijo.
Durante los últimos doce meses, las autoridades de Inmigración -usando las facultades anti-terroristas que les otorgó la Ley Patriótica después del 11 de septiembre- están colocando a todos los refugiados haitianos en detención indefinida, una medida que no se aplica a ninguna otra nacionalidad. Altos funcionarios han dicho que la medida es necesaria para evitar una emigración masiva de un Haití aquejado eternamente de problemas.
Para decenas de familias como los Guillaume, la postura oficial ha significado semanas y meses de angustia para los niños no acompañados detenidos, los maridos separados de sus esposas y las madres con niños angustiados confinados a cuartos pagados por el gobierno en el motel Comfort Inn Suites -en algunos casos incluso después de que los jueces de Inmigración hubiesen ordenado su puesta en libertad. El fiscal general de Estados Unidos, John Ashcroft, dijeron que el gobierno ignoró las resoluciones de los jueces para proteger la seguridad nacional.
La medida norteamericana también ha significado, de acuerdo a defensores de los derechos de los inmigrantes, que cientos de haitianos con historias potencialmente genuinas de persecución han sido deportados bajo un régimen de trámites acelerados que, dicen, no les deja tiempo para preparar casos legales complejos. En varios casos, jóvenes expulsados a Haití, incluyendo a un huérfano de catorce años, han posteriormente desaparecido.
Las fotografías que se pueden encontrar en este diario constituyen una bodega de imágenes de un momento crítico de la diáspora haitiana. Abarcan las muecas desesperadas de los que se quedan en el limbo de la custodia, la incansable fe en el sueño americano patente en las caras de los que han sido liberados y los esfuerzos de la comunidad haitiana de Florida del Sur -a través de protestas y manifestaciones, oraciones y misas especiales- para concitar apoyo en el resto del país, donde su causa sigue siendo poco conocida.
Grabado en cada uno de esos retratos hay una mezcla de fe y determinación -nada menos que la testaruda insistencia de los haitianos recién llegados de hacerse un lugar para sí mismos en un país nuevo y desconocido, sin importar lo reticente de la acogida.
En muchos aspectos los Guillaume han tenido más suerte que otros.
Una tibia mañana de mayo, cuando posaron para el fotógrafo Bruce Weber, Lormise y Jordan -sí, debe su nombre a Michael Jordan- había sido liberados apenas un mes. En la foto, la cara de Lormise Guillaume irradia felicidad mientras trata de que el niño sonría, apretándole las mejillas.
Como muchos de los que llegaron antes que ellos, Dany y Lormise están ansiosos por construir una nueva vida frente a grandes dificultades.
"Amo este país", dijo Dany. "Estoy feliz de haber venido. Tenemos problemas en Haití, y Dios nos puso aquí en tierra firme".
Sin embargo, en su propio retrato de primer plano en otra página, Dany parece preocupado. Dijo que todavía no puede entender por qué su nuevo país halló necesario encerrar a su esposa e hijo.
En el motel, Jordan se puso apático, y sufrió una deshidratación tan grave que tuvo finalmente que ser llevado a urgencias. Sólo entonces liberaron las autoridades a Lormise y Jordan y los pusieron bajo custodia de Dany mientras se resuelve su petición de asilo.
En otros casos las consecuencias de la medida norteamericana han sido más nefastas. Franquelyn Thermitus, 25, retratada en esas páginas mientras estaba encarcelada en el centro de detención de Inmigración en la Avenida de Krome, desapareció en Haití poco después de su deportación en agosto. Dejó atrás a su hermana Rose, 16, que ha estado detenida durante más de un año. Está detenida por las autoridades de Inmigración en Boystown, un refugio para niños en Miami, incluso aunque una prima adulta en Nueva York se ofreció para recibirla.
A Rosa se le permite hablar por teléfono con su prima, Ulna Thermitus.
"Lo intenté todo para traerla conmigo, pero no me resultó nada", dijo Ulna antes este mes. "Está deprimida. Ha estado encerrada demasiado tiempo. El otro día estuvo llorando por Franquelyn. Lo echa de menos".
Sus historias ilustran las terribles circunstancias que empujan a muchos haitianos a buscar un refugio en Florida del Sur: Rose y Franquelyn abordaron un bote hacia Miami después de que unos pistoleros políticos quemaran su casa. Se presume que sus padres, que desaparecieron, están muertos. Durante un reciente viaje a casa, Ulna buscó infructuosamente a Franquelyn. Ruega que esté bien.
Fue la llegada de Rose y Franquelyn a las costas de Miami, junto a otros doscientos refugiados políticos que escapaban del caos político en Haití, la que desencadenó el cambio en la política norteamericana.
Su bote encalló frente a Virginia Key el mediodía del 29 de octubre de 2002, arrojando a cientos de personas a las poco profundas aguas y a la Carretera Elevada Rickenbacker: hombres, mujeres y niños, algunas con bebés, corriendo hacia la playa mientras los helicópteros de la televisión transmitían las patéticas escenas al país.
Su pronta detención puso fin a la práctica que estuvo en vigor en los años previos. Hasta entonces, los refugiados políticos haitianos en Florida del Sur que podían demostrar un motivo genuino para pedir asilo eran normalmente dejados en libertad para esperar la resolución final de sus casos.
Rose y Franquelyn no eran las únicas huérfanas del barco que fueron separadas. Ophelio Joseph, 14, fue uno de los diecinueve pasajeros que nunca llegaron a tierra, ya que fueron repatriados de inmediato. Desde entonces, tampoco se sabe nada de él.
Su hermano mayor, Ernesto Joseph, ha estado detenido en Miami la mayor parte del año mientras el gobierno rechaza los alegatos de la familia, apoyada por documentos de Haití, de que sólo tiene 16 años y es por tanto un menor de edad con derecho a ser excarcelado.
El caso de Ernesto es enmarañado: Fue brevemente dejado en libertad para vivir con un tío en Miami después de que un psicólogo concluyera que estaba sufriendo una depresión extrema y el síndrome de estrés post-traumática. Un juez de inmigración le concedió asilo. Pero fue re-arrestado el mes pasado y llevado al motel Comfort Suites después de que una corte de apelaciones de inmigración anulara su asilo. Ahora podrá ser deportado en cualquier momento.
Si lo es, Ernesto compatirá el destino de más de la mitad de los pasajeros del barco. De acuerdo al Centro de Defensa de los Inmigrantes de Miami, que ha defendido a muchos de los pasajeros, hacia fines de octubre ciento diez de ellos habían sido deportados. Nueve siguen detenidos. Alrededor de ochenta han sido dejados en libertad, sea por haber recibido asilo o por razones humanitarias provisionales, como los Guillaume.
Este nuevo capítulo en la larga lucha de los haitianos por la liberté, égalité y fraternité coincidió casualmente con los 200 años de independencia de Haití, un hito histórico observado fervientemente tanto en Little Haiti como en Port-au-Prince, donde esos elevados propósitos parecen más remotos que nunca. Sus peticiones de un trato justo han sido alimentadas por el enorme orgullo de los haitianos en su legado.
En mayo pasado, durante el Día de la Bandera haitiano, cientos de personas se reunieron debajo de los viejos robles detrás de la iglesia católica de Notre Dame d'Haiti, en Little Haiti: músicos, fieles, quince sacerdotes -casi todos ellos con una bandera, o un banderín, o llevando la bandera roja y azul haitiana. Incluso los robles.
Escucharon con paciencia y atentamente mientras orador tras orador transmitían la fina tradición americana de ser un faro acogedor a pesar de los obstáculos que los haitianos -que están entre los más cansados, pobres y hambrientos de todos- deben superar para llegar a él.
"Nosotros los haitianos venimos a este país a trabajar, a buscar una vida mejor", dijo el reverendo Robes Charles en su homilía. "Su único crimen es haber llegado en bote, y los metieron a la cárcel. ¿Qué clase de justicia es esta? Dios está con nosotros en esta lucha... Somos gente buena que aún no llegamos a casa. ¿Pero sabes qué? No dejaremos de intentarlo".

14 de agosto de 2004
©traducción mQh
aviglucci@herald.com©miamiherald

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