el toro por las astas
Para imaginar alguna solución en Iraq, hay que empezar reconociendo algunas verdades en el terreno
Mientras Iraq es un tema central en la campaña electoral de este año, no está nada de claro qué hay que hacer, más allá de recomendaciones generales sobre mantener el curso o de definir calendarios de retirada a de largo plazo. Se debe a que los políticos que son candidatos en estas elecciones quieren entregar buenas noticias, y no hay nada en cuanto a Iraq -incluyendo los planes de retirada- que no sea ominoso.
En el Iraq real, los partidos chiíes y kurdos armados se han repartido los dos tercios del este del país, dejando que los rebeldes sunníes y los marines norteamericanos peleen por el resto. El primer ministro Nuri Kamal al-Maliki y su ‘gabinete de unidad nacional' estiran sus brazos hacia aliados ideológicos como Irán o Hezbollah, pero apenas si levantan un dedo para frenar a las milicias religiosas y los escuadrones de la muerte que siembran el terror en Bagdad y en el sur chií.
El número de bajas civiles ahora es de unas cien por día, y muchas de las víctimas son espantosamente torturadas con herramientas eléctricas y ácido. En el verano hubo más civiles iraquíes muertos violentamente al mes que el total de estadounidenses caídos el 11 de septiembre de 2001. Entretanto, el país sigue sin electricidad, la producción de petróleo se ha hundido, el desempleo es omnipresente y los servicios básicos brillan por su ausencia.
Hoy Ira es un país en ruinas y destrozado por la guerra. Aparte el nordeste kurdo relativamente estable, prácticamente todas las familias -sunníes o chiíes, ricas o pobres, poderosas o humildes- deben lidiar con el miedo y la inseguridad física casi todos los días. Los tribunales, donde todavía funcionan, están sometidos a interferencias políticas; la justicia callejera está llenando el vacío. Los tribunales religiosos están ganando terreno en la vida familiar. Los derechos de las mujeres están en retirada.
La creciente violencia, no la creciente democracia, es el rasgo dominante de la vida iraquí. Todo iraquí lo sabe. Los estadounidenses también deben saberlo.
Más allá de la futilidad de mantener simplemente el curso, yace la imposibilidad de mantener al grueso de las fuerzas terrestres estadounidenses estacionadas indefinidamente en Iraq. Ya llevan allá 42 meses, más tiempo del que le tomó a Estados Unidos derrotar a Hitler. El esfuerzo está socavando la solidez a largo plazo del ejército y de la marina, amenazando con desviar a la Guardia Nacional de sus tareas en la seguridad interior y envalentonando a Irán y Corea del Norte. Considerando la situación militar cada vez más deteriorada, el Pentágono tiene que abandonar la idea de toda retirada significativa este año, o, en realidad, durante cualquier período del futuro previsible.
Si todavía hubiese un modo constructivo de salir de este desastre, tendría que empezar con decir la verdad. Los políticos no exigirán soluciones serias si sus electores no están preparados para entender las opciones reales. Los republicanos no hablarán sobre alternativas genuinas mientras sus seguidores se apeguen a la ilusión de que la victoria es posible. Pocos demócratas apoyarán desarrollos que terminen con transferir a ellos la responsabilidad de este terrible caos.
Reconocer las duras verdades del Iraq de hoy debe ser más que un punto político a tratar por los opositores del presidente. Es el único inicio posible de una discusión nacional seria sobre el tipo de política exterior estadounidense que tenga las mejores posibilidades de rescatar lo que quiera que sea posible rescatar en Iraq y minimizar el daño a los intereses norteamericanos más amplios.
En el Iraq real, los partidos chiíes y kurdos armados se han repartido los dos tercios del este del país, dejando que los rebeldes sunníes y los marines norteamericanos peleen por el resto. El primer ministro Nuri Kamal al-Maliki y su ‘gabinete de unidad nacional' estiran sus brazos hacia aliados ideológicos como Irán o Hezbollah, pero apenas si levantan un dedo para frenar a las milicias religiosas y los escuadrones de la muerte que siembran el terror en Bagdad y en el sur chií.
El número de bajas civiles ahora es de unas cien por día, y muchas de las víctimas son espantosamente torturadas con herramientas eléctricas y ácido. En el verano hubo más civiles iraquíes muertos violentamente al mes que el total de estadounidenses caídos el 11 de septiembre de 2001. Entretanto, el país sigue sin electricidad, la producción de petróleo se ha hundido, el desempleo es omnipresente y los servicios básicos brillan por su ausencia.
Hoy Ira es un país en ruinas y destrozado por la guerra. Aparte el nordeste kurdo relativamente estable, prácticamente todas las familias -sunníes o chiíes, ricas o pobres, poderosas o humildes- deben lidiar con el miedo y la inseguridad física casi todos los días. Los tribunales, donde todavía funcionan, están sometidos a interferencias políticas; la justicia callejera está llenando el vacío. Los tribunales religiosos están ganando terreno en la vida familiar. Los derechos de las mujeres están en retirada.
La creciente violencia, no la creciente democracia, es el rasgo dominante de la vida iraquí. Todo iraquí lo sabe. Los estadounidenses también deben saberlo.
Más allá de la futilidad de mantener simplemente el curso, yace la imposibilidad de mantener al grueso de las fuerzas terrestres estadounidenses estacionadas indefinidamente en Iraq. Ya llevan allá 42 meses, más tiempo del que le tomó a Estados Unidos derrotar a Hitler. El esfuerzo está socavando la solidez a largo plazo del ejército y de la marina, amenazando con desviar a la Guardia Nacional de sus tareas en la seguridad interior y envalentonando a Irán y Corea del Norte. Considerando la situación militar cada vez más deteriorada, el Pentágono tiene que abandonar la idea de toda retirada significativa este año, o, en realidad, durante cualquier período del futuro previsible.
Si todavía hubiese un modo constructivo de salir de este desastre, tendría que empezar con decir la verdad. Los políticos no exigirán soluciones serias si sus electores no están preparados para entender las opciones reales. Los republicanos no hablarán sobre alternativas genuinas mientras sus seguidores se apeguen a la ilusión de que la victoria es posible. Pocos demócratas apoyarán desarrollos que terminen con transferir a ellos la responsabilidad de este terrible caos.
Reconocer las duras verdades del Iraq de hoy debe ser más que un punto político a tratar por los opositores del presidente. Es el único inicio posible de una discusión nacional seria sobre el tipo de política exterior estadounidense que tenga las mejores posibilidades de rescatar lo que quiera que sea posible rescatar en Iraq y minimizar el daño a los intereses norteamericanos más amplios.
24 de septiembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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