cumpliendo condena
[J.R. Moehringer] En un restaurante de San Francisco que no tiene igual, elegantes menús son preparados y servidos estrictamente por reclusos.
Otro día en Delancey Street. Un asaltante de banco está asando los pollos. Un ladrón de joyas rellena los vasos de agua. Un camarero habla sobre el tiempo que pasó en San Quintín.
¿Cuál camarero? Elija. Vienen todos directamente del calabozo, lo mismo que los cocineros, los barman, los ayudantes de camarero. ¿Ese niño pulcro que está sirviendo un bife de chorizo? Agresión. ¿Ese serio jefe de camareros con los menús? Drogas.
Delancey Street puede verse como cualquier otro restaurante exitoso en esta ciudad obsesionada con ellos, pero aquí el menú está en segundo lugar con respecto a su misión: hacer posible que los convictos den un sólido primer paso por el buen camino.
Mimi Silbert, que empezó Delancey Street hace 35 años, explica el restaurante con una metáfora -seguida por otra, y otra. (Silbert tiene más metáforas que Delancey Street tenedores). Es una gran familia de apoyo, dice, con incontables y ruidosos tíos y primos apretujados debajo de un mismo techo, como la familia en que creció, en Mattapan, Massachusetts.
Mejor, es Ellis Island, dice, y los convictos son extranjeros de un país lejano llamado ‘la clase marginal estadounidense', que necesitan tiempo -por lo menos dos años, normalmente cuatro- para preparar su ‘inmigración' a la sociedad norteamericana.
No, no, Delancey Street es sobre todo Amnesty, el chucho de ojos negros de Silbert, que en estos momentos olisquea la pierna de un cliente. Años atrás, Silbert y unos convictos de Delancey Street rescataron a Amnesty de una perrera cercana. (Es una larga historia, dice, riendo). Quiere a la perra como si fuera su hija, y se hundió en una terrible depresión hace poco cuando el veterinario le dijo que a Amnesty sólo le quedaban horas de vida. Pero Amnesty demostró que el veterinario estaba equivocado. Calva, atormentada por dolores, Amnesty no se rindió, y Silbert y los convictos tampoco la abandonaron, y ese mismo carácter de tenacidad, lealtad y amnistía para todos los que han sido desahuciados es Delancey Street.
Y sin embargo Amnesty es también la razón por la que Silbert -una menuda mujer de 64 años con un característico acento de Nueva Inglaterra- está reuniéndose hoy con los cocineros hoy, en estos momentos, durante la calma entre el almuerzo y la cena. Preocupada por la salud de Amnesty, Silbert ha descuidado la supervisión de las comidas. Como resultado, dice, las patatas rellenas están saliendo "chupadas", ácida la salsa para la pasta y no va a mencionar la mermelada de cebollas.
Silbert, que tiene dos licenciaturas en psicología y criminología, y que incluso estudió con Jean-Paul Sartre, puede poner debajo de la mesa a cualquier convicto en cuanto a las maldiciones, lo que le es bastante práctico, porque Delancey Street no es la Calle Sésamo.
Doce robustos cocineros, cada uno del tamaño de dos Silberts, se reúnen a su alrededor en la inmaculada cocina. Contra los masivos blancos de la cocina, su trajecito ciruela se ve como una mancha en un iceberg. Aunque los dientes perdidos y los tatuajes en el cráneo delatan una historia de crítica supervivencia, soportan los reproches de Silbert con buen humor y respeto, que son marcas registradas de Delancey Street.
De hecho, es esta actitud la que probablemente hace que la gente vuelva. La comida puede ser excepcional. Pero la verdadera especialidad de la casa es la recia cortesía, con un lado de sinceridad. A los convictos que vienen a Delancey Street, explica Silbert, se les pide que pretendan ser amables, hasta que la actuación se hace real. Como la terapeuta que es, Silbert cree que ajustes menores en la superficie pueden generar importantes reformas íntimas.
Sin embargo, el mandato se-siempre-amable no se aplica siempre a Silbert. Si encuentra que un plato ha sido mal hecho -especialmente si es uno de su adorada familia de recetas-, la simpatía toma vacaciones. "Me voy a poner dura", advierte al personal reunido. ¿Quién ha estado haciendo las patatas rellenas? ¡Quiero que el que las hizo diga que las hizo!"
En el pasado, una pregunta semejante habría provocado un lapidario silencio de parte de los convictos, que han pasado sus vidas acatando un credo fundamental: No confesar nunca. Pero en Delancey Street, la confesión es permanente. La confesión es un preludio de la expiación, del perdón y del desarrollo personal. No importa que cometas un error, dice Silbert a los convictos. Lo que importa es cómo lo arreglas. "Esa es la diferencia entre la gente sana y la gente autodestructiva", dice.
El culpable de las patatas rellenas da un paso adelante. Silbert le recuerda que las patatas deben ser cocinadas lentamente, para extraer la dulzura de la cebolla. El cocinero asiente, avergonzado. Silbert le pide que se acerque a la cocina y le prepare una patata rellena, ahora mismo; luego pasa a otro tema.
Después de formuladas las críticas, y digeridas, Silbert pregunta a los cocineros qué están haciendo en cuanto a la estrés, y de nuevo queda claro que este no es un restaurante cualquiera. Les pregunta: ¿Os acordáis de reír? Reíd, les insiste, con el mismo tono de bebé que usa para dirigirse a Amnesty. La risa es la clave, dice. La risa es fundamental para lo que estamos haciendo en Delancey Street.
Los convictos tienen a tomarse demasiado en serio, lo que excluye los cambios, dice Silbert. Dados las "terribles penurias en sus vidas", los dolores sufridos y causados, Silbert insiste en que los convictos deben reír profusamente -de sus errores, de sus pasados, de sus futuros inciertos- como un modo de calmarse y ponerse alegres y abrirse a las posibilidades.
Los hombres la miran, sonriendo, riendo. Entonces uno de ellos se marcha para sacar a pasear a Amnesty.
Finalmente, antes de enviar a todos de vuelta al trabajo, Silbert elogia a Winfred Cooper, 56, que últimamente se ha destacado como maestro en el asador. Cooper se ajusta las gafas y mira como si estuviera a punto de llorar. Momentos después, se echa a llorar, como pasa con la mayoría de los convictos que trabajan con Silbert. "Es la Madre Teresa", dice. "Y yo vengo de Calcuta".
Creció en las calles de East Palo Alto. Apenas había salido de la pubertad que se metió en problemas por primera vez. "Edward G. Robinson era mi héroe", dice, y él hizo lo mejor para superar a Little Caesar. Empezó a asaltar compañías de teléfono, luego pasó a los bancos. Consumía drogas. Mató a un tipo en un salón de billar porque lo escupió. Trató de matar a su abuela.
Al menos hace dos años Cooper encontró el camino hacia Delancey Street. "No quiero causarle daño a nadie más", dice.
Delancey Street le dio no solamente la bienvenida. Entre sus muchas funciones, el restaurante sirve como el ‘vestíbulo' de una casa de apartamentos de cuatro pisos en el Embarcadero, construida por reclusos, donde ahora viven unos quinientos convictos.
Silbert, madre divorciada con dos hijos crecidos, vive en el lugar, y le encanta, aunque que no está nunca tranquilo. Los reclusos reciben un pequeño estipendio, comida y ropa con dinero de un fondo general que también proporciona a Silbert su dinero suelto: No recibe un salario. Delancey Street se enorgullece de no recibir subsidios del gobierno, de modo que todo viene de las ganancias y donaciones. (Brooks Brothers y Zegna han sido últimamente muy generosos).
A cambio de que se cubran sus necesidades básicas, los convictos prometen trabajar -duro. Pasan largas horas en el restaurante, y a menudo en otra de las ‘escuelas de formación comercial' más pequeñas de Delancey Street, como la de plantaciones de árboles de Navidad y compañías de mudanzas. También vuelven a los libros. Además de sacar sus diplomas de la secundaria y universitarios, los convictos siguen un curso de humanidades diseñado por Silbert, que incluye visitas a museos, recitales y ballet.
Delancey Street es el único programa en su especie del país, dice Silbert, y la todos los días la llama gente que quiere copiarlo. Pero no tiene tiempo para responder a todas las peticiones, se queja. Además, ella diseñó Delancey Street de improviso, hace 35 años, con ayuda de expertos, universitarios, gourmets y amigos. De vez en vez, una madre de un convicto contribuye con una receta familiar secreta. Tomaría demasiado tiempo -toda una vida- contar al alguien lo que ha aprendido.
Un elemento central de Delancey Street es la "disipación", una agotadora limpieza emocional por la que pasan los convictos después de su primer año. Enclaustrados durante un fin de semana con un grupo de colegas, cuentan todos sus pecados más oscuros, sin dejar nada fuera. Cuando caen en la autocompasión o en las racionalizaciones, Silbert o un ayudante saltan. Los convictos se odian a sí mismos cuando llegan a Delancey Street, dice Silbert, "pero no lo suficiente".
Aubria Thompson, una ex prostituta y heroinómana de 40 años, se ha odiado a sí misma desde que fue abusada cuando era niña. Ahora está aprendiendo a quererse, y a querer tan incondicionalmente a Delancey Street que hace poco pidió prolongar su estadía por otros dos años.
Thompson no está lista todavía para el mundo exterior, pero tampoco para el comedor principal. Por eso, se ha estado preparando para cenas privadas en la parte de atrás. Ayer noche aprendió a manejar el ordenador del restaurante, y la diferencia entre un Chardonnay y un Cabernet, aunque de vez en vez funde los términos y termina diciendo "Carbonnay".
Sonríe cada vez que aprende algo nuevo. Sus ojos brillan detrás de sus gafas nuevas, que le ha dado Delancey Street. (Nunca tuvo gafas antes, dice tímida, porque ver bien no valía la pena). "Siempre pensé que yo era un pedazo de mierda", dice Thompson. "Ahora empiezo a sentir que soy un ser humano".
El colega de Thompson en las cenas privadas es Gary Dockery, un ex cabeza rapada de 29. Toda vez que Thompson se queda atrás, Dockery carga con el muerto. Está feliz de poder ayudar, a pesar del hecho de que Thompson sea afro-americana y Dockery, en el pasado, amenazaba a los afro-americanos para divertirse.
¿Por qué tan solícito? Porque Thompson pasa parte de su tiempo fuera del restaurante ayudando a Dockery: Ella es su maestra de lecturas. "Nos enseñamos mutuamente", dice Dockery, citando una máxima favorita de Silbert.
Dockery y Thompson se llevan bien, tan bien, de hecho, que se siente lo suficientemente cómoda como para preguntarle por sus tatuajes, que se enroscan como hiedra venenosa por su cuello y puños. Serio, Dockery dice que los tatuajes representan cosas que ha hecho. Cosas que lamenta. "Mis tatuajes me recuerdan a la persona que no quiero ser".
Empieza la hora pique del restaurante. Entran, solos, una madre y su hijo, y su camarero es Kirk Chappell, 52, ex drogadicto y ladrón. La madre pide sopa, el hijo salmón. Se dividen una tarta de queso con caramelo. ¿Sabían antes de venir que su comida sería preparada y servida por convictos? ¿O, como ocurre a muchos clientes, se enteraron porque la historia del restaurante viene descrita en la contraportada del menú? (Los convictos se deleitan cuando ven a los clientes estudiar el menú, luego levantar la vista y mirar la cara del camarero con una mezcla de temor y sobrecogimiento).
Idos la madre y su hijo, Chappell habla sobre la ternura con que se trataban, cómo estaban conectados. No hace mucho tiempo, no se habría dado cuenta, o si se hubiera dado cuenta habría complotado sobre cómo caerles encima. Después de 11 condenas, el corazón de Chappell se había entumecido, y la visión de la bondad humana despertaba en él los instintos más bajos. "Una de las primeras cosas de que me di cuenta al llegar fue que la gente aquí era muy buena", dice. "Pensé de inmediato cómo sacar provecho de eso".
En lugar de eso, Delancey Street sacó lo mejor de Chappel. Antes de que advirtiera qué le estaba pasando, ya había cambiado, y disfrutaba del cambio. "He estado en otros trayectos", dice. "Pero Delancey Street está hecho para darte una nueva vida".
Sí, dice Chappell, cuando se hace tarde y el comedor empieza a quedar vacío, ha sido un larga camino hasta Delancey Street. También ha sido un día largo. Parece cansado. Empezó a las nueve de la mañana, como Ricardo Franco, 27, aunque Franco se ve como si pudiera empezar otro turno de 12 horas. Girando en torno a una mesa con nueve mujeres, sonríe y ríe y apunta sus pedidos de postre. ¿Helado y plátano? ¿Tiramisú? Enseguida, señoras. Anota cada pedido en un diminuto pedazo de papel en el hueco de la mano.
En la cárcel, haciendo ‘seguridad' para su banda, Franco apuntaba los nombres de miembros de pandillas enemigas en el patio, vigilando sus movimientos y conducta. Luego pasaba en secreto el pedacito de papel, escrito con su letra microscópica, a sus superiores en la pandilla. Ahora usa el mismo manuscrito microscópico para apuntar los pedidos de postre de esposas suburbanas. La ironía lo hace reír.
En estos días, todo hace reír a Franco. "Me siento normal de nuevo", dice, respirando pesadamente. "Puedo volver a oler el aire".
Hace justo cinco años, no habría imaginado tantas ganas de vivir. Arrestado con un arma cargada, se ganó su tercera condena y corría el riesgo de quedarse en la cárcel hasta su muerte. Cuando fue sentenciado, pidió hablar con la jueza. Con las manos llenas de sudor, le suplicó que le diera una última oportunidad. Por favor, le dijo, envíeme a Delancey Street.
Ella se burló.
Volvió a pedírselo. Volvió a suplicar. La jueza lo miró durante un largo rato, y cedió. Aunque lo envió de vuelta a la cárcel, accedió a ignorar que era su tercera vez. Lo condenó a tres años de cárcel, pero también, le dijo, a "la oportunidad de su vida".
El día en que Franco salió de la cárcel, hace dos años, su madre lo llevó directamente a Delancey Street. Ahora, además de trabajar duro, Franco estudia en un instituto, y sueña con llegar a ser bombero.
O, quizás, abogado. De vez en vez, acompaña a nuevos convictos a sus citaciones en tribunales y habla a nombre de ellos, y se sorprende de lo elocuente que puede ser. (Las clases para hablar en público en Delancey Street le han ayudado montones, dice).
Hace poco estaba en un tribunal, de chaqueta y corbata, y divisó a la jueza que le había salvado la vida. Corrió tras ella, pero ella desapareció en un pasillo. Cogió un teléfono y llamó a su oficina. Ricardo Franco, le dijo. Probablemente no se acuerda de mí, pero usted me dio la segunda oportunidad hace algunos años y quiero que sepa que estoy en Delancey Street, he cambiado completamente, mantuve la promesa que le hice a usted y a mí mismo.
"Parecía impresionada", dice, riendo, y es una pena que no ande Silbert por aquí para oír la historia. Debe de estar ocupada con Amnesty. Al final de otro largo día en Delancey Street, seguramente habría encontrado el sonido de la despreocupada risa de Franco más nutritivo, y más delicioso, que una patata rellena perfecta.
¿Cuál camarero? Elija. Vienen todos directamente del calabozo, lo mismo que los cocineros, los barman, los ayudantes de camarero. ¿Ese niño pulcro que está sirviendo un bife de chorizo? Agresión. ¿Ese serio jefe de camareros con los menús? Drogas.
Delancey Street puede verse como cualquier otro restaurante exitoso en esta ciudad obsesionada con ellos, pero aquí el menú está en segundo lugar con respecto a su misión: hacer posible que los convictos den un sólido primer paso por el buen camino.
Mimi Silbert, que empezó Delancey Street hace 35 años, explica el restaurante con una metáfora -seguida por otra, y otra. (Silbert tiene más metáforas que Delancey Street tenedores). Es una gran familia de apoyo, dice, con incontables y ruidosos tíos y primos apretujados debajo de un mismo techo, como la familia en que creció, en Mattapan, Massachusetts.
Mejor, es Ellis Island, dice, y los convictos son extranjeros de un país lejano llamado ‘la clase marginal estadounidense', que necesitan tiempo -por lo menos dos años, normalmente cuatro- para preparar su ‘inmigración' a la sociedad norteamericana.
No, no, Delancey Street es sobre todo Amnesty, el chucho de ojos negros de Silbert, que en estos momentos olisquea la pierna de un cliente. Años atrás, Silbert y unos convictos de Delancey Street rescataron a Amnesty de una perrera cercana. (Es una larga historia, dice, riendo). Quiere a la perra como si fuera su hija, y se hundió en una terrible depresión hace poco cuando el veterinario le dijo que a Amnesty sólo le quedaban horas de vida. Pero Amnesty demostró que el veterinario estaba equivocado. Calva, atormentada por dolores, Amnesty no se rindió, y Silbert y los convictos tampoco la abandonaron, y ese mismo carácter de tenacidad, lealtad y amnistía para todos los que han sido desahuciados es Delancey Street.
Y sin embargo Amnesty es también la razón por la que Silbert -una menuda mujer de 64 años con un característico acento de Nueva Inglaterra- está reuniéndose hoy con los cocineros hoy, en estos momentos, durante la calma entre el almuerzo y la cena. Preocupada por la salud de Amnesty, Silbert ha descuidado la supervisión de las comidas. Como resultado, dice, las patatas rellenas están saliendo "chupadas", ácida la salsa para la pasta y no va a mencionar la mermelada de cebollas.
Silbert, que tiene dos licenciaturas en psicología y criminología, y que incluso estudió con Jean-Paul Sartre, puede poner debajo de la mesa a cualquier convicto en cuanto a las maldiciones, lo que le es bastante práctico, porque Delancey Street no es la Calle Sésamo.
Doce robustos cocineros, cada uno del tamaño de dos Silberts, se reúnen a su alrededor en la inmaculada cocina. Contra los masivos blancos de la cocina, su trajecito ciruela se ve como una mancha en un iceberg. Aunque los dientes perdidos y los tatuajes en el cráneo delatan una historia de crítica supervivencia, soportan los reproches de Silbert con buen humor y respeto, que son marcas registradas de Delancey Street.
De hecho, es esta actitud la que probablemente hace que la gente vuelva. La comida puede ser excepcional. Pero la verdadera especialidad de la casa es la recia cortesía, con un lado de sinceridad. A los convictos que vienen a Delancey Street, explica Silbert, se les pide que pretendan ser amables, hasta que la actuación se hace real. Como la terapeuta que es, Silbert cree que ajustes menores en la superficie pueden generar importantes reformas íntimas.
Sin embargo, el mandato se-siempre-amable no se aplica siempre a Silbert. Si encuentra que un plato ha sido mal hecho -especialmente si es uno de su adorada familia de recetas-, la simpatía toma vacaciones. "Me voy a poner dura", advierte al personal reunido. ¿Quién ha estado haciendo las patatas rellenas? ¡Quiero que el que las hizo diga que las hizo!"
En el pasado, una pregunta semejante habría provocado un lapidario silencio de parte de los convictos, que han pasado sus vidas acatando un credo fundamental: No confesar nunca. Pero en Delancey Street, la confesión es permanente. La confesión es un preludio de la expiación, del perdón y del desarrollo personal. No importa que cometas un error, dice Silbert a los convictos. Lo que importa es cómo lo arreglas. "Esa es la diferencia entre la gente sana y la gente autodestructiva", dice.
El culpable de las patatas rellenas da un paso adelante. Silbert le recuerda que las patatas deben ser cocinadas lentamente, para extraer la dulzura de la cebolla. El cocinero asiente, avergonzado. Silbert le pide que se acerque a la cocina y le prepare una patata rellena, ahora mismo; luego pasa a otro tema.
Después de formuladas las críticas, y digeridas, Silbert pregunta a los cocineros qué están haciendo en cuanto a la estrés, y de nuevo queda claro que este no es un restaurante cualquiera. Les pregunta: ¿Os acordáis de reír? Reíd, les insiste, con el mismo tono de bebé que usa para dirigirse a Amnesty. La risa es la clave, dice. La risa es fundamental para lo que estamos haciendo en Delancey Street.
Los convictos tienen a tomarse demasiado en serio, lo que excluye los cambios, dice Silbert. Dados las "terribles penurias en sus vidas", los dolores sufridos y causados, Silbert insiste en que los convictos deben reír profusamente -de sus errores, de sus pasados, de sus futuros inciertos- como un modo de calmarse y ponerse alegres y abrirse a las posibilidades.
Los hombres la miran, sonriendo, riendo. Entonces uno de ellos se marcha para sacar a pasear a Amnesty.
Finalmente, antes de enviar a todos de vuelta al trabajo, Silbert elogia a Winfred Cooper, 56, que últimamente se ha destacado como maestro en el asador. Cooper se ajusta las gafas y mira como si estuviera a punto de llorar. Momentos después, se echa a llorar, como pasa con la mayoría de los convictos que trabajan con Silbert. "Es la Madre Teresa", dice. "Y yo vengo de Calcuta".
Creció en las calles de East Palo Alto. Apenas había salido de la pubertad que se metió en problemas por primera vez. "Edward G. Robinson era mi héroe", dice, y él hizo lo mejor para superar a Little Caesar. Empezó a asaltar compañías de teléfono, luego pasó a los bancos. Consumía drogas. Mató a un tipo en un salón de billar porque lo escupió. Trató de matar a su abuela.
Al menos hace dos años Cooper encontró el camino hacia Delancey Street. "No quiero causarle daño a nadie más", dice.
Delancey Street le dio no solamente la bienvenida. Entre sus muchas funciones, el restaurante sirve como el ‘vestíbulo' de una casa de apartamentos de cuatro pisos en el Embarcadero, construida por reclusos, donde ahora viven unos quinientos convictos.
Silbert, madre divorciada con dos hijos crecidos, vive en el lugar, y le encanta, aunque que no está nunca tranquilo. Los reclusos reciben un pequeño estipendio, comida y ropa con dinero de un fondo general que también proporciona a Silbert su dinero suelto: No recibe un salario. Delancey Street se enorgullece de no recibir subsidios del gobierno, de modo que todo viene de las ganancias y donaciones. (Brooks Brothers y Zegna han sido últimamente muy generosos).
A cambio de que se cubran sus necesidades básicas, los convictos prometen trabajar -duro. Pasan largas horas en el restaurante, y a menudo en otra de las ‘escuelas de formación comercial' más pequeñas de Delancey Street, como la de plantaciones de árboles de Navidad y compañías de mudanzas. También vuelven a los libros. Además de sacar sus diplomas de la secundaria y universitarios, los convictos siguen un curso de humanidades diseñado por Silbert, que incluye visitas a museos, recitales y ballet.
Delancey Street es el único programa en su especie del país, dice Silbert, y la todos los días la llama gente que quiere copiarlo. Pero no tiene tiempo para responder a todas las peticiones, se queja. Además, ella diseñó Delancey Street de improviso, hace 35 años, con ayuda de expertos, universitarios, gourmets y amigos. De vez en vez, una madre de un convicto contribuye con una receta familiar secreta. Tomaría demasiado tiempo -toda una vida- contar al alguien lo que ha aprendido.
Un elemento central de Delancey Street es la "disipación", una agotadora limpieza emocional por la que pasan los convictos después de su primer año. Enclaustrados durante un fin de semana con un grupo de colegas, cuentan todos sus pecados más oscuros, sin dejar nada fuera. Cuando caen en la autocompasión o en las racionalizaciones, Silbert o un ayudante saltan. Los convictos se odian a sí mismos cuando llegan a Delancey Street, dice Silbert, "pero no lo suficiente".
Aubria Thompson, una ex prostituta y heroinómana de 40 años, se ha odiado a sí misma desde que fue abusada cuando era niña. Ahora está aprendiendo a quererse, y a querer tan incondicionalmente a Delancey Street que hace poco pidió prolongar su estadía por otros dos años.
Thompson no está lista todavía para el mundo exterior, pero tampoco para el comedor principal. Por eso, se ha estado preparando para cenas privadas en la parte de atrás. Ayer noche aprendió a manejar el ordenador del restaurante, y la diferencia entre un Chardonnay y un Cabernet, aunque de vez en vez funde los términos y termina diciendo "Carbonnay".
Sonríe cada vez que aprende algo nuevo. Sus ojos brillan detrás de sus gafas nuevas, que le ha dado Delancey Street. (Nunca tuvo gafas antes, dice tímida, porque ver bien no valía la pena). "Siempre pensé que yo era un pedazo de mierda", dice Thompson. "Ahora empiezo a sentir que soy un ser humano".
El colega de Thompson en las cenas privadas es Gary Dockery, un ex cabeza rapada de 29. Toda vez que Thompson se queda atrás, Dockery carga con el muerto. Está feliz de poder ayudar, a pesar del hecho de que Thompson sea afro-americana y Dockery, en el pasado, amenazaba a los afro-americanos para divertirse.
¿Por qué tan solícito? Porque Thompson pasa parte de su tiempo fuera del restaurante ayudando a Dockery: Ella es su maestra de lecturas. "Nos enseñamos mutuamente", dice Dockery, citando una máxima favorita de Silbert.
Dockery y Thompson se llevan bien, tan bien, de hecho, que se siente lo suficientemente cómoda como para preguntarle por sus tatuajes, que se enroscan como hiedra venenosa por su cuello y puños. Serio, Dockery dice que los tatuajes representan cosas que ha hecho. Cosas que lamenta. "Mis tatuajes me recuerdan a la persona que no quiero ser".
Empieza la hora pique del restaurante. Entran, solos, una madre y su hijo, y su camarero es Kirk Chappell, 52, ex drogadicto y ladrón. La madre pide sopa, el hijo salmón. Se dividen una tarta de queso con caramelo. ¿Sabían antes de venir que su comida sería preparada y servida por convictos? ¿O, como ocurre a muchos clientes, se enteraron porque la historia del restaurante viene descrita en la contraportada del menú? (Los convictos se deleitan cuando ven a los clientes estudiar el menú, luego levantar la vista y mirar la cara del camarero con una mezcla de temor y sobrecogimiento).
Idos la madre y su hijo, Chappell habla sobre la ternura con que se trataban, cómo estaban conectados. No hace mucho tiempo, no se habría dado cuenta, o si se hubiera dado cuenta habría complotado sobre cómo caerles encima. Después de 11 condenas, el corazón de Chappell se había entumecido, y la visión de la bondad humana despertaba en él los instintos más bajos. "Una de las primeras cosas de que me di cuenta al llegar fue que la gente aquí era muy buena", dice. "Pensé de inmediato cómo sacar provecho de eso".
En lugar de eso, Delancey Street sacó lo mejor de Chappel. Antes de que advirtiera qué le estaba pasando, ya había cambiado, y disfrutaba del cambio. "He estado en otros trayectos", dice. "Pero Delancey Street está hecho para darte una nueva vida".
Sí, dice Chappell, cuando se hace tarde y el comedor empieza a quedar vacío, ha sido un larga camino hasta Delancey Street. También ha sido un día largo. Parece cansado. Empezó a las nueve de la mañana, como Ricardo Franco, 27, aunque Franco se ve como si pudiera empezar otro turno de 12 horas. Girando en torno a una mesa con nueve mujeres, sonríe y ríe y apunta sus pedidos de postre. ¿Helado y plátano? ¿Tiramisú? Enseguida, señoras. Anota cada pedido en un diminuto pedazo de papel en el hueco de la mano.
En la cárcel, haciendo ‘seguridad' para su banda, Franco apuntaba los nombres de miembros de pandillas enemigas en el patio, vigilando sus movimientos y conducta. Luego pasaba en secreto el pedacito de papel, escrito con su letra microscópica, a sus superiores en la pandilla. Ahora usa el mismo manuscrito microscópico para apuntar los pedidos de postre de esposas suburbanas. La ironía lo hace reír.
En estos días, todo hace reír a Franco. "Me siento normal de nuevo", dice, respirando pesadamente. "Puedo volver a oler el aire".
Hace justo cinco años, no habría imaginado tantas ganas de vivir. Arrestado con un arma cargada, se ganó su tercera condena y corría el riesgo de quedarse en la cárcel hasta su muerte. Cuando fue sentenciado, pidió hablar con la jueza. Con las manos llenas de sudor, le suplicó que le diera una última oportunidad. Por favor, le dijo, envíeme a Delancey Street.
Ella se burló.
Volvió a pedírselo. Volvió a suplicar. La jueza lo miró durante un largo rato, y cedió. Aunque lo envió de vuelta a la cárcel, accedió a ignorar que era su tercera vez. Lo condenó a tres años de cárcel, pero también, le dijo, a "la oportunidad de su vida".
El día en que Franco salió de la cárcel, hace dos años, su madre lo llevó directamente a Delancey Street. Ahora, además de trabajar duro, Franco estudia en un instituto, y sueña con llegar a ser bombero.
O, quizás, abogado. De vez en vez, acompaña a nuevos convictos a sus citaciones en tribunales y habla a nombre de ellos, y se sorprende de lo elocuente que puede ser. (Las clases para hablar en público en Delancey Street le han ayudado montones, dice).
Hace poco estaba en un tribunal, de chaqueta y corbata, y divisó a la jueza que le había salvado la vida. Corrió tras ella, pero ella desapareció en un pasillo. Cogió un teléfono y llamó a su oficina. Ricardo Franco, le dijo. Probablemente no se acuerda de mí, pero usted me dio la segunda oportunidad hace algunos años y quiero que sepa que estoy en Delancey Street, he cambiado completamente, mantuve la promesa que le hice a usted y a mí mismo.
"Parecía impresionada", dice, riendo, y es una pena que no ande Silbert por aquí para oír la historia. Debe de estar ocupada con Amnesty. Al final de otro largo día en Delancey Street, seguramente habría encontrado el sonido de la despreocupada risa de Franco más nutritivo, y más delicioso, que una patata rellena perfecta.
17 de septiembre de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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