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en el campo cubano


[Manuel Roig-Franzia] Lento camino hacia el progreso. Fuera de La Habana, la escasez de coches convierte en indispensables los carros tirados por caballos.
Casilda, Cuba. Pequeñas llamas saltan y chisporrotean aquí en la noche, suspendidas sobre la carretera como si fueran sostenidas por una varita invisible.
En estas carreteras no iluminadas, los no iniciados deben acercarse para darse cuenta de que las llamas provienen de pequeños cubos que cuelgan de cables en la parte de atrás de carros tirados por caballos. En la ausencia casi absoluta de coches de pasajeros, estos carros hacen las veces de taxis y autobuses locales en áreas rurales de Cuba, y los cubos con llamas funcionan como luces traseras caseras.
Innumerables cronistas de Cuba han observado que los clásicos coches americanos en La Habana -los fabulosos, enormes Buicks y esmerilados Chryslers- hacen que la capital se vea como una ciudad congelada en los años cincuenta. Pero fuera de La Habana, en las enormes extensiones de la isla más grande del Caribe, a menudo el ambiente tiende más hacia los años cincuenta del siglo 19.
Hay caminos. Pero no hay coches.
En de las cuatro décadas y media que han pasado desde la victoria de Fidel Castro en 1959, los cubanos de pueblos chicos han visto toser y jadear y finalmente morir, para no ser remplazados, a los coches que alguna vez adornaban sus avenidas. Lo que queda son en general vehículos que el gobierno de Castro considera esenciales para el desarrollo del país: pesados camiones que transportan trabajadores y maquinarias hasta las granjas colectivas y tractores para cultivar los campos y acarrear fardos de caña de azúcar.
El transporte es un serio problema en la isla, e incluso en La Habana, donde muchos de los vehículos que todavía están en la calle están vinculados a actividades turísticas oficiales o del gobierno. Autostopistas hay en todas partes, y la gente espera horas para montarse en buses gigantescos que a menudo se quedan en pana.
Los partidarios de Castro culpan al embargo comercial de Estados Unidos de los problemas en el transporte y especialmente por la escasez de coches personales. Cuba no fabrica coches propios. Los fabricantes de coches estadounidenses, que normalmente debería estar ansiosos de exportar vehículos y piezas de recambio a la isla, no pueden hacer nada debido al embargo norteamericano. Los buques que hagan entregas en Cuba no pueden entrar a puertos estadounidenses por un período de seis meses, bloqueando efectivamente el acceso de esas compañías al mercado más grande del mundo.
Los críticos de Castro ven la situación de manera diferente, culpando al gobierno comunista de los fracasos de las políticas económicas de Cuba. La débil posición económica del gobierno hace imposible que pueda importar los artículos que necesita para superar las limitaciones creadas por el embargo comercial.
Pero de cualquier modo, el resultado es que Irela Estela, dermatóloga, que se podría haber deslizado a casa en un elegante sedán europeo en otro país, esperaba, una tarde hace poco a la sombra de un árbol, oír el casco del caballo. Estela, que dice con un guiño que tiene "como treinta", forma parte del creciente número de cubanos que nacieron después de la revolución de Castro hace 47 años y no conocen otra Cuba. Como tantos otros de sus contemporáneos, no ha poseído nunca un coche, y rara vez se monta en uno.
Eleva los ojos al cielo cuando oye el familiar restallido de las riendas, un sonido que quiere decir que finalmente emprenderá el camino a casa para el almuerzo. Por la calle, en el húmedo brillo de la abrasadora tarde, un jamelgo criollo marrón se acerca balanceándose hacia ella.
El caballo avanzaba tan lentamente que un chico en bicicleta pasó como un bólido por su lado. Estela esperaba, los brazos cruzados, al somnoliento jamelgo. Curiosamente, se llama Rápido.
El trayecto de dos kilómetros y medio desde Casilda a Trinidad, una bella ciudad de la época colonial estupendamente conservada a unas cinco horas de coche al sudeste de La Habana, le cuesta a Estela unos cinco centavos de dólar. No es mucho, no. Pero hay que tomar en cuenta que el gobierno le paga unos treinta dólares al mes por su trabajo, que consiste en tratar las quemaduras de sol y las picaduras de mosquitos que afligen a los turistas europeos y canadienses en los balnearios costeros cercanos.
Rápido rara vez transporta turistas. Su dueño, un criador de cerdos a tiempo parcial llamado Ernesto Vuelta Ortega, suspira cuando ve pasar a los turistas en la parte de atrás de las divertidas motonetas cubiertas por una concha amarilla brillante en forma de huevo. El trayecto en motoneta desde la playa a la ciudad cuesta unos cinco dólares, una miseria para los turistas, pero una fortuna para el cubano corriente.
"Sí, eso es para los ricachones", dice Vuelta Ortega.
Dice que recuerda haber visto coches grandes en Trinidad cuando era niño en los primeros días del gobierno de Castro. Estaba seguro de que algún día tendría uno. Pero nunca ocurrió. Los coches desaparecieron poco a poco, y Vuelta Ortega se reía, ya adulto, cuando la gente trataba de venderle coches que apenas funcionaban, o que no funcionaban en absoluto, vehículos antiguos por diez mil dólares o más -lo que gana un cubano en 27 años.
Un coche nuevo era imposible. Los cubanos necesitan permiso del gobierno para comprar un coche nuevo, que normalmente los reciben dependencias oficiales o personas involucradas en el turismo y desarrollo, y casi nadie fuera de esas áreas de trabajo tiene dinero suficiente como para comprarse uno, con o sin permiso.
Vuelta Ortega optó por el caballo y el carruaje hace tiempo. Hoy, años más tarde, sabe todo lo que pasa en Casilda. Sus pasajeros charlan con él cuando los lleva a bodas y funerales, los recoge sollozando y con la cara roja después de peleas de novios o los acerca a sus trabajos.
Lejos de quejarse, muchos de sus pasajeros parecen haber adoptado su sistema de transporte del siglo 19. El agradable trayecto se adapta al lento tempo de sus vidas, incluso aunque la mayoría dice que aprovecharían la oportunidad de tener un coche propio.
"Este trayecto siempre me despeja la mente", dice un hombre barrigón, Sergio Ramírez, mientras arrastra unos sacos.
Detrás de Vuelta Ortega, los pasajeros se sientan en bancos de madera debajo del quitasol del carro. Un hombre de cara arrugada lucía una bolsa de chancletas que había comprado en el pueblo por tres centavos el par. Otro sacudía un talla de bananero que había encontrado junto al camino y que pensaba dar de comer al cerdo que vive en su patio trasero.
Minutos después, una mujer junto al camino sacudía frenéticamente una mano de Vuelta Ortega mientras este cogía la mano de la hija con la otra. María Rodríguez Valdepeña brincó a bordo, frotándose su arañado codo derecho.
Hace unas semanas, se iba a dar el lujo de un trayecto en taxi -en la máquina, como dicen los vecinos del pueblo. Pero el único que hace el trayecto hacia la cercana Sancti Spiritus -aunque sólo una vez al día- estaba en pana, como siempre. Hizo el trayecto en un camión maderero, pero la baranda se rompió en el camino y ella terminó en el suelo.
Ya no volverá a usar coches con motor, dice. A partir de ahora, sólo viajará por Rápido.

28 de septiembre de 2006
©washington post
©traducción mQh
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1 comentario

juan fernandez zamudio -

EL CAMPO NATURAL DE LA ISLA DE CUBA ES HOY POR HOY UNA MARAVILLA INHÓSPITA E INMENSA.¡PARAÍSO ACTUAL..!!
SE RESPIRA NATURALEZA SALVAJE Y LAS ESPECIES VÍVAS VÍVEN A SUS ANCHAS..
¡GRACIAS CUBA,POR "TU DESARROLLO RURAL!!