la revolución de la marinería
[Francisco Bañados Placencia] Balas sobre el puerto de Talcahuano en 1931.
Un episodio bizarro, casi al margen de los libros de historia, se vivió hace 75 años en la Base Naval de Talcahuano: la armada y el ejército se enfrentaron en una batalla fratricida, que pudo terminar en una tragedia de proporciones. Sobrevivientes de esa época relatan aquí los pormenores de una jornada que marcó el fin de una era para el puerto.
Las sirenas no paraban de sonar. A lo lejos se escuchaba el sonido inconfundible de las balas y, cada cierto tiempo, uno que otro cañonazo. Doña Rosario reunió a sus siete hijos en la cocina y dio una orden inapelable.
-Nadie se mueve de la casa. ¿Oyeron bien?
A los pocos minutos, entró don José Placencia, su marido, visiblemente preocupado, y confirmó lo que ya todos sospechaban.
-¡Llegaron los militares!
¿Qué podía significar esa frase, pronunciada en una casa al interior de la Base Naval de Talcahuano? Sólo lo peor: que Armada y Ejército se enfrentarían en una batalla de consecuencias imprevisibles.
Ricardo, de 16 años, el quinto de los hermanos Placencia, se sintió algo confundido. Su atención se posó entonces en el viejo diploma de su padre, en el cual el Comandante José María Bari, veterano héroe de la Guerra del Pacífico, lo reconocía como "segundo mejor alumno artillero de 1899". ¿Qué iba a pasar aquí? ¿Por qué diablos iban a enfrentarse militares y marinos, si juntos habían conseguido tantos triunfos heroicos para Chile?
Lo que no estaba en condiciones de comprender era que, ese 5 de septiembre de 1931, se viviría en el recinto naval de Talcahuano el desenlace de un pequeño párrafo en los libros de historia, pero con una gran implicancia para el puerto: el episodio conocido como ‘La Revolución de la Marinería'.
Génesis de la Insurrección
Por esos días, el país atravesaba por una grave crisis político-social que había desembocado, dos meses antes, en la caída del presidente Carlos Ibáñez del Campo. El gobierno había quedado momentáneamente en manos del presidente del Senado, Pedro Opaso Letelier y, pocas horas más tarde, del presidente de la Corte Suprema, Manuel Trucco.
Una de las primeras medidas del gobierno provisional fue intentar ordenar las finanzas públicas, a fin de hacer frente a los gastos más indispensables de la administración del estado. Para financiarlos, el ministro de Hacienda Pedro Blanquier anunció que se rebajarían los sueldos de todos los empleados fiscales, y eso incluía, por cierto, al personal de las Fuerzas Armadas. El anuncio fue percibido como una aberración por los afectados, considerando que sobrepasaba en un 35% la rebaja que ya había decretado Ibáñez, algunos meses antes.
Esta impopular medida generó una respuesta inmediata: la sublevación de los suboficiales de la Escuadra Nacional, que por esos días efectuaba su acostumbrada temporada invernal en la bahía de Tongoy, 15 millas al sur de Coquimbo.
Consigna el Libro de Oro de Talcahuano, escrito por Agustín Costa y Eduardo Moreno que, a las 16 horas del 31 de agosto, una comisión del personal subalterno del acorazado ‘Almirante Latorre' se entrevistó con el comodoro de la Escuadra, Alberto Hozvén, a fin de que éste hiciera llegar sus demandas al gobierno.
El alto oficial instó al comité a que depusieran su actitud de rebeldía, pero no tomó ninguna medida preventiva para detener el inicio de lo que en pocas horas se convertiría en un motín de enormes proporciones. El cronista Carlos Oliver explica que Hozvén "jamás imaginó que pudiera producirse un motín, y sólo pensó que las peticiones formuladas eran justas y que correspondían a una atendible aspiración sin faltar a la disciplina".
Pero se equivocó. En cuestión de horas toda la Escuadra de la Marina Nacional, compuesta de 11 naves y 5 mil hombres, se sumó a la revuelta. A bordo del acorazado ‘Almirante Latorre', el más grande y poderoso de la época, se constituyó un Comité Revolucionario.
El 1º de septiembre, el Comité ordenó apresar a todos los oficiales en sus camarotes. Acto seguido, envió un ultimátum al gobierno, dándole un plazo de 48 horas para dejar sin efecto la baja en las remuneraciones. La tercera medida fue ordenar que el destroyer Riveros y el acorazado Capitán Prat se trasladaran a Talcahuano, como una medida de presión.
Batalla de Mar y Tierra
Hoy, 75 años después y con 91 años a cuestas, don Ricardo Placencia recuerda con sorprendente nitidez los detalles de ese episodio -aislado y muy fuera de lo común, por cierto- que marcó sus recuerdos de adolescente en la Base Naval.
"El 5 de septiembre llegaron al puerto el ‘Capitán Prat' y el ‘Riveros'. Ahí los esperaban los amotinados de la Base, los obreros y los empleados de los Arsenales de Marina. En pocos minutos, la comuna ya se había puesto pintura de guerra, con barricadas de resistencia organizadas al toque de sirenas", relata.
Desde La Moneda llegó la orden a las autoridades locales, al Ejército y a la naciente Fuerza Aérea, de "proceder con la mayor energía para sofocar la rebelión". A las seis de la mañana, las fuerzas militares de Concepción -al mando del general Guillermo Novoa- ya se habían apoderado de la plaza de Talcahuano, sin ninguna resistencia. Pero al llegar a la Puerta de los Leones, en el acceso de la Base, se encontraron con la violenta respuesta de los rebeldes.
A las 10 de la mañana, una comisión de amotinados, encabezada por el capellán Presbítero Doconing, se entrevistó con el general Novoa y le pidió plazo para entregar pacíficamente el Apostadero Naval.
Ante la falta de novedades, los militares se hartaron de esperar y a las 3 de la tarde se precipitaron a los cerros, avanzando hacia el interior de la Base. "Nosotros vivíamos al lado del teatro de la Base, y desde ahí escuchábamos los disparos cruzados en la zona de las canchas", comenta don Ricardo.
En paralelo, dos baterías ligeras del grupo Silva Renard -al mando del capitán de navío Guillermo Nef- se dirigieron al fuerte El Morro, y desde ahí abrieron fuego de cañones contra el ‘Capitán Prat' y el ‘Riveros'. Este último recibió varios impactos, y terminó con la cubierta, la torre de mando y las calderas destrozadas. Pero antes de fondear en la Quiriquina, alcanzó a responder al fuego: uno de sus disparos cayó en pleno cerro David Fuentes, pero afortunadamente no dañó ninguna vivienda.
Bandera Blanca
Al siguiente amanecer, un hidroplano de la Fuerza Aérea advirtió a los sublevados que si no se rendían bombardearían la Base. Ricardo Placencia explica que, ante eso, no había mucho que pensar.
"Los amotinados sabían que podían resistir por mucho tiempo; tenían suficientes armas y conocían bien el terreno. Pero había un gran problema: en medio del fuego estaban sus propias familias, que vivían en la misma Base. Si no se rendían de seguro iba a haber muchas muertes de civiles, en la Base y en Talcahuano, y los marinos no estaban dispuestos a vivir con esa culpa en la conciencia", agrega.
A las 10 de la mañana, los marinos levantaron la bandera de la rendición. Don Ricardo recuerda que, ese mismo 6 de septiembre, los militares iniciaron un recorrido por todas las casas del Apostadero.
Relata: "Golpeaban las puertas y ordenaban: ‘Mujeres y niños se quedan en las casas, y los adultos vienen con nosotros'. Ahí se llevaron detenidos a mi hermano mayor y a mi papá, que era empleado civil y que había jubilado recién".
Cuenta que a todos los subieron a los carros de un tren, apiñados, y que de ahí se los llevaron al Regimiento Usares de Angol, donde estuvieron detenidos más de un mes. Su madre, doña Rosario, y su hermana Maruja, viajaron a verlos en varias oportunidades "Ese 18 de septiembre, fue el más triste de que se tenga memoria en Talcahuano", comenta don Ricardo.
Al historiador y escritor porteño Guillermo Silva, hoy de 83 años, también le detuvieron un hermano, que, asegura, fue uno de los comandantes de la rebelión. Comenta que, aunque las cifras oficiales hablan de pocos muertos (9 marinos y 12 militares), el daño que este episodio le produjo a Talcahuano fue muy grande.
"Creo que el puerto nunca se pudo recuperar del golpe a la autoestima. Pienso que ese hecho marca el fin del período de oro de Talcahuano, y que de ahí, empezaría a decaer".
Don Ricardo, en cambio, no está tan seguro de que ese 5 y 6 de septiembre hayan sido un punto de inflexión para la comuna. Pero sí tiene claro que ese capítulo marcó su adolescencia, tanto que tres cuartos de siglo más tarde lo sigue recordando como si lo hubiera vivido ayer. "Fue como ser parte de un pedacito de historia", confiesa.
Las sirenas no paraban de sonar. A lo lejos se escuchaba el sonido inconfundible de las balas y, cada cierto tiempo, uno que otro cañonazo. Doña Rosario reunió a sus siete hijos en la cocina y dio una orden inapelable.
-Nadie se mueve de la casa. ¿Oyeron bien?
A los pocos minutos, entró don José Placencia, su marido, visiblemente preocupado, y confirmó lo que ya todos sospechaban.
-¡Llegaron los militares!
¿Qué podía significar esa frase, pronunciada en una casa al interior de la Base Naval de Talcahuano? Sólo lo peor: que Armada y Ejército se enfrentarían en una batalla de consecuencias imprevisibles.
Ricardo, de 16 años, el quinto de los hermanos Placencia, se sintió algo confundido. Su atención se posó entonces en el viejo diploma de su padre, en el cual el Comandante José María Bari, veterano héroe de la Guerra del Pacífico, lo reconocía como "segundo mejor alumno artillero de 1899". ¿Qué iba a pasar aquí? ¿Por qué diablos iban a enfrentarse militares y marinos, si juntos habían conseguido tantos triunfos heroicos para Chile?
Lo que no estaba en condiciones de comprender era que, ese 5 de septiembre de 1931, se viviría en el recinto naval de Talcahuano el desenlace de un pequeño párrafo en los libros de historia, pero con una gran implicancia para el puerto: el episodio conocido como ‘La Revolución de la Marinería'.
Génesis de la Insurrección
Por esos días, el país atravesaba por una grave crisis político-social que había desembocado, dos meses antes, en la caída del presidente Carlos Ibáñez del Campo. El gobierno había quedado momentáneamente en manos del presidente del Senado, Pedro Opaso Letelier y, pocas horas más tarde, del presidente de la Corte Suprema, Manuel Trucco.
Una de las primeras medidas del gobierno provisional fue intentar ordenar las finanzas públicas, a fin de hacer frente a los gastos más indispensables de la administración del estado. Para financiarlos, el ministro de Hacienda Pedro Blanquier anunció que se rebajarían los sueldos de todos los empleados fiscales, y eso incluía, por cierto, al personal de las Fuerzas Armadas. El anuncio fue percibido como una aberración por los afectados, considerando que sobrepasaba en un 35% la rebaja que ya había decretado Ibáñez, algunos meses antes.
Esta impopular medida generó una respuesta inmediata: la sublevación de los suboficiales de la Escuadra Nacional, que por esos días efectuaba su acostumbrada temporada invernal en la bahía de Tongoy, 15 millas al sur de Coquimbo.
Consigna el Libro de Oro de Talcahuano, escrito por Agustín Costa y Eduardo Moreno que, a las 16 horas del 31 de agosto, una comisión del personal subalterno del acorazado ‘Almirante Latorre' se entrevistó con el comodoro de la Escuadra, Alberto Hozvén, a fin de que éste hiciera llegar sus demandas al gobierno.
El alto oficial instó al comité a que depusieran su actitud de rebeldía, pero no tomó ninguna medida preventiva para detener el inicio de lo que en pocas horas se convertiría en un motín de enormes proporciones. El cronista Carlos Oliver explica que Hozvén "jamás imaginó que pudiera producirse un motín, y sólo pensó que las peticiones formuladas eran justas y que correspondían a una atendible aspiración sin faltar a la disciplina".
Pero se equivocó. En cuestión de horas toda la Escuadra de la Marina Nacional, compuesta de 11 naves y 5 mil hombres, se sumó a la revuelta. A bordo del acorazado ‘Almirante Latorre', el más grande y poderoso de la época, se constituyó un Comité Revolucionario.
El 1º de septiembre, el Comité ordenó apresar a todos los oficiales en sus camarotes. Acto seguido, envió un ultimátum al gobierno, dándole un plazo de 48 horas para dejar sin efecto la baja en las remuneraciones. La tercera medida fue ordenar que el destroyer Riveros y el acorazado Capitán Prat se trasladaran a Talcahuano, como una medida de presión.
Batalla de Mar y Tierra
Hoy, 75 años después y con 91 años a cuestas, don Ricardo Placencia recuerda con sorprendente nitidez los detalles de ese episodio -aislado y muy fuera de lo común, por cierto- que marcó sus recuerdos de adolescente en la Base Naval.
"El 5 de septiembre llegaron al puerto el ‘Capitán Prat' y el ‘Riveros'. Ahí los esperaban los amotinados de la Base, los obreros y los empleados de los Arsenales de Marina. En pocos minutos, la comuna ya se había puesto pintura de guerra, con barricadas de resistencia organizadas al toque de sirenas", relata.
Desde La Moneda llegó la orden a las autoridades locales, al Ejército y a la naciente Fuerza Aérea, de "proceder con la mayor energía para sofocar la rebelión". A las seis de la mañana, las fuerzas militares de Concepción -al mando del general Guillermo Novoa- ya se habían apoderado de la plaza de Talcahuano, sin ninguna resistencia. Pero al llegar a la Puerta de los Leones, en el acceso de la Base, se encontraron con la violenta respuesta de los rebeldes.
A las 10 de la mañana, una comisión de amotinados, encabezada por el capellán Presbítero Doconing, se entrevistó con el general Novoa y le pidió plazo para entregar pacíficamente el Apostadero Naval.
Ante la falta de novedades, los militares se hartaron de esperar y a las 3 de la tarde se precipitaron a los cerros, avanzando hacia el interior de la Base. "Nosotros vivíamos al lado del teatro de la Base, y desde ahí escuchábamos los disparos cruzados en la zona de las canchas", comenta don Ricardo.
En paralelo, dos baterías ligeras del grupo Silva Renard -al mando del capitán de navío Guillermo Nef- se dirigieron al fuerte El Morro, y desde ahí abrieron fuego de cañones contra el ‘Capitán Prat' y el ‘Riveros'. Este último recibió varios impactos, y terminó con la cubierta, la torre de mando y las calderas destrozadas. Pero antes de fondear en la Quiriquina, alcanzó a responder al fuego: uno de sus disparos cayó en pleno cerro David Fuentes, pero afortunadamente no dañó ninguna vivienda.
Bandera Blanca
Al siguiente amanecer, un hidroplano de la Fuerza Aérea advirtió a los sublevados que si no se rendían bombardearían la Base. Ricardo Placencia explica que, ante eso, no había mucho que pensar.
"Los amotinados sabían que podían resistir por mucho tiempo; tenían suficientes armas y conocían bien el terreno. Pero había un gran problema: en medio del fuego estaban sus propias familias, que vivían en la misma Base. Si no se rendían de seguro iba a haber muchas muertes de civiles, en la Base y en Talcahuano, y los marinos no estaban dispuestos a vivir con esa culpa en la conciencia", agrega.
A las 10 de la mañana, los marinos levantaron la bandera de la rendición. Don Ricardo recuerda que, ese mismo 6 de septiembre, los militares iniciaron un recorrido por todas las casas del Apostadero.
Relata: "Golpeaban las puertas y ordenaban: ‘Mujeres y niños se quedan en las casas, y los adultos vienen con nosotros'. Ahí se llevaron detenidos a mi hermano mayor y a mi papá, que era empleado civil y que había jubilado recién".
Cuenta que a todos los subieron a los carros de un tren, apiñados, y que de ahí se los llevaron al Regimiento Usares de Angol, donde estuvieron detenidos más de un mes. Su madre, doña Rosario, y su hermana Maruja, viajaron a verlos en varias oportunidades "Ese 18 de septiembre, fue el más triste de que se tenga memoria en Talcahuano", comenta don Ricardo.
Al historiador y escritor porteño Guillermo Silva, hoy de 83 años, también le detuvieron un hermano, que, asegura, fue uno de los comandantes de la rebelión. Comenta que, aunque las cifras oficiales hablan de pocos muertos (9 marinos y 12 militares), el daño que este episodio le produjo a Talcahuano fue muy grande.
"Creo que el puerto nunca se pudo recuperar del golpe a la autoestima. Pienso que ese hecho marca el fin del período de oro de Talcahuano, y que de ahí, empezaría a decaer".
Don Ricardo, en cambio, no está tan seguro de que ese 5 y 6 de septiembre hayan sido un punto de inflexión para la comuna. Pero sí tiene claro que ese capítulo marcó su adolescencia, tanto que tres cuartos de siglo más tarde lo sigue recordando como si lo hubiera vivido ayer. "Fue como ser parte de un pedacito de historia", confiesa.
1 de diciembre de 2006
©el sur
2 comentarios
Eduardo Sáez Maldonado -
Daniel M. -