en las cavernas sagradas de india
[Simon Winchester] Viaje a otro impresionante patrimonio de la humanidad.
Debe haberse asombrado. Debe haber hecho calor, como parece ser siempre el caso en el oriente del estado indio de Maharashtra. El paisaje ante sus ojos debe haber sido en gran parte el mismo que hoy: bastante plano, polvoriento, amarillo, sin rasgos distintivos, adornado con densos matorrales y grandes extensiones de tamarindos y mimosas. Él era un soldado, y sus colegas oficiales estarían detrás de él, manteniéndose tan quietos como podían y al otro lado del viento con respecto a su presa, de momento un tigre todavía invisible.
Entonces se abrió un hueco en la maleza, la tierra se abrió, y abajo, abajo, más allá de la vista, había, inesperadamente, un río serpenteante y de ruidoso caudal. Más allá, ocupando su vista, se elevaba un acantilado que estaba marcado de manera indeleble e increíble con de grandes y extrañas aperturas, cavernas quizás, repujadas por el agua y el viento. O quizás, pensándolo mejor, quizás no, ya que los hoyos parecía más bien pasillos, puertas esculpidas y caladas en la piedra del acantilado.
Debe haber estado asombrado.
Se llamaba John Smith, era capitán en el Ejército de Madrás y habría sido una figura imperial casi olvidada si no hubiese sido por una sola frase garabateada que dejó en la parte de arriba de un pilar de basalto en una de esas cavernas: en una placa placa de cobre perfectamente legible, dejó su nombre y la fecha, abril de 1819. Este pequeño momento de vandalismo documentado marca a este soldado de otro modo no reconocido, como el primer viajero europeo en llegar a esta antigua edificación que hoy, casi doscientos años después, tiene el poder de asombrar y maravillar a los que la ven por primera vez.
Este monumento comprende una serie de 29 cavernas que han sido excavadas en lo más profundo de la pared de un acantilado en forma de herradura a algunos kilómetros de la vieja ciudad amurallada de Ajanta, oculta en el profundo cañón esculpido en las altas llanuras de Deccan, junto al río Waghora, a unos 480 kilómetros al interior de Mumbai. Es un Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, designado como tal en 1983 como uno de los primeros de India, junto con el Taj Mahal. Y aunque el famoso monumento conmemorativo de Shah Jahan, en Agra, es mucho mejor conocido, las Cavernas de Ajanta son inmensamente populares, especialmente entre los indios, que las consideran un elocuente testimonio de la extensa e ininterrumpida historia de su país. Las cavernas, consecuentemente, pueden estar insufriblemente atiborradas de visitantes. Pero yo fui en marzo, el período más tranquilo de la temporada baja -las escuelas no habían cerrado todavía para las vacaciones de primavera y el tiempo, aunque caluroso, no era tan tórrido como lo hubiesen preferido la mayoría de los viajeros indios. Había tan poca gente en el lugar que a veces parecía que los turistas eran superados por los monos, que se reúnen en manadas arriba de los árboles, mirando a los humanos que pasean dispersos, embelesados, entrando y saliendo de los grandes orificios en las elevadas paredes del acantilado.
Y aunque lo que en estos días suscita el mayor interés -y controversia, ya que en su interior hay memorables y bellas pinturas murales e imágenes de más de dos mil años de antigüedad- es lo que hay en el interior de las cavernas, el hecho más asombroso sigue siendo que estas cavernas, en el sentido más genuino, y como sospechaba el capitán, son construcciones enteramente humanas. No fueron solamente ocupadas o usadas por hombres. No fueron la consecuencia de ningún accidente geológico. Fueron excavadas, y todo lo que hay en su interior fue igualmente excavado.
Cada una de esas enormes cavernas fue vaciada a mano en la roca dura como el sílex. Cada uno de los pilares, estatuas, elefantes, budas y grifones en su interior son parte de la roca original, previamente intocada en lo más profundo del acantilado: la tridimensionalidad de los objetos fue lograda por antiguos picapedreros, que trabajaron laboriosamente en torno, junto y debajo de cada futura escultura, creando de espacio con y en la roca, y dejando esos magníficos monumentos subterráneos detrás a medida que cincelaban las cavernas.
Dentro, los visitantes de hoy encuentran guías con linternas, esenciales en la penumbra de las cavernas más profundas para ayudarles a entender la complejidad de la historia. Aunque en algunas temporadas los guías deben atender a grandes grupos de visitantes, fue rara la vez que los encontré con más de tres viajeros a la vez en alguna caverna, y en la Caverna 10, una de las más antiguas y grandes, sólo se hallaba el guía, el señor Malhotra. Revoloteaba enérgicamente, señalando con el débil haz de su linterna algunas de las figuras más estupendas y desaprobando las frases de visitantes indios de mediados de siglo que habían tallado sus nombres y fechas y dejado recados para amantes ausentes en algunas de las paredes.
No sabemos con certeza si el capitán Smith se dio cuenta, ese primaveral día en 1819 cuando él y su partida de caza toparon con el sitio, de cómo se construyeron estas cavernas. Según la leyenda, estaban cazando tigres en las Montañas de Sahyadri cuando llegaron al Waghora, en un lugar donde forma un apretado y tortuoso semicírculo y sus aguas descienden estrepitosamente por una catarata de siete gradas al fin del cañón.
Pero sí sabemos que él y sus hombres vadearon el río y treparon, con gran peligro, el empinado y resbaladizo acantilado de lava, hasta la boca de algunas de las cavernas. Escudriñaron prudentemente sus interiores, utilizando antorchas que hicieron crudamente con las fibras de hierbas silvestres. Y entonces fueron capaces de ver, justo como cuando Howard Carter se asomó y vio una caverna recién descubierta en Egipto un siglo después, apenas "cosas maravillosas... cosas maravillosas". Había estatuas de animales, columnas adornadas, figuras de Buda, altísimos techos que parecían catedrales de piedra -y en las paredes y en algunos de los techos, pinturas, pinturas murales de brillantes colores y deslumbrante complejidad y hermosura. Los turistas de hoy ven todo esto desde una pasarela que rodea el acantilado por las cavernas del primer nivel, evitando a los visitantes una vertiginosa caída en el río.
Una vez de regreso en Madrás, el capitán Smith informó a sus superiores sobre su hallazgo y finalmente la noticia llegó a la Real Sociedad Asiática de Londres, tras lo cual estalló la excitación entre los soldados y administradores que fueron capaces de encontrar el camino a esa parte tan remota de India. Al poco tiempo se puso de moda tratar de encontrar el Valle de Waghora y su extraordinario y secreto cañón.
En los archivos se encuentran relatos de un pequeño número de hombres que lograron, como el teniente James Alexander, del Regimiento de Lanceros 16, que lo visitó en 1824 -y muy consciente de los peligros que representaban a nivel local las feroces tribus Bhil, los ‘ladrones de corazón de piedra' que, advirtió, "te matarán"- vestido de indio, ataviado con sable, pistolas y lanzas de caza para protegerse.
Trepó al acantilado y entró a la primera caverna: ahí encontró "un fétido olor que provocaban los numerosos murciélagos... los restos de una fogata hecha recientemente... el esqueleto entero de un hombre... huellas de tigres, chacales, osos, monos, pavos reales, etcétera, inscritas en el polvo que había caído desde arriba". Alcanzó un lugar seguro para sentarse al sol y allá, mirando el río, se fumó un cigarrillo y se emocionó -pues, aparentemente, era un hombre culto- y citó a Horacio, en la oda que empieza "quae non imber edax non aquilo impotens ..." -"no puede ser destruido por el agua corrosiva ni el violento viento del norte, ni por la infinita procesión de los años ni por el paso del tiempo".
Al poco tiempo, los investigadores estaban llegando en tropel a las cavernas, elevándose con cuerdas, avanzando paso a paso por diminutas cornisas dignas de chivos de montaña, mientras el río tronaba mucho más abajo. Aunque décadas más tarde cinco cabezas de Buda robadas en Ajanta llegarían a estar a la venta en Sotheby's -y se encuentran ahora en el Museo de Bellas Artes de Boston-, las cavernas seguían estando intactas cuando estos primeros visitantes del siglo diecinueve admiraban perplejos lo que habían encontrado.
Los Bhils, cuando se les podía convencer que dejaran de lado sus arcos y flechas con puntas envenenadas, insistieron en que las cavernas eran hindúes y que algunas de ellas todavía eran las casas de sus propios dioses vivientes. Pero los investigadores opinaban de otro modo. Hacia mediados del siglo diecinueve se acordó que se trataba de cavernas budistas, hechas para dos propósitos básicos. Algunos eran monasterios, los llamados viharas, donde los monjes podían vivir con tranquilidad y en soledad (y escapar del tiempo de perros del monzón). Otras eran chaityas, vestíbulos o catedrales de veneración, donde Buda o un símbolo de su espiritualidad (pues en los primeros tiempos se había prohibido toda imagen de él) podía ser venerado en público y ceremoniosamente. El arte en algunas de las cavernas sugiere que fueron trabajadas en el siglo dos después de Cristo.
Poco a poco, la historia de la creación de las Cavernas de Ajanta quedó en claro. Aunque son muchas y polémicas las interpretaciones de los detalles (gracias sobre todo a la franca y testaruda erudición del profesor de historia del arte de la Universidad de Michigan, Walter Spink, que ha dedicado gran parte de su larga vida al arte budista del norte de India), la historia básica es conocida.
En tiempos remotos, el pueblo de Ajanta estaba en una ruta comercial -el principal ferrocarril Delhi-Bombay ahora pasa cerca de ahí, siguiendo esencialmente el mismo sendero. (Algunos visitantes de las cavernas descienden de los trenes en la estación Jalgaon, a 65 kilómetros de distancia; sin embargo, la mayoría viaja a Aurangabad, a unos 97 kilómetros, en avión, que tiene mejores hoteles).
Hace unos dos mil doscientos años, cuando una dinastía de aristócratas conocidos como los satavanas estaba en el poder en este rincón de India, y cuando la doctrina de Buda era aceptada con gran entusiasmo, un grupo de mercaderes ricos decidió auspiciar la excavación de un pequeño número de monasterios en las cavernas, y hacer templos en ellas para el uso de sacerdotes y mendicantes que utilizaban la ruta. (Con el tiempo, la tradición se extendió sobre gran parte del mundo budista: grandes número de cavernas se han excavado desde entonces, por ejemplo, en la pared de un acantilado en Dunhuang, en la Ruta de la Seda chino, donde los estudiosos observan fascinados que los primeros budas tienen rasgos faciales indios).
Los picapedreros se pusieron manos a la obra. Primero se amarraron con cuerdas atadas en lo alto del acantilado, descendieron quizás unos treinta metros desde el borde, y empezaron a romper la pared de la roca, empezando por arriba, dando forma a lo que con el tiempo se convertiría en el techo de la caverna.
Una vez que habían hecho unos cien orificios del tamaño de un buzón de correo en el acantilado, empezaron a tallar hacia abajo. Pero no se limitaron a cortar hacia abajo para hacer un enorme hueco. Habían planeado algo mucho más complejo, y así en sus viajes hacia abajo dejaron deliberadamente partes de la roca sin trabajar, las que con el tiempo se convertirían en columnas, elefantes, camellos y otras criaturas. La roca era muy dura: el proceso de tallar los habitáculos de los habitantes de las cavernas, y su zoológico y sus muebles tomaría muchos años.
Pero finalmente el tallado terminó, y llegaron los pintores. Eran artistas encargados de pintar las estatuas, o partes de ellas, o, más importante, pintar en el techo y en las paredes de las cavernas, lo que hicieron con gran refinamiento y habilidad, usando una paleta de sólo seis colores, todos ellos naturales -rojo y amarillo ocre, negro y blanco, verde malaquita y un azul de lapislázuli molido, que se encuentra en abundancia en los alrededores.
Vertieron charcos de agua en las depresiones poco profundas que habían hecho en el suelo para que hicieran las veces de espejos, para ayudar a reflejar la luz solar exterior en los oscuros techos en los que habían pintado. Hicieron murales, no frescos; la capa sobre la cual aplicaron sus pinturas tenía que estar seca, no húmeda, y la consecuencia es que las pinturas son extremadamente frágiles. Se advierte invariablemente a los visitantes de hoy que no toquen las pinturas; algunas se encuentran protegidas con capas de barniz; otras tienen cristales o escudos de plástico; un inquietante número de ellas se encuentran en ruinas, dañadas por visitantes descuidados del último siglo. Las pinturas que están intactas son impresionantemente hermosas -los artistas pintaron con extraordinaria delicadeza y destreza, bellas jóvenes de pechos grandes, pavos reales, caballos, flores, venados-, de todo excepto a Buda, de quien se prohibía en ese entonces la reproducción de su imagen.
Como ha ocurrido tan a menudo con gobernantes en la historia india, los satavanas finalmente entraron en un período de decadencia. El hinduismo devino dominante a nivel local, y durante tres siglos no hubo más actividades en el sitio. Los viajeros chinos que ya habían observado el esplendor de las cavernas en los cañones ahora informaban a su emperador en casa que la gente local "no conoce... la Ley de Buda".
Pero hacia el siglo quinto después de Cristo, todo eso había cambiado nuevamente. La dinastía vakataka gobernaba ahora, y el gran emperador Harisena -"probablemente el más ilustre gobernante del mundo en esa época", en palabras de Spink- apoyaba la creación de más monasterios y lugares de culto, agregando en su período 23 cavernas a las seis que ya existían.
Caverna por caverna, importantes donantes y patrocinadores fueron convencidos por Harisena para que colaborasen con decorados y estatuas -y esta vez se podía representar enteramente a Buda, por lo que se hicieron muchas imágenes de él y de sus bodhisattavas - que con el tiempo llegarían a representar el completo florecimiento del arte indio clásico durante uno de sus períodos creativos más prolíficos.
Y cuando murió Harisena, hubo turbulencias y pequeñas guerras, y para el 480 después de Cristo, el período de tallado y pintura había terminado. Las rutas comerciales pasaban por otro lado; los excavadores de las cavernas se marcharon hacia el este, a Elora, y empezaron un nuevo conjunto de monumentos de similar majestuosidad; los monjes budistas -que, de todos modos, serían obligados a salir de India finalmente, cuando el budismo fuera proscrito en el siglo siete- abandonaron sus refugios en la cima de acantilados. Los árboles nim y las mimosas ocuparon el lugar, la selva reclamó las paredes del acantilado, y las cavernas se convirtieron en hogar de animales y loros, y en saddhus que pasaban ocasionalmente por el lugar.
Las Cavernas de Ajanta languidecieron, silenciosas y olvidadas y esencialmente abandonadas, durante casi un milenio y medio, hasta que el capitán Smith y sus cazadores de tigres del Ejército de Madrás se aparecieron por allá en 1819.
En gran medida gracias a la designación como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y dado el muy evidente orgullo que exhiben el gobierno indio y el estado de Maharashtra, hay un vigoroso intento de preservar y proteger las cavernas. Los coches y autobuses son mantenidos a un kilómetro y medio de distancia, y no se permiten los puestos de vendedores. Se mantiene una fuerte vigilancia para inducir respeto a los visitantes, y asegurarse de que nadie despoje al monumento de sus incalculables tesoros; los guías con sus linternas también hacen las veces de centinelas. Los visitantes recorren el lugar descalzos, ya que se les pide que dejen sus zapatos fuera para proteger los suelos de las cavernas.
El señor Malhotra, mi guía en la Caverna 10, cerca del medio de la colección en forma de herradura, me habló sobrecogido sobre la antigüedad y escala de las enormes columnas -y luego sobre el gran monumento central, con su enorme y sereno Buda. La caverna misma tenía dos mil años de antigüedad; el Buda fue agregado allí unos seiscientos años más tarde.
Fue una idea asombrosa: durante 1.400 años -mientras la humanidad era atormentada por la peste bubónica, había participado en las Cruzadas, había creado extensos imperios, había fundado el Nuevo Mundo, había peleado contra Napoleón en interminables guerras- las cavernas pasaron desapercibidas, desconocidas, inencontradas. Se lo mencioné a Malhotra. Asombroso, ¿no lo creía así?
En realidad, contestó, y luego me invitó a bajar más profundamente en la caverna. Me llevó bastante abajo, a una pared detrás del monumento. Aquí la luz del sol que entra por la entrada tiene poco efecto perceptible, y era difícil ver bien, así que dirigió el haz amarillo y parpadeante de su antorcha hacia un punto alto en la roca. Y allá, inscrito en una placa victoriana, había una frase: "John Smith", decía, y luego en un manuscrito más florido, una floritura de exuberancia tipográfica: "Abril 1819".
Él fue el primero en verlo, rió el señor Malhotra entre dientes. Hace casi dos siglos. ¿Se lo puede imaginar? Estaba cazando tigres y luego se encontró con esto. Debe haber estado asombrado.
Entonces se abrió un hueco en la maleza, la tierra se abrió, y abajo, abajo, más allá de la vista, había, inesperadamente, un río serpenteante y de ruidoso caudal. Más allá, ocupando su vista, se elevaba un acantilado que estaba marcado de manera indeleble e increíble con de grandes y extrañas aperturas, cavernas quizás, repujadas por el agua y el viento. O quizás, pensándolo mejor, quizás no, ya que los hoyos parecía más bien pasillos, puertas esculpidas y caladas en la piedra del acantilado.
Debe haber estado asombrado.
Se llamaba John Smith, era capitán en el Ejército de Madrás y habría sido una figura imperial casi olvidada si no hubiese sido por una sola frase garabateada que dejó en la parte de arriba de un pilar de basalto en una de esas cavernas: en una placa placa de cobre perfectamente legible, dejó su nombre y la fecha, abril de 1819. Este pequeño momento de vandalismo documentado marca a este soldado de otro modo no reconocido, como el primer viajero europeo en llegar a esta antigua edificación que hoy, casi doscientos años después, tiene el poder de asombrar y maravillar a los que la ven por primera vez.
Este monumento comprende una serie de 29 cavernas que han sido excavadas en lo más profundo de la pared de un acantilado en forma de herradura a algunos kilómetros de la vieja ciudad amurallada de Ajanta, oculta en el profundo cañón esculpido en las altas llanuras de Deccan, junto al río Waghora, a unos 480 kilómetros al interior de Mumbai. Es un Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, designado como tal en 1983 como uno de los primeros de India, junto con el Taj Mahal. Y aunque el famoso monumento conmemorativo de Shah Jahan, en Agra, es mucho mejor conocido, las Cavernas de Ajanta son inmensamente populares, especialmente entre los indios, que las consideran un elocuente testimonio de la extensa e ininterrumpida historia de su país. Las cavernas, consecuentemente, pueden estar insufriblemente atiborradas de visitantes. Pero yo fui en marzo, el período más tranquilo de la temporada baja -las escuelas no habían cerrado todavía para las vacaciones de primavera y el tiempo, aunque caluroso, no era tan tórrido como lo hubiesen preferido la mayoría de los viajeros indios. Había tan poca gente en el lugar que a veces parecía que los turistas eran superados por los monos, que se reúnen en manadas arriba de los árboles, mirando a los humanos que pasean dispersos, embelesados, entrando y saliendo de los grandes orificios en las elevadas paredes del acantilado.
Y aunque lo que en estos días suscita el mayor interés -y controversia, ya que en su interior hay memorables y bellas pinturas murales e imágenes de más de dos mil años de antigüedad- es lo que hay en el interior de las cavernas, el hecho más asombroso sigue siendo que estas cavernas, en el sentido más genuino, y como sospechaba el capitán, son construcciones enteramente humanas. No fueron solamente ocupadas o usadas por hombres. No fueron la consecuencia de ningún accidente geológico. Fueron excavadas, y todo lo que hay en su interior fue igualmente excavado.
Cada una de esas enormes cavernas fue vaciada a mano en la roca dura como el sílex. Cada uno de los pilares, estatuas, elefantes, budas y grifones en su interior son parte de la roca original, previamente intocada en lo más profundo del acantilado: la tridimensionalidad de los objetos fue lograda por antiguos picapedreros, que trabajaron laboriosamente en torno, junto y debajo de cada futura escultura, creando de espacio con y en la roca, y dejando esos magníficos monumentos subterráneos detrás a medida que cincelaban las cavernas.
Dentro, los visitantes de hoy encuentran guías con linternas, esenciales en la penumbra de las cavernas más profundas para ayudarles a entender la complejidad de la historia. Aunque en algunas temporadas los guías deben atender a grandes grupos de visitantes, fue rara la vez que los encontré con más de tres viajeros a la vez en alguna caverna, y en la Caverna 10, una de las más antiguas y grandes, sólo se hallaba el guía, el señor Malhotra. Revoloteaba enérgicamente, señalando con el débil haz de su linterna algunas de las figuras más estupendas y desaprobando las frases de visitantes indios de mediados de siglo que habían tallado sus nombres y fechas y dejado recados para amantes ausentes en algunas de las paredes.
No sabemos con certeza si el capitán Smith se dio cuenta, ese primaveral día en 1819 cuando él y su partida de caza toparon con el sitio, de cómo se construyeron estas cavernas. Según la leyenda, estaban cazando tigres en las Montañas de Sahyadri cuando llegaron al Waghora, en un lugar donde forma un apretado y tortuoso semicírculo y sus aguas descienden estrepitosamente por una catarata de siete gradas al fin del cañón.
Pero sí sabemos que él y sus hombres vadearon el río y treparon, con gran peligro, el empinado y resbaladizo acantilado de lava, hasta la boca de algunas de las cavernas. Escudriñaron prudentemente sus interiores, utilizando antorchas que hicieron crudamente con las fibras de hierbas silvestres. Y entonces fueron capaces de ver, justo como cuando Howard Carter se asomó y vio una caverna recién descubierta en Egipto un siglo después, apenas "cosas maravillosas... cosas maravillosas". Había estatuas de animales, columnas adornadas, figuras de Buda, altísimos techos que parecían catedrales de piedra -y en las paredes y en algunos de los techos, pinturas, pinturas murales de brillantes colores y deslumbrante complejidad y hermosura. Los turistas de hoy ven todo esto desde una pasarela que rodea el acantilado por las cavernas del primer nivel, evitando a los visitantes una vertiginosa caída en el río.
Una vez de regreso en Madrás, el capitán Smith informó a sus superiores sobre su hallazgo y finalmente la noticia llegó a la Real Sociedad Asiática de Londres, tras lo cual estalló la excitación entre los soldados y administradores que fueron capaces de encontrar el camino a esa parte tan remota de India. Al poco tiempo se puso de moda tratar de encontrar el Valle de Waghora y su extraordinario y secreto cañón.
En los archivos se encuentran relatos de un pequeño número de hombres que lograron, como el teniente James Alexander, del Regimiento de Lanceros 16, que lo visitó en 1824 -y muy consciente de los peligros que representaban a nivel local las feroces tribus Bhil, los ‘ladrones de corazón de piedra' que, advirtió, "te matarán"- vestido de indio, ataviado con sable, pistolas y lanzas de caza para protegerse.
Trepó al acantilado y entró a la primera caverna: ahí encontró "un fétido olor que provocaban los numerosos murciélagos... los restos de una fogata hecha recientemente... el esqueleto entero de un hombre... huellas de tigres, chacales, osos, monos, pavos reales, etcétera, inscritas en el polvo que había caído desde arriba". Alcanzó un lugar seguro para sentarse al sol y allá, mirando el río, se fumó un cigarrillo y se emocionó -pues, aparentemente, era un hombre culto- y citó a Horacio, en la oda que empieza "quae non imber edax non aquilo impotens ..." -"no puede ser destruido por el agua corrosiva ni el violento viento del norte, ni por la infinita procesión de los años ni por el paso del tiempo".
Al poco tiempo, los investigadores estaban llegando en tropel a las cavernas, elevándose con cuerdas, avanzando paso a paso por diminutas cornisas dignas de chivos de montaña, mientras el río tronaba mucho más abajo. Aunque décadas más tarde cinco cabezas de Buda robadas en Ajanta llegarían a estar a la venta en Sotheby's -y se encuentran ahora en el Museo de Bellas Artes de Boston-, las cavernas seguían estando intactas cuando estos primeros visitantes del siglo diecinueve admiraban perplejos lo que habían encontrado.
Los Bhils, cuando se les podía convencer que dejaran de lado sus arcos y flechas con puntas envenenadas, insistieron en que las cavernas eran hindúes y que algunas de ellas todavía eran las casas de sus propios dioses vivientes. Pero los investigadores opinaban de otro modo. Hacia mediados del siglo diecinueve se acordó que se trataba de cavernas budistas, hechas para dos propósitos básicos. Algunos eran monasterios, los llamados viharas, donde los monjes podían vivir con tranquilidad y en soledad (y escapar del tiempo de perros del monzón). Otras eran chaityas, vestíbulos o catedrales de veneración, donde Buda o un símbolo de su espiritualidad (pues en los primeros tiempos se había prohibido toda imagen de él) podía ser venerado en público y ceremoniosamente. El arte en algunas de las cavernas sugiere que fueron trabajadas en el siglo dos después de Cristo.
Poco a poco, la historia de la creación de las Cavernas de Ajanta quedó en claro. Aunque son muchas y polémicas las interpretaciones de los detalles (gracias sobre todo a la franca y testaruda erudición del profesor de historia del arte de la Universidad de Michigan, Walter Spink, que ha dedicado gran parte de su larga vida al arte budista del norte de India), la historia básica es conocida.
En tiempos remotos, el pueblo de Ajanta estaba en una ruta comercial -el principal ferrocarril Delhi-Bombay ahora pasa cerca de ahí, siguiendo esencialmente el mismo sendero. (Algunos visitantes de las cavernas descienden de los trenes en la estación Jalgaon, a 65 kilómetros de distancia; sin embargo, la mayoría viaja a Aurangabad, a unos 97 kilómetros, en avión, que tiene mejores hoteles).
Hace unos dos mil doscientos años, cuando una dinastía de aristócratas conocidos como los satavanas estaba en el poder en este rincón de India, y cuando la doctrina de Buda era aceptada con gran entusiasmo, un grupo de mercaderes ricos decidió auspiciar la excavación de un pequeño número de monasterios en las cavernas, y hacer templos en ellas para el uso de sacerdotes y mendicantes que utilizaban la ruta. (Con el tiempo, la tradición se extendió sobre gran parte del mundo budista: grandes número de cavernas se han excavado desde entonces, por ejemplo, en la pared de un acantilado en Dunhuang, en la Ruta de la Seda chino, donde los estudiosos observan fascinados que los primeros budas tienen rasgos faciales indios).
Los picapedreros se pusieron manos a la obra. Primero se amarraron con cuerdas atadas en lo alto del acantilado, descendieron quizás unos treinta metros desde el borde, y empezaron a romper la pared de la roca, empezando por arriba, dando forma a lo que con el tiempo se convertiría en el techo de la caverna.
Una vez que habían hecho unos cien orificios del tamaño de un buzón de correo en el acantilado, empezaron a tallar hacia abajo. Pero no se limitaron a cortar hacia abajo para hacer un enorme hueco. Habían planeado algo mucho más complejo, y así en sus viajes hacia abajo dejaron deliberadamente partes de la roca sin trabajar, las que con el tiempo se convertirían en columnas, elefantes, camellos y otras criaturas. La roca era muy dura: el proceso de tallar los habitáculos de los habitantes de las cavernas, y su zoológico y sus muebles tomaría muchos años.
Pero finalmente el tallado terminó, y llegaron los pintores. Eran artistas encargados de pintar las estatuas, o partes de ellas, o, más importante, pintar en el techo y en las paredes de las cavernas, lo que hicieron con gran refinamiento y habilidad, usando una paleta de sólo seis colores, todos ellos naturales -rojo y amarillo ocre, negro y blanco, verde malaquita y un azul de lapislázuli molido, que se encuentra en abundancia en los alrededores.
Vertieron charcos de agua en las depresiones poco profundas que habían hecho en el suelo para que hicieran las veces de espejos, para ayudar a reflejar la luz solar exterior en los oscuros techos en los que habían pintado. Hicieron murales, no frescos; la capa sobre la cual aplicaron sus pinturas tenía que estar seca, no húmeda, y la consecuencia es que las pinturas son extremadamente frágiles. Se advierte invariablemente a los visitantes de hoy que no toquen las pinturas; algunas se encuentran protegidas con capas de barniz; otras tienen cristales o escudos de plástico; un inquietante número de ellas se encuentran en ruinas, dañadas por visitantes descuidados del último siglo. Las pinturas que están intactas son impresionantemente hermosas -los artistas pintaron con extraordinaria delicadeza y destreza, bellas jóvenes de pechos grandes, pavos reales, caballos, flores, venados-, de todo excepto a Buda, de quien se prohibía en ese entonces la reproducción de su imagen.
Como ha ocurrido tan a menudo con gobernantes en la historia india, los satavanas finalmente entraron en un período de decadencia. El hinduismo devino dominante a nivel local, y durante tres siglos no hubo más actividades en el sitio. Los viajeros chinos que ya habían observado el esplendor de las cavernas en los cañones ahora informaban a su emperador en casa que la gente local "no conoce... la Ley de Buda".
Pero hacia el siglo quinto después de Cristo, todo eso había cambiado nuevamente. La dinastía vakataka gobernaba ahora, y el gran emperador Harisena -"probablemente el más ilustre gobernante del mundo en esa época", en palabras de Spink- apoyaba la creación de más monasterios y lugares de culto, agregando en su período 23 cavernas a las seis que ya existían.
Caverna por caverna, importantes donantes y patrocinadores fueron convencidos por Harisena para que colaborasen con decorados y estatuas -y esta vez se podía representar enteramente a Buda, por lo que se hicieron muchas imágenes de él y de sus bodhisattavas - que con el tiempo llegarían a representar el completo florecimiento del arte indio clásico durante uno de sus períodos creativos más prolíficos.
Y cuando murió Harisena, hubo turbulencias y pequeñas guerras, y para el 480 después de Cristo, el período de tallado y pintura había terminado. Las rutas comerciales pasaban por otro lado; los excavadores de las cavernas se marcharon hacia el este, a Elora, y empezaron un nuevo conjunto de monumentos de similar majestuosidad; los monjes budistas -que, de todos modos, serían obligados a salir de India finalmente, cuando el budismo fuera proscrito en el siglo siete- abandonaron sus refugios en la cima de acantilados. Los árboles nim y las mimosas ocuparon el lugar, la selva reclamó las paredes del acantilado, y las cavernas se convirtieron en hogar de animales y loros, y en saddhus que pasaban ocasionalmente por el lugar.
Las Cavernas de Ajanta languidecieron, silenciosas y olvidadas y esencialmente abandonadas, durante casi un milenio y medio, hasta que el capitán Smith y sus cazadores de tigres del Ejército de Madrás se aparecieron por allá en 1819.
En gran medida gracias a la designación como Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y dado el muy evidente orgullo que exhiben el gobierno indio y el estado de Maharashtra, hay un vigoroso intento de preservar y proteger las cavernas. Los coches y autobuses son mantenidos a un kilómetro y medio de distancia, y no se permiten los puestos de vendedores. Se mantiene una fuerte vigilancia para inducir respeto a los visitantes, y asegurarse de que nadie despoje al monumento de sus incalculables tesoros; los guías con sus linternas también hacen las veces de centinelas. Los visitantes recorren el lugar descalzos, ya que se les pide que dejen sus zapatos fuera para proteger los suelos de las cavernas.
El señor Malhotra, mi guía en la Caverna 10, cerca del medio de la colección en forma de herradura, me habló sobrecogido sobre la antigüedad y escala de las enormes columnas -y luego sobre el gran monumento central, con su enorme y sereno Buda. La caverna misma tenía dos mil años de antigüedad; el Buda fue agregado allí unos seiscientos años más tarde.
Fue una idea asombrosa: durante 1.400 años -mientras la humanidad era atormentada por la peste bubónica, había participado en las Cruzadas, había creado extensos imperios, había fundado el Nuevo Mundo, había peleado contra Napoleón en interminables guerras- las cavernas pasaron desapercibidas, desconocidas, inencontradas. Se lo mencioné a Malhotra. Asombroso, ¿no lo creía así?
En realidad, contestó, y luego me invitó a bajar más profundamente en la caverna. Me llevó bastante abajo, a una pared detrás del monumento. Aquí la luz del sol que entra por la entrada tiene poco efecto perceptible, y era difícil ver bien, así que dirigió el haz amarillo y parpadeante de su antorcha hacia un punto alto en la roca. Y allá, inscrito en una placa victoriana, había una frase: "John Smith", decía, y luego en un manuscrito más florido, una floritura de exuberancia tipográfica: "Abril 1819".
Él fue el primero en verlo, rió el señor Malhotra entre dientes. Hace casi dos siglos. ¿Se lo puede imaginar? Estaba cazando tigres y luego se encontró con esto. Debe haber estado asombrado.
Simons Winchester, autor de ‘A Crack in the Edge of the World', está escribiendo un libro sobre el escritor experto en China, Joseph Needham.
5 de noviembre de 2006
©new york times
©traducción mQh
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