un enigma envuelto en piedra
[Susan Spano] El enigma de Castel del Monte, en el taco de la bota del país, atrae a visitantes hacia el misterio de su constructor.
En Castel del Monte, el escenario es perfecto para la tragedia o la magia negra. Las nubes se deslizan por el cielo, mientras sew eleva entre ellas una luna llena y blanca como la leche. Se oye el eco de las pisadas en las frías piedras color trigo, provocando el atemorizado vuelo de las palomas.
Un emperador medieval cazaba aquí con halcones y guepardos, consultaba a los astrólogos y dormía envuelto en sedas orientales.
La gente de la localidad buscaba aquí refugio durante las plagas, y los bandidos se ocultaban en el castillo. Con el paso de los años los vándalos la saquearon, dejando apenas un cascarón vacío en la solitaria cima de un cerro al borde de Murge, una meseta de aspecto inhóspito cubierta de piedras calizas a años luz del soleado sur italiano que conoce la mayoría de la gente.
Esta obra de arte del medioevo empezó en 1240 -casi al mismo tiempo que la Abadía de Westminster- con ocho lados, unidos por ocho torres octogonales.
La repetición aparentemente interminable de la forma octogonal ha intrigado a los matemáticos de todas las épocas, que lo consideran como una obra de absoluta geometría. Los inclinados al misticismo le atribuyen a este templo del octágono significados ocultos, observando que grandes edificaciones en el mundo, como la Cúpula de la Roca, de Jerusalén, de mil trescientos años de antigüedad, también tienen ocho lados.
Icono o ecuación, el castillo tiene más recovecos que ‘El Código Da Vinci', como me tocó descubrir cuando llegué aquí en febrero, atraída como las virutas de hierro a un imán. No sabía por qué tenía que verlo, excepto que me encantan los misterios. Y el Castel del Monte es ciertamente un misterio, un modelo para la laberíntica biblioteca en la novela policial medieval de 1983 de Umberto Eco, ‘El nombre de la rosa'. Estaba en el desierto patio del castillo al atardecer, los nervios de punta, las orejas alerta, anhelando que hablaran las paredes.
Pero Castel del Monte, tan silencioso como un sarcófago y tan extraño como un ovni, guarda sus secretos, y brilla como la corona de su constructor del siglo trece, el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico II.
Como la Inglaterra de Ricardo Corazón de León y del santo Luis IX de Francia, Federico fue uno de los gigantes de la Edad Media europea, aunque mucho más complejo que sus contemporáneos.
Culto y violento, déspota e ilustrado, un cruzado cristiano que fue excomulgado, dejó un legado que los historiadores todavía discuten, incluyendo a David Abulafia, autor de la reciente biografía ‘Frederick II: A Medieval Emperor', que intenta desmitificar al gobernante medieval.
Pero el enigmático aura de Federico ha demostrado ser difícil de desplazar. En su época y después, fue llamado stupor mundi y el Anticristo.
Una biografía de Federico, del historiador alemán Ernst Kantorowicz en 1927, era una de las favoritas de Hitler, cuyos delirios de grandeza fueron en parte aguijoneados por los esfuerzos del emperador por consolidar un reino que incluía a Alemania, Holanda, Austria, Polonia, partes de Francia e Italia, Malta, Chipre, Israel y el Líbano.
Para supervisar su vasto dominio, Federico viajaba extensa e incesantemente, llevando en sus viajes su corona de gemas y su biblioteca, elefantes, camellos, aves de caza, guardaespaldas, poetas que escribían sonetos y matemáticos que dieron a la civilización occidental los números árabes.
De todos los países que gobernó, adoraba a Puglia, en esos días una región ricamente forestada que tocaba al este el Mar Adriático. Aquí construyó su castillo asombrosamente octogonal, parte logia de caza, parte palacio de placer, parte símbolo de su poderío.
Entre las grandes claves arquitectónicas, Castel del Monte destaca por su testaruda reclusión, menos conocido que otros, principalmente debido a que está en el mal reputado Mezzogiorno, en el taco de la bota italiana.
La Sombra de Federico
Las advertencias sobre la pobreza y criminalidad de la región resonaban en mis oídos. Yo llevaba una cartera de seguridad y estaba resuelta a no bajar la guardia, especialmente en Bari, la capital de Puglia de 300 mil habitantes, donde empecé mis exploraciones.
Había planeado recoger un coche de alquiler y dirigirme a la ciudad, pero me asusté en el avión desde Roma al recordar que una amiga se había salvado apenas de que la asaltaran en la carretera cuando se perdió en Bari. Así que llamé a un taxi que me llevó desde el aeropuerto y los feos suburbios industriales de la ciudad hasta el Palace Hotel, que ocupa un moderno rascacielos en el centro de la ciudad.
El decorado de mi cuarto era tan anticuado que parecía que había sido diseñado por Pat Nixon. Pero tenía todo tipo de comodidades y en recepción me dieron direcciones de algunos buenos restaurantes.
Tuve mi primera epifanía del Mezzogiorno esa noche en La Pignata, a la vuelta de la esquina del hotel. Ocupa el lugar de lo que fue antes un restaurante chino y es hoy un templo de la cucina povera, que refleja los campechanos orígenes campesinos de la cocina del sur de Italia.
Empecé con una ensalada de mariscos hechas de grandes y carnosos langostinos, gambas, calamares, pulpo y mejillones con una sencilla salsa de aceite de oliva y limón. Luego me sumergí en un plato de una fresca pasta de orecchiette, cubierta por una salsa de albahaca y tomates, una especialidad de Puglia, acompañada por media botella de tinto de Castel del Monte.
Todas las comidas que me sirvieron en Puglia fueron memorables, en especial un pescado del Adriático y otros productos de las llanuras del noroeste de Bari conocidas como Tavoliere, que quiere decir ‘tablero de ajedrez'. Sus granjas, trazadas geométricamente por los antiguos romanos, producen lo que muchos consideran como el mejor aceite de oliva de Italia, así como sus almendras, frutas, quesos y uvas para los tintos de la región.
En la capital de Puglia es difícil enterarse de la existencia de su interior agrícola. Como Barletta y Trani, otras dos ciudades con conexiones con Federico II, Bari está rodeada por un poco llamativo puerto dedicado en gran parte al embarque de petróleo, arenosos barrios bravos y un laberinto de calles en mal estado. Llegar al centro histórico de la ciudad en la ribera puede ser una angustiante aventura.
Pero cualquier tour dedicado a Federico II debe incluir a la antigua ciudad de Bari. En el siglo nueve fue un emirato árabe, y luego fue gobernado por Bizancio hasta la llegada del clan de Hauteville, filibusteros del noroeste de Francia que lanzaron su propia conquista de Normandía en Italia a principios del siglo once. Los Hauteville hicieron guerra en toda la isla de Sicilia y en el sur del continente italiano, conquistando Bari en 1071, ayudando a fundar el Reino de las Dos Sicilias. Federico heredó este reino de su abuelo normando, Rogelio I.
Pese al paso de ochocientos años, Federico II todavía arroja una larga sombra sobre el sur de Italia. En Bari hay calles, plazas, trattorias e incluso lavanderías que llevan su nombre. Una de las muchas fortalezas que levantó o los puestos remodelados en el malecón, con foso y amurallado. Algunos detalles escultóricos en su portal occidental, tan finamente forjado e imaginativo como un manuscrito ilustrado, incluye el símbolo de Federico, un águila con un león en sus garras.
La bonita catedral de Bari y la basílica de San Nicolás son anteriores a Federico por al menos un siglo, pero dicen mucho sobre la Edad Media italiana, introduciendo a los viajeros al romanesco de Puglia, un estilo único en la región. A diferencia de las catedrales góticas del norte de Europa, las iglesias medievales de Puglia se ven achaparradas desde fuera, aunque sus interiores son nobles, elegantes y llenos de luz, delatando un estado de gracia alcanzado -no la lucha hacia el cielo de Notre Dame.
Incluso más peculiares son sus elaboraciones, inspiradas por el arte bizantino, musulmán y clásico. San Nicolás, por ejemplo, tiene ventanas arábicas, arcos ciegos, esculturales motivos y un portal central terminado por un esfinge. Dos bueyes encuadran el pasillo, y la suavidad de la piedra dan testimonio de la frecuencia con que son acariciadas por los pasantes.
Recogí un coche de alquiler después de recorrer Bari y no tuve problemas en encontrar el camino hacia la costa, primero a Trani, una tranquila ciudad con otro castillo de Federico de 1233, y una exquisita catedral romanesca pugliana en la ribera, defendida por el Adriático.
San Nicolás el Peregrino, la tercera de las iglesias construidas una encima de la otra, tiene una torre campanario alta y elegante, una fachada decorada extravagantemente con todos los animales del zoológico de Federico, incluyendo elefantes y una puerta de bronce del siglo doce finamente labrada (ahora, por razones de seguridad, adentro de la iglesia).
Barletta, a unos 16 kilómetros al norte de Trani, tiene otra impresionante catedral romanesca pugliana y es donde Federico inició una cruzada en 1228 para liberar a Jerusalén de la ocupación musulmana, después de repetidas amonestaciones del Papa Gregorio IX. La tardanza del emperador en empezarla le significó que el Papa lo excomulgara, una censura que llevó por el resto de sus días incluso aunque reconquistara Jerusalén usando medios diplomáticos. Pero su disposición a negociar con los infieles, en lugar de derramar su sangre, enfureció todavía más a Gregorio, que empezó a llamarlo adorador de Mahoma.
En una época en que los teólogos criticaban el cosmopolitismo y el hedonismo de Roma, Federico llegó a ser visto como un instrumento de castigo divino y el Anticristo para la iglesia establecida.
El castillo de Federico en Barletta es un museo ahora, con un busto de él, uno de los pocos retratos que subsisten de él. Pero por más que se lo contemple no revela si era el estupor del mundo o el Anticristo.
Empezó la Cacería
Después de mi noche en Bari, alquilé una habitación en una granja fortificada, masseria, con vistas a Castel del Monte, a unos 64 kilómetros al noroeste de Bari. Como otras muchas masserias del campo de Puglia, el laberíntico complejo de granjas acoge a turistas. Los alojamientos se encuentran en una ala construida recientemente de habitaciones sencillas y cómodas, donde las sábanas y toallas llevan el blasón del propietario de la masseria, Salvatore Tannoja, cuya familia fue incorporada a la nobleza en 1770.
La cocina tiene un porche con ristras de tomates secándose, y ajos y cebollas colgando de las vigas. Comí la mayor parte de las veces en el rústico comedor, protegido por una enorme chimenea abierta decorada con antiguos implementos de la granja y brillantes cacerolas de cobre. Todo lo que se sirve en el comedor -queso ricotta, pan focaccia, pizza, berenjenas, champiñones en vinagre, aceite de oliva y vino- es hecho en la granja, todo divinamente fresco, auténtico y delicioso.
Mientras estuve ahí el tiempo estuvo frío y nebuloso, lo que hacía que el castillo de Federico se viera todavía más impresionante, especialmente de noche cuando se iluminaban sus murallas. Pero incluso de día, el Castel del Monte se puede ver a kilómetros de distancia. Un camino serpenteante te lleva hacia el castillo, pasando por viñedos y huertos, y luego por un bosque de pinos.
Desde el aparcadero, es una difícil subida hasta el portal, con un clásico arco de triunfo al lado este del edificio, esculpido en breccia de color rosado. Excepto la entrada principal y un puñado de ventanucos, no había nada más en las murallas exteriores.
Dentro del octágono, los cuartos están ordenados en torno a un patio de ocho lados y dan unos a otros, sin corredores. Las torres entre ellos muestran los vestigios de las letrinas del siglo trece, cielos góticos abovedados y escaleras en espiral que conducen al segundo piso, que es casi idéntico al primero. Aunque la mayor parte de los adornos del castillo han desaparecido, algunas chimeneas de mármol, elegantes columnas y capiteles astutamente esculpidos sugieren el decorado original.
Se cree que el aposento sobre la entrada fue el salón del trono de Federico, aunque nunca pasó demasiado tiempo en Castel del Monte, parando aquí sólo de vez en vez para satisfacer su pasión por la caza.
Hacia 1248 el emperador escribió ‘The Art of Hunting With Falcon' [De arte venandi cum avibus], un tratado ornitológico que sobrevive como un manuscrito ilustrado en la Biblioteca Vaticano en Roma.
En él, Federico se identifica a sí mismo como "alguien a quien no le importa el tamaño de la presa, sino sólo la hebra que conecta a hombre y ave, pues esa habilidad ha permitido al hombre extender su voluntad hacia el cielo y retirar a su emisario de entre las nubes".
Este es el hombre que yo pensaba que debía merodear en su castillo en la mortecina luz, no el monstruo herético odiado por el Papa o el tirano medieval admirado por Hitler, aunque los historiadores sugieren que fue quizás las dos cosas.
Bueno y malo al mismo tiempo, como todos los hombres. Quizás ese es el verdadero enigma de Castel del Monte, tentador, problemático, imposible de resolver.
Un emperador medieval cazaba aquí con halcones y guepardos, consultaba a los astrólogos y dormía envuelto en sedas orientales.
La gente de la localidad buscaba aquí refugio durante las plagas, y los bandidos se ocultaban en el castillo. Con el paso de los años los vándalos la saquearon, dejando apenas un cascarón vacío en la solitaria cima de un cerro al borde de Murge, una meseta de aspecto inhóspito cubierta de piedras calizas a años luz del soleado sur italiano que conoce la mayoría de la gente.
Esta obra de arte del medioevo empezó en 1240 -casi al mismo tiempo que la Abadía de Westminster- con ocho lados, unidos por ocho torres octogonales.
La repetición aparentemente interminable de la forma octogonal ha intrigado a los matemáticos de todas las épocas, que lo consideran como una obra de absoluta geometría. Los inclinados al misticismo le atribuyen a este templo del octágono significados ocultos, observando que grandes edificaciones en el mundo, como la Cúpula de la Roca, de Jerusalén, de mil trescientos años de antigüedad, también tienen ocho lados.
Icono o ecuación, el castillo tiene más recovecos que ‘El Código Da Vinci', como me tocó descubrir cuando llegué aquí en febrero, atraída como las virutas de hierro a un imán. No sabía por qué tenía que verlo, excepto que me encantan los misterios. Y el Castel del Monte es ciertamente un misterio, un modelo para la laberíntica biblioteca en la novela policial medieval de 1983 de Umberto Eco, ‘El nombre de la rosa'. Estaba en el desierto patio del castillo al atardecer, los nervios de punta, las orejas alerta, anhelando que hablaran las paredes.
Pero Castel del Monte, tan silencioso como un sarcófago y tan extraño como un ovni, guarda sus secretos, y brilla como la corona de su constructor del siglo trece, el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico II.
Como la Inglaterra de Ricardo Corazón de León y del santo Luis IX de Francia, Federico fue uno de los gigantes de la Edad Media europea, aunque mucho más complejo que sus contemporáneos.
Culto y violento, déspota e ilustrado, un cruzado cristiano que fue excomulgado, dejó un legado que los historiadores todavía discuten, incluyendo a David Abulafia, autor de la reciente biografía ‘Frederick II: A Medieval Emperor', que intenta desmitificar al gobernante medieval.
Pero el enigmático aura de Federico ha demostrado ser difícil de desplazar. En su época y después, fue llamado stupor mundi y el Anticristo.
Una biografía de Federico, del historiador alemán Ernst Kantorowicz en 1927, era una de las favoritas de Hitler, cuyos delirios de grandeza fueron en parte aguijoneados por los esfuerzos del emperador por consolidar un reino que incluía a Alemania, Holanda, Austria, Polonia, partes de Francia e Italia, Malta, Chipre, Israel y el Líbano.
Para supervisar su vasto dominio, Federico viajaba extensa e incesantemente, llevando en sus viajes su corona de gemas y su biblioteca, elefantes, camellos, aves de caza, guardaespaldas, poetas que escribían sonetos y matemáticos que dieron a la civilización occidental los números árabes.
De todos los países que gobernó, adoraba a Puglia, en esos días una región ricamente forestada que tocaba al este el Mar Adriático. Aquí construyó su castillo asombrosamente octogonal, parte logia de caza, parte palacio de placer, parte símbolo de su poderío.
Entre las grandes claves arquitectónicas, Castel del Monte destaca por su testaruda reclusión, menos conocido que otros, principalmente debido a que está en el mal reputado Mezzogiorno, en el taco de la bota italiana.
La Sombra de Federico
Las advertencias sobre la pobreza y criminalidad de la región resonaban en mis oídos. Yo llevaba una cartera de seguridad y estaba resuelta a no bajar la guardia, especialmente en Bari, la capital de Puglia de 300 mil habitantes, donde empecé mis exploraciones.
Había planeado recoger un coche de alquiler y dirigirme a la ciudad, pero me asusté en el avión desde Roma al recordar que una amiga se había salvado apenas de que la asaltaran en la carretera cuando se perdió en Bari. Así que llamé a un taxi que me llevó desde el aeropuerto y los feos suburbios industriales de la ciudad hasta el Palace Hotel, que ocupa un moderno rascacielos en el centro de la ciudad.
El decorado de mi cuarto era tan anticuado que parecía que había sido diseñado por Pat Nixon. Pero tenía todo tipo de comodidades y en recepción me dieron direcciones de algunos buenos restaurantes.
Tuve mi primera epifanía del Mezzogiorno esa noche en La Pignata, a la vuelta de la esquina del hotel. Ocupa el lugar de lo que fue antes un restaurante chino y es hoy un templo de la cucina povera, que refleja los campechanos orígenes campesinos de la cocina del sur de Italia.
Empecé con una ensalada de mariscos hechas de grandes y carnosos langostinos, gambas, calamares, pulpo y mejillones con una sencilla salsa de aceite de oliva y limón. Luego me sumergí en un plato de una fresca pasta de orecchiette, cubierta por una salsa de albahaca y tomates, una especialidad de Puglia, acompañada por media botella de tinto de Castel del Monte.
Todas las comidas que me sirvieron en Puglia fueron memorables, en especial un pescado del Adriático y otros productos de las llanuras del noroeste de Bari conocidas como Tavoliere, que quiere decir ‘tablero de ajedrez'. Sus granjas, trazadas geométricamente por los antiguos romanos, producen lo que muchos consideran como el mejor aceite de oliva de Italia, así como sus almendras, frutas, quesos y uvas para los tintos de la región.
En la capital de Puglia es difícil enterarse de la existencia de su interior agrícola. Como Barletta y Trani, otras dos ciudades con conexiones con Federico II, Bari está rodeada por un poco llamativo puerto dedicado en gran parte al embarque de petróleo, arenosos barrios bravos y un laberinto de calles en mal estado. Llegar al centro histórico de la ciudad en la ribera puede ser una angustiante aventura.
Pero cualquier tour dedicado a Federico II debe incluir a la antigua ciudad de Bari. En el siglo nueve fue un emirato árabe, y luego fue gobernado por Bizancio hasta la llegada del clan de Hauteville, filibusteros del noroeste de Francia que lanzaron su propia conquista de Normandía en Italia a principios del siglo once. Los Hauteville hicieron guerra en toda la isla de Sicilia y en el sur del continente italiano, conquistando Bari en 1071, ayudando a fundar el Reino de las Dos Sicilias. Federico heredó este reino de su abuelo normando, Rogelio I.
Pese al paso de ochocientos años, Federico II todavía arroja una larga sombra sobre el sur de Italia. En Bari hay calles, plazas, trattorias e incluso lavanderías que llevan su nombre. Una de las muchas fortalezas que levantó o los puestos remodelados en el malecón, con foso y amurallado. Algunos detalles escultóricos en su portal occidental, tan finamente forjado e imaginativo como un manuscrito ilustrado, incluye el símbolo de Federico, un águila con un león en sus garras.
La bonita catedral de Bari y la basílica de San Nicolás son anteriores a Federico por al menos un siglo, pero dicen mucho sobre la Edad Media italiana, introduciendo a los viajeros al romanesco de Puglia, un estilo único en la región. A diferencia de las catedrales góticas del norte de Europa, las iglesias medievales de Puglia se ven achaparradas desde fuera, aunque sus interiores son nobles, elegantes y llenos de luz, delatando un estado de gracia alcanzado -no la lucha hacia el cielo de Notre Dame.
Incluso más peculiares son sus elaboraciones, inspiradas por el arte bizantino, musulmán y clásico. San Nicolás, por ejemplo, tiene ventanas arábicas, arcos ciegos, esculturales motivos y un portal central terminado por un esfinge. Dos bueyes encuadran el pasillo, y la suavidad de la piedra dan testimonio de la frecuencia con que son acariciadas por los pasantes.
Recogí un coche de alquiler después de recorrer Bari y no tuve problemas en encontrar el camino hacia la costa, primero a Trani, una tranquila ciudad con otro castillo de Federico de 1233, y una exquisita catedral romanesca pugliana en la ribera, defendida por el Adriático.
San Nicolás el Peregrino, la tercera de las iglesias construidas una encima de la otra, tiene una torre campanario alta y elegante, una fachada decorada extravagantemente con todos los animales del zoológico de Federico, incluyendo elefantes y una puerta de bronce del siglo doce finamente labrada (ahora, por razones de seguridad, adentro de la iglesia).
Barletta, a unos 16 kilómetros al norte de Trani, tiene otra impresionante catedral romanesca pugliana y es donde Federico inició una cruzada en 1228 para liberar a Jerusalén de la ocupación musulmana, después de repetidas amonestaciones del Papa Gregorio IX. La tardanza del emperador en empezarla le significó que el Papa lo excomulgara, una censura que llevó por el resto de sus días incluso aunque reconquistara Jerusalén usando medios diplomáticos. Pero su disposición a negociar con los infieles, en lugar de derramar su sangre, enfureció todavía más a Gregorio, que empezó a llamarlo adorador de Mahoma.
En una época en que los teólogos criticaban el cosmopolitismo y el hedonismo de Roma, Federico llegó a ser visto como un instrumento de castigo divino y el Anticristo para la iglesia establecida.
El castillo de Federico en Barletta es un museo ahora, con un busto de él, uno de los pocos retratos que subsisten de él. Pero por más que se lo contemple no revela si era el estupor del mundo o el Anticristo.
Empezó la Cacería
Después de mi noche en Bari, alquilé una habitación en una granja fortificada, masseria, con vistas a Castel del Monte, a unos 64 kilómetros al noroeste de Bari. Como otras muchas masserias del campo de Puglia, el laberíntico complejo de granjas acoge a turistas. Los alojamientos se encuentran en una ala construida recientemente de habitaciones sencillas y cómodas, donde las sábanas y toallas llevan el blasón del propietario de la masseria, Salvatore Tannoja, cuya familia fue incorporada a la nobleza en 1770.
La cocina tiene un porche con ristras de tomates secándose, y ajos y cebollas colgando de las vigas. Comí la mayor parte de las veces en el rústico comedor, protegido por una enorme chimenea abierta decorada con antiguos implementos de la granja y brillantes cacerolas de cobre. Todo lo que se sirve en el comedor -queso ricotta, pan focaccia, pizza, berenjenas, champiñones en vinagre, aceite de oliva y vino- es hecho en la granja, todo divinamente fresco, auténtico y delicioso.
Mientras estuve ahí el tiempo estuvo frío y nebuloso, lo que hacía que el castillo de Federico se viera todavía más impresionante, especialmente de noche cuando se iluminaban sus murallas. Pero incluso de día, el Castel del Monte se puede ver a kilómetros de distancia. Un camino serpenteante te lleva hacia el castillo, pasando por viñedos y huertos, y luego por un bosque de pinos.
Desde el aparcadero, es una difícil subida hasta el portal, con un clásico arco de triunfo al lado este del edificio, esculpido en breccia de color rosado. Excepto la entrada principal y un puñado de ventanucos, no había nada más en las murallas exteriores.
Dentro del octágono, los cuartos están ordenados en torno a un patio de ocho lados y dan unos a otros, sin corredores. Las torres entre ellos muestran los vestigios de las letrinas del siglo trece, cielos góticos abovedados y escaleras en espiral que conducen al segundo piso, que es casi idéntico al primero. Aunque la mayor parte de los adornos del castillo han desaparecido, algunas chimeneas de mármol, elegantes columnas y capiteles astutamente esculpidos sugieren el decorado original.
Se cree que el aposento sobre la entrada fue el salón del trono de Federico, aunque nunca pasó demasiado tiempo en Castel del Monte, parando aquí sólo de vez en vez para satisfacer su pasión por la caza.
Hacia 1248 el emperador escribió ‘The Art of Hunting With Falcon' [De arte venandi cum avibus], un tratado ornitológico que sobrevive como un manuscrito ilustrado en la Biblioteca Vaticano en Roma.
En él, Federico se identifica a sí mismo como "alguien a quien no le importa el tamaño de la presa, sino sólo la hebra que conecta a hombre y ave, pues esa habilidad ha permitido al hombre extender su voluntad hacia el cielo y retirar a su emisario de entre las nubes".
Este es el hombre que yo pensaba que debía merodear en su castillo en la mortecina luz, no el monstruo herético odiado por el Papa o el tirano medieval admirado por Hitler, aunque los historiadores sugieren que fue quizás las dos cosas.
Bueno y malo al mismo tiempo, como todos los hombres. Quizás ese es el verdadero enigma de Castel del Monte, tentador, problemático, imposible de resolver.
7 de marzo de 2007
2 de abril de 2006
©los angeles times
©traducción mQh
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