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confesiones de un interrogador


[Eric Fair] Soldado cuenta por qué fracasó como ser humano en Iraq.
Amán, sin cara, me mira desde un rincón de un cuarto. Suplica que le ayude, pero tengo miedo de moverme. Empieza a llorar. Es un sonido lastimero, y me enferma. Grita, pero cuando despierto, me doy cuenta de que los gritos son míos.
Ese sueño, junto con un montón de otras pesadillas, me ha perseguido desde mi regreso de Iraq en el verano de 2004. Aunque el hombre en esta pesadilla particular no tiene cara, sé quién es. Participé en su interrogatorio en un centro de detención en Faluya. Yo era uno de los dos interrogadores civiles asignados a la división de interrogatorios [DIF] de la División Aerotransportada 82. Del hombre, cuyo nombre he olvidado, se sospechaba que era un colega de Khamis Sirhan al-Muhammad, el jefe del Partido Baaz en la provincia de Anbar que había sido capturado dos meses antes.
El interrogador jefe en la DIF me había dado instrucciones específicas: Durante mi turno de doce horas, tenía que impedir que el detenido durmiera, abriendo la puerta de su celda cada hora, obligándolo a pararse en un rincón y desnudarlo. Tres años más tarde las cosas son diferentes. Es raro que duerma sin recibir la visita nocturna de este hombre. Su recuerdo me acosa, como yo lo acosé a él antes.
A pesar de mis esfuerzos, no puedo ignorar los errores que cometí en el cuarto de interrogatorios en Faluya. Acaté un orden lamentable, fracasé a la hora de proteger a un prisionero bajo mi custodia, y fracasé en cuanto a defender las normas de la decencia humana. En lugar de eso, intimidé, degradé y humillé a un hombre que no se podía defender. Puse en peligro mis valores. Nunca me perdonaré por ello.
Las autoridades estadounidenses continúan insistiendo en que el maltrato de prisioneros en Abu Ghraib fueron incidentes aislados en un sistema de detención de otro modo ejemplar. Sin embargo, esa insistencia contrasta fuertemente con mi propia experiencia como interrogador en Iraq. Vi cómo los detenidos eran obligados a estar de pie toda una noche, desnudos, tiritando en sus frías celdas y suplicando ayuda a sus captores. Otros eran sometidos a largos períodos de aislamiento en sus cuartos negros como boca de lobo. La privación de alimento y de sueño eran comunes, junto a toda una variedad de maltratos físicos, incluyendo puñetazos y patadas. Técnicas agresivas, y de muchas maneras, abusivas, se usaban diariamente en Iraq, con la excusa de adquirir la inteligencia necesaria para poner fin a la resistencia. La furiosa violencia que vemos hoy es una evidencia de que esas tácticas nunca funcionaron. Mis recuerdos son evidencia de que esas tácticas eran terriblemente erróneas.
Aunque me sentía horrorizado por la conducta de mis amigos y colegas, no tenía coraje para enfrentarme al status quo. Era falta de carácter y eso, de muchos modos, me convertía en cómplice de lo que estaba ocurriendo. Me avergüenza ese fracaso, pero a medida que pasa el tiempo, y a medida que mis recuerdos de lo que vi en Iraq continúan infectando todos mis pensamientos, mi silencio me avergüenza todavía más.
Algunos pueden sugerir que no hay motivos para revivir la historia de las torturas en Iraq. Recordar esos errores sólo dañará a nuestro país, dirán. Pero la historia sugiere que debemos examinar esos errores cuidadosamente. El ambiente de una cárcel opresiva ha creado a algunos de los opositores más determinados. Los británicos aprendieron esa lección de Napoleón, los franceses de Ho Chi Minh, Europa de Hitler. El mundo está aprendiendo esa lección de nuevo, de Ayman al-Zawahiri. ¿Cuál es el legado de las cárceles opresivas en Iraq?
Hemos fracasado en cuanto a tratar adecuadamente los abusos de los detenidos iraquíes. Hombres como yo se han negado a contar nuestras historias, y nuestros líderes se han negado a reconocer la miríada de errores que han cometido. Pero si fracasamos en la solución de este problema, no podremos tener ninguna esperanza de éxito en Iraq. Independientemente de cuántos jóvenes americanos enviemos a la guerra, o de cuántos milicianos matemos, o de cuántos iraquíes adiestremos, o de cuánto dinero gastemos en la reconstrucción, no podemos escapar del daño que hemos causado a la gente de Iraq en nuestras prisiones.
Quiero desesperadamente seguir adelante con mi vida y borrar el recuerdo de mis experiencias en Iraq. Pero esos recuerdos y experiencias no me pertenecen. Pertenecen a la historia. Si estamos condenados a repetir la historia que olvidamos, ¿cuáles serán las consecuencias de la historia que nunca conocimos? Los ciudadanos y dirigentes de este país tienen la obligación de estudiar lo que pasó en las cabinas de interrogatorio, por desagradable que sea. La historia de Abu Ghraib no ha terminado. De muchos modos, todavía tenemos que abrir el libro.

El escritor sirvió en el ejército de 1995 a 2000 como lingüista en árabe y trabajó en Iraq como interrogador privado a principios de 2004. Su correo electrónico es iserictfair@comcast.net

9 de febrero de 2007
©washington post
©traducción mQh
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