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bodas en tiempos de guerra


[Sabrina Tavernise] Armada con un tul rosado, Habib es como una comandante de bodas en Bagdad.
Bagdad, Iraq. Pregunta: ¿Cómo lo haces para pasar por ocho puestos de control y 45 minutos de enredado tráfico bagdadí bajo un sol de 43 grados, con una tarta de bodas de quince capas de crema pastelera glaseada?
Respuesta: Contrata a Nadia Habib, organizadora de bodas.
Habib, una iraquí cristiana de 53 años, con un fuerte sentido del humor y una pasión por las bodas y las tartas que puede intimidar incluso a sus propios clientes, ha sobrevivido dos guerras -la actual es la tercera- y una década de devastadoras sanciones económicas.
A pesar de las actuales penurias de Iraq, la vida diaria, por extraño que parezca, todavía se mueve para muchos de acuerdo a sus ritmos familiares. La gente forma parejas. Se enamoran. Hacen planes de boda.
"Francamente, nada ha cambiado", dijo Habib, sentado en el enorme salón de banquetes en el club social de Alwiya y hojeando álbumes de matrimonio con ejemplos de elaboradas tartas de matrimonio de años pasados. "Cuando nos casamos, queremos que todo salga perfecto".
Nada ha cambiado, pero todo es diferente. Desde la invasión norteamericana hace tres años, Bagdad, el hogar de un cuarto de la población del país, ha caído en un estado de guerra civil de segunda. Las poblaciones se están desplazando a medida que la violencia religiosa cambia la cara de los barrios antiguamente mixtos. Los conteos de cadáveres en la morgue de Bagdad esta primavera han sido los más altos desde la invasión.
Ahora la ciudad está dividida. Los barrios occidentales han caído en manos de los rebeldes árabes sunníes. Allá ya no son posible las fiestas. En los barrios del este, dominados por musulmanes chiíes, se ha prohibido el canto y el baile, de modo que los cantantes de boda de toda la vida ya no participan en las ceremonias.
Las bodas, bastante difíciles en tiempos de paz, han emergido como pequeñas guerras propias.
A medida que aumenta la violencia, los iraquíes se han replegado en sus hogares, y hay cada vez menos parejas que celebran bodas en lugares públicos. Habib monta entre dos y tres bodas por semana, en comparación con cinco o seis antes de la invasión. Los jardines están fuera de discusión, por temor a los proyectiles de morteros y bombas. Hay muchos menos invitados. En el pasado, los invitados a menudo rondaban los quinientos. Ahora rara vez superan los trescientos. Ahora las bodas se hacen en el día, para que los invitados puedan volver seguros a casa durante el día, antes de que empiece el toque de queda.
Habib, acompañada por su marido, Hekmet Ayub, un risueño hombre de 61 años, parecido a un Santa Claus sin barba, avanza sin miedo. Como una experta portera de hockey desviando y parando pulcramente el disco, sirve diestramente, o se ajusta a cada uno de los deseos de sus clientes.
¿Flores? Lleve falsas. Las verdaderas, todas importadas, ya no se pueden adquirir, debido a que la ruta por tierra desde Jordania se puso peligrosa. ¿Cintas doradas? Es mejor el beige, es más fácil de comprar en mercados que son seguros. ¿Invitaciones hechas a mano? Las imprentas son escasas. Mejor usar un ordenador.
"Cuando quieren algo raro y complicado, me vienen a ver a mí", dice con su melódico y pesado inglés. "He hecho muchas cosas extrañas", dice, riendo.
Lo extraño empezó en los noventa, después de la guerra de Iraq contra Kuwait, cuando los iraquíes, cristianos y musulmanes, empezaron a celebrar sus bodas en clubes sociales en lugar de sus casas, para evitar los astronómicos costes de un banquete. Las bodas se vuelven más teatrales. Una vez Habib escondió a los novios detrás de una cortina en el escenario, en lugar de que cruzaran el pasillo. Las tartas de bodas tradicionales tenían compartimentos secretos que ocultaban palomas enjauladas. Se pusieron de moda las espadas ardiendo.
Habib enumeró sus triunfos como repostera: Una tarta alta que parecía una pila de regalos. Una tarta con una iglesia y un pueblo. Un torre de tres metros de capas de tartas, cada una sobre pedestales, completamente rodeada por balones que se elevaban cuando se cortaba una cuerda, revelando la tarta en su interior. Una tarta rotativa, que paraba cuando la novia la cortaba.
Pero en los últimos tres años, mientras las bombas destrozaban las familias, y asesinatos secretos, a menudo religiosos, han cambiado barrios enteros, las parejas han empezado a preferir las celebraciones breves y simples. "Lo quieren al estilo clásico", dijo, mientras Ayub y sus ayudantes inflaban balones dorados detrás de ella. "Quieren que termine lo antes posible, para que termine bien".
Puede ocurrir cualquier cosa. En junio, una bomba en el barrio Nuevo Bagdad al sudeste, mató a la tía del novio, y la familia tuvo que cancelar la boda. En febrero, después del atentado contra el santuario chií que desencadenó una oleada de asesinatos religiosos, y luego el toque de queda, se cancelaron varias bodas. Una pareja se casó temprano en la mañana y se marcharon a Jordania, sin fiesta. En todos los casos Habi se quedó con tartas de boda que no podía vender. En promedio, un par de tartas cuesta unos 140 dólares.
"Ahora, cuando hago una tarta, me da miedo", dice. "No sé si la terminarán o no".
La repostería tiene sus propias frustraciones. Bagdad tiene sólo una hora de energía eléctrica cada cuatro horas, y la mayoría de las casas tienen otras dos fuentes: el generador del vecindario, operado por un despreciado ‘encargado del generador', y un pequeño generador casero. El precio oficial de la gasolina, con la que funcionan los generadores, es diez veces más caro que hace un año. El voltaje de los generadores es diferente que el del tendido de las ciudades, lo que obliga a las familias a comprar los aparatos en pares.
Habib trabaja en una pequeña extensión de su casa. Tiene siete congeladores y tres neveras, y elementos de repostería de todo tipo. Una nevera está repleta de flores. Su jardín, dijo, está atiborrado de contenedores de combustible, y dos generadores grandes.
"Clausuré el jardín", dijo.
La violencia en las calles de la ciudad ha sido un serio problema para la planificación de bodas. Antiguamente las invitaciones se imprimían a mano en la calle de Mutanabi, una zona de librerías en el centro de Bagdad, pero ahora muy poca gente trabaja en el oficio y la zona es, de todos modos, demasiado peligrosa, dice Habib. A fines del mes pasado, Ayub quería ir a Bab al-Sharji, la zona del mercado local donde se encuentra de todo, desde uniformes de policía hechizos y flores artificiales (que es lo que quería comprar). Habib le advirtió que no fuera. Ese tarde, una bomba mató a varias personas allá.
"Estamos siempre preocupados, incluso cuando nos reímos", dice, sacudiendo los dedos sobre en su pecho. "Yo me siento nerviosa hasta que se sirve la tarta y termina la fiesta".
Uno de los problemas más grandes es simplemente movilizarse en la ciudad. Una vez, en camino a recoger una tarta, un enorme convoy de todoterrenos americanos bloquearon la calle durante tanto tiempo que no pudo volver a tiempo para la boda. La novia hizo frenéticas llamadas telefónicas, pero Habib no pudo hacer nada.
El lunes condujo desde su barrio al nordeste de Bagdad hacia el Club Hindiya, en Karrada. Es un trayecto de 20 minutos sin tráfico, pero desde que el nuevo gobierno implementara el último plan de seguridad, en el que las tropas iraquíes operan cientos de nuevos puestos de control en la ciudad, ahora toma casi una hora. Para cuando llegó al club, las tartas, apiladas en tres capas en el maletero de un sedán Mercedes, habían empezado a verse aceitosas.
"Mi crema pastelera es fuerte", dice, segura de sí misma. "No se derrite fácilmente".
Como ocurre a menudo, el club se negó a encender el aire acondicionado antes de la ceremonia. Ese ahorrativo hábito es una obstáculo insuperable en un salón de bodas particularmente caluroso. Habib colocó ingeniosamente las tartas en los asientos de su coche, y dejó el motor encendido, con el aire acondicionado funcionando, hasta poco antes de que llegara la pareja.
"¿Te enteras de cómo trabajamos?", dice, secándose el sudor de la cara con una mano y hurgando enfadada en su bolsa por un pequeño ventilador, y ofreciendo otro a la periodista.
Cerca, la hija de Habib estaba planchando un mantel de lino blanco con un ventilador girando directamente sobre su cara. Tres ayudantes, todos vecinos, incluyendo a un conocido entrenador de fútbol, se afanaban en el salón, con cintas y alfileres entre los dientes, y fajos de tule rosado debajo de los brazos. Un niño caminaba entre los balones, reventándolos. Los adultos se estremecían con el estruendo.
Las parejas no dejaban de llegar. La semana pasada en el club Alwiya, Rim, 25, una técnico dental, y Amar, 29, programador informático, estaban radiantes sentados con Ayub, revisando la colocación de los invitados en un trozo de papel. Unos familiares los introdujeron hace unos meses a casa de Rim. Amar no podía dejar de mirarla.
"Me late el corazón", dijo, con una sonrisa avergonzada.
La sensación de peligro intensifica los sentimientos de la gente.
"Como si fuéramos a morir en cualquier momento", dijo.
Habib metió la cuchara.
"Está bien que estemos viviendo sin ley", dijo. "Realmente, es admirable".

Sahar Nageeb contribuyó al reportaje de este artículo.

13 de febrero de 2007
4 de julio de 2006
©new york times
©traducción mQh
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