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nuevos escuadrones de la muerte


[N.C. Aizenman] Escuadrones de ‘limpieza social' evocan los horrores de la larga guerra civil.
Santiago Atitlán, Guatemala. Aquí, la gente lo llama ‘limpieza social'. Pero el reciente aumento de los secuestros armados y asesinatos cometidos por escuadrones antidelincuencia en Guatemala está dejando un turbio reguero de sangre y lágrimas.
Casi todas las noches, bandas de pistoleros irrumpen en los barrios más pobres del país para secuestrar a hombres, mujeres o adolescentes considerados culpables de algún delito. Casi todas las mañanas, algún cadáver aparece en las calles, con muestras de haber sido torturado o estrangulado.
Este año, colaboradores de derechos humanos en Guatemala -un país con 13 millones de habitantes- dicen que 98 personas han sido asesinadas por esas bandas, y otras 364 han sido asesinadas con métodos que sugieren la intervención de grupos semejantes. El año pasado, se cometieron tres mil homicidios similares, y los colaboradores predicen que el total de este año excederá esa cifra.
Los blancos son a menudo rateros de poca monta o miembros tatuados de las temibles pandillas que han aterrorizado a los habitantes de toda América Central en la última década. Pero igual de frecuentes son los cuerpos de personas que han sido confundidas, víctimas de acusaciones falsas o de mezquinas peleas personales.
"Ese es el problema cuando la gente se toma la justicia por sus manos", dice Mario Polanco, director del Grupo de Apoyo Mutuo, una organización que defiende los derechos de las víctimas en Ciudad de Guatemala. Los escuadrones antidelincuencia, dice, se han "habituado tanto a matar por decisión propia que cuando tienen alguna enemistad personal con alguien en el barrio, simplemente matan a esa persona, y así el país se vuelve cada vez más violento".
Los asesinos han hecho resonar un perturbador eco en un país que es todavía acosado por los recuerdos de la brutal guerra civil de 36 años. El conflicto se cobró la vida de 200 mil personas, antes de terminar con los acuerdos de paz de 1996. Muchas víctimas fueron ejecutadas por escuadrones de la muerte apoyados por el gobierno y otras fueron asesinadas por grupos guerrilleros rebeldes.
La combinación de violencia y pobreza ha llevado a muchos guatemaltecos a buscar una nueva vida en Estados Unidos. Se estima que 550 mil guatemaltecos viven ahora en Estados Unidos, incluyendo a 40 mil o 60 mil en el área de Washington. Algunos han prosperado y se han convertido en ciudadanos norteamericanos; otros son inmigrantes ilegales y trabajadores agrícolas.
Con el fin de la guerra civil, algunos antiguos combatientes parecen haberse desviado hacia la delincuencia, y a luchar contra la delincuencia como freelancers. Funcionarios de gobierno dicen que los asesinatos recientes pueden ser el trabajo de agentes de policía frustrados, de ex miembros de las pandillas paramilitares o ex guerrilleros que cuentan con el apoyo de sus comunidades.
Pero sólo una parte de los asesinos son arrestados, e incluso menos son llevados a tribunales. Así que fue noticia nacional cuando, hace tres semanas, en el pintoresco pueblo turístico del lago Atitlán, la policía detuvo a siete hombres armados que llevaban uniformes verde oliva y pasamontañas negros, que habían estado extorsionando dinero a los transeúntes.
Los hombres, que se enfrentaron a tiros a la policía durante treinta minutos antes de entregarse, fueron acusados de haber montado un puesto de control ilegal en el principal camino que conduce al pueblo. Testigos dijeron que habían obligado a automovilistas y peatones a pagar un dólar cada uno a cambio de un recibo, con el timbre ‘Grupo de Limpieza Social del Pueblo -Justicia, Paz e Igualdad', que prometía al portador un pasaje seguro durante dos años.
La policía sospecha que el grupo, algunos de cuyos miembros siguen fugitivos, es también responsable de más de una docena de asesinatos en la zona, incluyendo los homicidios de tres campesinos que fueron secuestrados a punta de pistola ese mismo día por hombres ataviados del mismo modo que los que fueron detenidos en el puesto de control horas después.
Las detenciones proporcionaron una rara, aunque algo turbia visión de cómo se forman esos grupos.
Lejos de ser desconocidos, los miembros detenidos del Grupo de Limpieza Social del Pueblo son todos indios mayas nativos, los que, como la mayoría de la población aquí, no han tenido educación y se sienten más cómodos hablando su idioma nativo tzutujil que español.
El hombre que según la policía hacía las veces de jefe, Tomás Susof Ramírez, es un campesino de 60 años que vivía con su mujer y su hija menor en una choza de cemento de dos cuartos con sólo una fogata como cocinilla. Su mujer dijo que mantenía caliente un pote de café todo el día para servir a los visitantes de su iglesia evangélica.
La región de Santiago Atitlán, rodeada por picos volcánicos en un paisaje de inusual belleza, fue un semillero de activismo izquierdista durante la guerra civil y el escenario de brutales masacres cometidas por los militares y unidades paramilitares.
Los vecinos de Susof Ramírez, que pidieron no ser mencionados por temor a represalias, dijeron que en esa época había sido miembro de un grupo guerrillero. Como los otros detenidos, se encuentra en la cárcel a la espera de la investigación.
Su hijo, Pedro Susof Damián, 28, negó que su padre hubiese pertenecido a un grupo guerrillero, pero recordó las amenazas que muchos vecinos debieron soportar de parte de los escuadrones paramilitares.
"Mis padres me decían que teníamos que ser muy cuidadosos. Esos hombres eran violentos y peligrosos", dijo en una entrevista en casa de sus padres el lunes. "Si sospechaban que tenías simpatía por la guerrilla, te mataban".
Los acuerdos de paz de 1996 llevaron algo de prosperidad a la región. Guatemaltecos ricos empezaron a construir chalés junto a la impresionante ribera del lago, y multitudes de mochileros extranjeros ojean las telas en los mercados de la localidad. Incluso familias modestas empezaron a remplazar su viejas casas de adobe y paja por bloques de cemento y a enviar a sus hijos a la escuela en lugar de hacerlos trabajar en los campos.
Pero el ambiente de paranoia y desconfianza de las autoridades no ha amainado nunca.
"He sido agente de policía durante diecinueve años y he trabajado en todo el país", dijo un agente que fue trasladado a la región hace dos meses, "y nunca he visto a gente tan cerrada como esta".
Poco a poco, los peligros de la guerra fueron remplazados por una nueva amenaza: la delincuencia, incluyendo el banditismo en los caminos y el robo de cultivos maduros, como el café y el maíz. Susof Damián dijo que, hace unos años, él y su padre llegaron a uno de sus campos a cosechar una enorme cantidad de aguacates maduros, y sólo encontraron los árboles cosechados.
"Mi padre había estado trabajando esa tierra desde el amanecer hasta la noche durante meses", recordó Susof Damián. "Estaba tan enojado que cayó de rodillas y empezó a llorar".
La policía parecía impotente para detener a los delincuentes, y en algunos casos los agentes eran parte del problema. Hace dos años, cuatro agentes casi fueron linchados después de que los vecinos los sorprendieran cambiándose sus uniformes junto a una carretera y preparándose para emboscar a los automovilistas.
Los familiares de Susof Ramírez dijeron que no sabían que estuviera involucrado en actividades violentas. Pero a principios de 2004, empezaron a aparecer pancartas en Santiago Atlitán que anunciaban la formación de un grupo de limpieza social. Un letrero advertía que los delincuentes "cosecharán lo que han sembrado". El grupo juraba que perseguiría a los vendedores de marihuana y a los brujos, de los que se cree que preparan hechizos inspirados por antiguas creencias mayas.
Pronto los miembros del grupo fueron vistos patrullando las montañas circundantes en sus típicos uniformes verdes y máscaras negras. El julio pasado, periodistas locales y policía dijeron que se habían envalentonado lo suficiente como para realizar una reunión pública en la carretera que conduce al pueblo.
Esa misma noche, hombres con la misma tenida hicieron parar un autobús. Diego Pablo Ramírez, 69, que tenía reputación de brujo, fue bajado. Cuando lo encontraron muerto, junto a un segundo hombre secuestrado de su coche ese mismo día, los campesinos de la zona asumieron que el grupo de limpieza social estaba detrás de esos homicidios y de una serie de asesinatos no resueltos.
Y muchos dijeron que los aprobaban completamente.
"Si eres una persona decente, no tienes nada que temer", dice Diego Quebac, 40, un granjero cafetero de camiseta y un arrugado sombrero de vaquero. "Sólo persiguen a los ladrones y a los brujos, gente realmente mala que debe ser eliminada".
Lucas Quezal, 43, otro campesino, dijo que un día pidió a los hombres enmascarados que no mataran a gente inocente ni basándose sólo en acusaciones.
"Les dije: ‘Tienen que investigar'", recordó. "Me aseguraron que ellos gastaban ocho meses examinando cada caso y que también daban a la gente la posibilidad de enmendar".
Incluso la policía reconoció que la emergencia del grupo coincidió con una marcada reducción del crimen.
"Los robos han descendido, pero, por supuesto, han recrudecido los asesinatos', observó con una lúgubre sonrisa un agente de la fuerza de Santiago Atlitán, Alberto Mazariegos García.
Cuando el 30 de enero se corrió la voz de que tres campesinos habían sido secuestrados por el grupo de limpieza social, empezaron a circular rumores en la comunidad sobre sus supuestos delitos, mucho antes de que se encontraran sus cuerpos.
Se susurraba que Cándido Choy Quebac, 41, había pagado a mujeres embarazadas para que dieran a sus hijos en adopción o para extraerles sus órganos. El hijo de Choy Quebac, Abraan Choy Ramírez, 23, y su amigo Miguel Xiquin Toc, 25, eran, se decía, ladrones de poca monta.
Pero las familias de los hombres insisten en que eran simples obreros de la construcción. La madre de Choy Ramírez, Rosa, 40, dijo que estaba paseando con su hijo y su amigo por un sendero junto a la carretera cuando emergieron unos hombres enmascarados desde una plantación de café. Dijo que no le dieron ninguna explicación por el secuestro de los dos hombres.
"Simplemente me dijeron: ‘¡Márchese! Estos hombres son nuestros ahora", recordó. Dijo que ella bajó corriendo la montaña a buscar a su marido, y luego vio horrorizada como los hombres enmascarados le colocaban a su marido una cuerda en su cuello para llevárselo también.
Ahora se pregunta qué harán, ella, su nuera y los tres niños de la pareja, para sobrevivir.
"Era mi único hijo. No he dormido desde que se lo llevaron", dijo con tristeza, mirando la tierra en el patio junto a la pequeña choza de concreto de la familia.
La viuda de Choy Ramírez, Clara, 23, estaba sentada en una roca, con las lágrimas corriendo por sus mejillas mientra sus hijos se aferraban a su colorida falda.
Cerca de ahí, en el sendero donde los tres hombres habían sido secuestrados, los campesinos en camino a sus plantaciones de café, tenían otras preocupaciones.
"Realmente espero que las autoridades los dejen pronto en libertad", dijo Diego Quebac, que todavía lleva consigo el recibo que le dio el grupo, para el caso de que los otros miembros reanuden sus patrullas. "De otro modo, ¿ve todas esas plantas de café?", dijo, apuntando con su machete una hilera de frondosos arbustos. "Se los volverán a robar".

26 de febrero de 2007
24 de febrero de 2007
©washington post
©traducción mQh
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