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muerte de un librero


[Anthony Shadid] Murió a destiempo.
Era un día del verano de 2003, cuando en Iraq todavía bullían las verdades a medias de la ocupación y la liberación, antes de su nihilista caída en la carnicería. Mohammed Hayawi, un hombre calvo y grande, estaba en su tienda, la Librería Renacimiento, en la legendaria calle de Mutanabi de Bagdad.
En las ocho hileras de estanterías había libros de poetas comunistas y clérigos mártires, traducciones de Shakespeare, predicciones de astrólogos libaneses, un libro en 44 tomos de un venerado ayatollah y un tratado del austero pensador medieval Ibn Tamiyyah. Polvorientas pilas se desparramaban por el suelo de azulejos de color crema, barridos pero manchados por el tiempo. En esos apretados cuartos, Hayawi trataba de refrescarse con un abanico, mientras el sudor escurría por su papada y empapaba su camisa azul.
Nos habíamos conocido antes de la invasión norteamericana, y casi un año después me reconoció casi de inmediato.
"Abu Laila", dijo, usando el apodo árabe tomado del nombre del hijo de otra persona.
Entonces me dijo algo que repetiría casi siempre toda vez que nos volvimos a ver durante los siguientes dos años. "Reto a cualquiera, Abu Laila, a que me explique lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo y lo que ocurrirá en el futuro". Y, bebiendo una delgada taza de té, hirviendo incluso en este caluroso día, sacudía su cabeza.
La semana pasada estalló un coche bomba en la calle de Mutanabi, dejando atrás una escena que se ha hecho familiar en Bagdad, un collage de imágenes caóticas, perturbadoras en su brutalidad, grotescas en su repetición. Murieron al menos 26 personas. Hayawi, el vendedor de libros, era una de ellas.
A diferencia de los soldados norteamericanos que mueren en esta guerra, los nombres de la mayoría de las víctimas iraquíes no serán publicados nunca, consignados al anonimato que impone la muerte en la capital iraquí en estos días. Hayawi no era ni político ni señor de la guerra. Más allá de la calle de Mutanabi, pocos conocían su nombre. Sin embargo, su sosegada vida merece más que una nota al pie de página, aunque no fuese más que por recordar a un hombre que amaba lo que era Bagdad y trataba de encontrar el sentido de un país que ya no tiene sentido. Con él se van pequeños momentos de la vida, afable simplemente en virtud de ser corriente, ahora perdido entre los escombros desparramados a lo largo de una calle que no volverá nunca a ser la misma.
Después de su muerte, recordé nuestra conservación de ese día de verano. Como hacía a menudo, Hayawi hacía una pausa después de algún punto especialmente vigoroso y chupaba su cigarrillo. Se pasó entonces la mano por sus sudorosas mejillas. "¿Te parece que tengo la cara de alguien de 39 años?", preguntó, sonriendo. Entonces frunció las cejas, volviéndose más sombrío. "No queremos oír explosiones, no queremos saber nada de atentados, queremos estar en paz", me dijo. Tenía siempre negras bolsones debajo de sus límpidos ojos, hubiese dormido o no. "Un iraquí quiere poner su cabeza sobre una almohada y sentirse relajado".

Un Pensador Independiente
Hayawi había trabajado en la librería toda su vida. Su padre, Abdel-Rahman, la abrió en 1954, y tras su muerte en 1993 sus cinco hijos heredaron el negocio, manteniendo un retrato del patriarca en un sombrero de invierno de tipo ruso, colgando de una pared con paneles de madera. Con los años, Hayawi y sus hermanos mayores empezarían a trabajar por cuenta propia. Poseían otras tiendas en la calle de Mutanabi -la Librería Jurídica y la Librería Nibras más abajo en la calle-, y un negocio que vendía libros del Corán al otro lado de la ciudad.
Su familia era musulmana sunní, pero Hayawi minimizaba su importancia en cuanto a su identidad, y vivía con su mujer e hijo, Ahmed Akram, en un barrio predominantemente chií. Se enorgullecía de su independencia, en ser alguien conocido en las zonas grises, un reflejo de lo mejor de lo que la bodega intelectual de la calle de Mutanabi se suponía que representaba.
Nos conocimos cuando yo entré a su tienda poco antes de la invasión, cuando Saddam Hussein estaba todavía en el poder en 2002. Como habitualmente, no se había afeitado e incluso entonces aprovechó la oportunidad de hablar. "La invasión iraquí de Kuwait fue un error", me dijo abiertamente -lo que en la época era una blasfemia.
Pero años más tarde, no podía entender la obsesión norteamericana con Iraq y con Saddam. ¿Por qué crisis tras crisis?, se preguntaba. ¿Por las armas de destrucción masiva? No tenemos. Si las hubiésemos tenido, declaró, las habríamos disparado contra Israel. ¿Una guerra simplemente para capturar a Saddam?
Después de la invasión y de la caída del gobierno, Hayawi se describió a sí mismo como muchos otros iraquíes en ese primer e incierto año de la guerra: ni por Saddam ni felices con los norteamericanos. Estaba enfadado, por supuesto -por el caos, la inseguridad, la falta de electricidad.
"Las promesas norteamericanas a Iraq son como tratar de coger agua con la mano", me dijo en una conversación. "Se escurren entre los dedos".
Pero no fue nunca estridente; era meditativo y reflexivo de una manera que en estos días sobrevivir en Iraq no lo permite.
Hayawi resentía la ocupación, pero votó en las elecciones respaldadas por Estados Unidos. Era un devoto musulmán, pero temía la irrupción de la religión en la política. En su librería, libros de clérigos sunníes que habían sido prohibidos en el pasado, importados de Irán, competían con libros de clérigos sunníes radicales, entre ellos Muhammad Abdel-Wahab, el padrino del siglo dieciocho de la rama saudí del islam. El ánimo de ganancias puede haber inspirado esta ecléctica mezcla, pero Hayawi también estaba adoptando una postura: la calle de Mutanabi, su Bagdad y su Iraq, respetaban la diversidad.
Fue siempre un hombre orgulloso. De vez en vez, Hayawi repetiría esta historia: Conducía hacia Siria, en un viaje de negocios, su Caprice amarillo y fue parado en un puesto de control norteamericano, donde había dos todoterrenos, en las afueras de Ramadi, la ciudad junto al río Eúfrates, al oeste de Iraq. A través de un intérprete, uno de los agentes norteamericanos, vestido de camuflaje y cubierto por el polvo del desierto, empezó a hacerle las preguntas de rigor.
"¿Qué está haciendo aquí?", preguntó el soldado.
"Le dije: ‘¿Qué está usted haciendo aquí? Usted es mi invitado. ¿Qué está haciendo en Iraq?'"
"Se rió y me dio una palmadita en la espalda", recordó Hayawi.

El Refugio de la Librería
De cierto modo, la puerta de la Librería Renacimiento era una frontera. Afuera estaban las sirenas de las ambulancias y de los coches de policía. Era habitual oír tiroteos. Las bocinas resonaban en las dos vías de tráfico, una más de las que podía soportar la calle de Mutanabi. Dentro, Hayawi se dedicaba a su negocio como había hecho siempre desde que heredara la tienda de su padre.
La última vez lo vi, en 2005, estaba sentado detrás de su escritorio, sorbiendo una taza de té que costaba diez centavos. Había una cajetilla de Gauloises en el escritorio.
Como hacía todas las mañanas, hora tras hora, Hajji Sadig, el cambista, pasaba por la librería.
"¿A cómo está la tasa?", gritó Hayawi.
"No te lo diré, a menos que quieras comprar", respondió Hajji Sadiq.
Hayawi saludaba a los amigos que pasaban por la calle fuera. Una anciana se paró en la puerta, pidiendo limosna. Los vendedores entraban ofreciendo de todo, desde libros hasta toallas playeras.
El día pasó, en un ritmo de vida que ya no existe. Dos vendedores de libros kurdos entraron a la tienda, trayendo un regalo de miel de Sulaimaniya, en el norte. Saludaron a Hayawi en kurdo, luego la conversación prosiguió en árabe. Hajji Sadiq volvió, mencionando una tasa de cambio que apenas había cambiado. La electricidad se fue, pero nadie pareció darse cuenta. Los clientes de Balad en el norte contaron sobre la situación allá, como hicieron los visitantes de Basra, en el sur.
En la tarde, la electricidad volvió y apareció una pipa de agua. El suave aroma a manzana del tabaco llenó la tienda.
"La vida continúa", me dijo Hayawi ese día. "Estamos en medio de una guerra, y todavía fumamos la pipa de agua".

Pérdida Literaria
La calle de Mutanabi contaba siempre una historia de Iraq.
Su laberinto de librerías y de artículos de papelería, alojadas en elegantes edificios otomanos, fue llamada así en homenaje a uno de los más grandes poetas del mundo árabe, un sabio del siglo diez cuya arrogancia sólo era correspondida por su genio. La calle la empezaba el Café Shahbandar, donde las antiguas pipas de agua estaban apiladas en hileras. En las paredes dentro había imágenes de la historia de Iraq: retratos del equipo de lucha de 1936, los atletas con el tórax desnudo; la corte del Rey Faisal después de la Primera Guerra Mundial; y el funeral del Rey Ghazi en 1939.
En sus días de gloria, esta calle personificaba el dicho de una generación: El Cairo escribe, Beirut publica, Bagdad lee. Pero con las sanciones de Naciones Unidas después de la invasión iraquí de Kuwait en 1990, aislándola del mundo, sus tiendas se forraron de revistas de veinte años de antigüedad, libros de texto obsoletos, obras religiosas cubiertas de polvo que parecían estar ahí más como exposición que a la venta. Se convirtió en un aburrido mercado de pulgas de libros usados, a medida que los vendedores vendían sus colecciones privadas en un intento por mantenerse en pie, y Hayawi y sus hermanos se ganaban la vida vendiendo libros religiosos, obras de historia para currículos universitarios, y libros en inglés, lo que él llamaba pasaportes.
En los meses que siguieron a la invasión, la calle de Mutanabi revivió en una batalla campal intelectual. Había títulos de Mohammed Baqir al-Sáder, un brillante teólogo asesinado, según dice la historia, cuando los verdugos de Saddam le metieron clavos en la frente. En todas partes se exhibía iconografía chií -de ayatollahs vivos y de santos del siglo siete marchando hacia sus muertes. Cerca había nuevos números de FHM y Maxim, con sus cubiertas adornadas por mujeres ligeras de ropa. En los desvencijados puestos había discos compactos con los mensajes de Osama bin Laden, a unos cincuenta centavos de dólar. Más abajo en la calle había panfletos del venerable Partido Comunista. Como dijo uno de los vendedores: citando un verso de Mutanabi: "Con tanto ruido, necesitas diez dedos para taparte los oídos".
Hoy, la calle de Mutanabi cuenta otra historia.
Cuando los mongoles saquearon Bagdad en 1258, se decía que el río Tigris era rojo un día, y negro el otro. El rojo venía de la sangre de las anónimas víctimas masacradas por los feroces guerreros. El negro venía de la tinta de los numerosos libros de las bibliotecas y universidades. El lunes pasado, la bomba en la calle de Mutanabi estalló a las 11:40 de la mañana. El pavimento quedó manchado de sangre. Los incendios que siguieron enviaron al cielo negras columnas de humo, alimentadas por una plétora de papel.
Un colega me dijo que cerca de la tienda de Hayawi, cerca del ahora destripado Café Shahbandar, cuelga hoy una pancarta negra. En elegantes y amarillos caracteres árabes, lamenta la pérdida de Hayawi y su sobrino, "que fueron asesinados por el cobarde atentado".

16 de marzo de 2007
12 de marzo de 2007
©washington post
©traducción mQh
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