el ejército, después de iraq
El congreso debe asegurarse de no volver a dejar en manos de un presidente caprichoso e impulsivo el control del poder de guerra.
En estos días, no hay que esforzarse mucho para ver los graves daños que ha causado al ejército norteamericano la mala conducción de la guerra en Iraq por el gobierno de Bush. Pensemos en las dispensas morales para criminales violentos, para alcanzar los objetivos de reclutamiento. O la rápida rotación con la que vuelven al campo de batalla unidades exhaustas. O la escandalosa escasez de armaduras protectoras. O las advertencias de parte de generales, de que no hay suficientes tropas disponibles para mantener un aumento en el nivel de tropas durante más de algunos meses.
Agregando siete mil soldados al año, como propone el presidente Bush, llevará el contingente total del ejército a 547.000 soldados para el 2012. Eso ayudará, pero no demasiado, y en Iraq, de ninguna manera. El plan de unas fuerzas armadas profesionales voluntarias de Estados Unidos no fue diseñado para un despliegue de tropas del tipo que hemos visto en los últimos años: unilateralmente, indefinidamente y a todo dar en medio de una violenta guerra civil.
Retirar las tropas norteamericanas de Iraq, dejando intactas la credibilidad y los intereses regionales, es ahora, comprensiblemente, la preocupación más inmediata del país. Pero en el proceso, es necesario absorber lecciones cruciales de esta guerra innecesaria, terriblemente chafada y ahora imposible de ganar.
La primera lección es la permanente importancia de los soldados de tierra en un mundo que los estrategas militares habían predicho que estaría completamente dominado por los aviones de guerra furtivos, la Guerra de las Estrellas, satélites y fuerzas de Operaciones Especiales enviadas a misiones de corta duración. Ahora sabemos que los enemigos escondidos en cuevas y en barriadas urbanas pueden ser tan peligrosos como los enemigos metidos en los búnkeres de los ministerios de defensa -y que la reconstrucción de países derrotados es crucial para una seguridad duradera.
Más allá de Iraq, el ejército necesita salir del modo de crisis permanente -con casi todas las divisiones desplegadas, recién retornadas o preparándose para ser nuevamente embarcadas. Necesita una fuerza suficientemente grande para dedicar tiempo y recursos para desarrollar capacidades ahora crónicamente ausentes, y es seguro que también necesitará en el futuro después de Iraq, soldados e intérpretes que hablen fluidamente árabe y otras lenguas; equipos militares que puedan trabajar con la población local en proyectos de reconstrucción cívica, salud y educación; sargentos y oficiales que puedan ayudar a gobiernos amistosos a formar sus propios ejércitos para encargarse de la seguridad, sin necesidad de depender de grandes contingentes de tropas norteamericanas.
Estados Unidos necesita invertir en tecnología militar. Pero necesita dejar de engañar a los soldados corrientes. Los soldados no pueden competir con el poder de cabildeo de los contratistas de defensa de alta tecnología, pero nuestra seguridad depende de ellos. El congreso debe aprender la lección de Walter Reed, de la escasez de armaduras y otros escándalos y tomar decisiones presupuestarias más inteligentes.
Las fuerzas armadas voluntarias no se pueden expandir a voluntad. Tampoco es necesario que lo hagan. Cuando no se las maltrata como en los últimos cuatro años -pero no en los treinta años anteriores-, proporcionan tropas de calidad superior y mejor moral, y eso es más consistente con los valores de opciones libres de la sociedad de mercado norteamericana.
Mientras haya tropas de Estados Unidos en Iraq, alcanzar las cuotas de reclutamiento de una fuerza acrecida será difícil. Los múltiples períodos de despliegue, los heridos almacenados, la situación de seguridad en Iraq cada vez peor son un montón de cosas por superar.
Una vez que hayamos salida de esta situación, el ejército podrá ser aumentado substancialmente, y debería serlo, provisto que el congreso pueda asegurar al país que nunca más volverá a delegar sus poderes de guerra de manera tan descuidada e imprudente como hizo en 2002. Y mientras el próximo presidente entienda que el punto de tener un ejército grande es fortalecer la diplomacia americana, no lanzar guerras impulsivas e innecesarias.
Simplemente aprobando leyes para tener un ejército más grande no será suficiente. El gobierno y el congreso deben ofrecer algo mejor -mejor adiestramiento, mejores equipos de protección y mejor apoyo familiar- a los hombres y mujeres que el ejército necesita reclutar. Y tienen que ofrecer a los soldados un compromiso claro: si se pide a las fuerzas armadas que peleen, será sólo como último recurso, después de un debate pleno e informado en el congreso, y nunca por el capricho de un presidente.
Agregando siete mil soldados al año, como propone el presidente Bush, llevará el contingente total del ejército a 547.000 soldados para el 2012. Eso ayudará, pero no demasiado, y en Iraq, de ninguna manera. El plan de unas fuerzas armadas profesionales voluntarias de Estados Unidos no fue diseñado para un despliegue de tropas del tipo que hemos visto en los últimos años: unilateralmente, indefinidamente y a todo dar en medio de una violenta guerra civil.
Retirar las tropas norteamericanas de Iraq, dejando intactas la credibilidad y los intereses regionales, es ahora, comprensiblemente, la preocupación más inmediata del país. Pero en el proceso, es necesario absorber lecciones cruciales de esta guerra innecesaria, terriblemente chafada y ahora imposible de ganar.
La primera lección es la permanente importancia de los soldados de tierra en un mundo que los estrategas militares habían predicho que estaría completamente dominado por los aviones de guerra furtivos, la Guerra de las Estrellas, satélites y fuerzas de Operaciones Especiales enviadas a misiones de corta duración. Ahora sabemos que los enemigos escondidos en cuevas y en barriadas urbanas pueden ser tan peligrosos como los enemigos metidos en los búnkeres de los ministerios de defensa -y que la reconstrucción de países derrotados es crucial para una seguridad duradera.
Más allá de Iraq, el ejército necesita salir del modo de crisis permanente -con casi todas las divisiones desplegadas, recién retornadas o preparándose para ser nuevamente embarcadas. Necesita una fuerza suficientemente grande para dedicar tiempo y recursos para desarrollar capacidades ahora crónicamente ausentes, y es seguro que también necesitará en el futuro después de Iraq, soldados e intérpretes que hablen fluidamente árabe y otras lenguas; equipos militares que puedan trabajar con la población local en proyectos de reconstrucción cívica, salud y educación; sargentos y oficiales que puedan ayudar a gobiernos amistosos a formar sus propios ejércitos para encargarse de la seguridad, sin necesidad de depender de grandes contingentes de tropas norteamericanas.
Estados Unidos necesita invertir en tecnología militar. Pero necesita dejar de engañar a los soldados corrientes. Los soldados no pueden competir con el poder de cabildeo de los contratistas de defensa de alta tecnología, pero nuestra seguridad depende de ellos. El congreso debe aprender la lección de Walter Reed, de la escasez de armaduras y otros escándalos y tomar decisiones presupuestarias más inteligentes.
Las fuerzas armadas voluntarias no se pueden expandir a voluntad. Tampoco es necesario que lo hagan. Cuando no se las maltrata como en los últimos cuatro años -pero no en los treinta años anteriores-, proporcionan tropas de calidad superior y mejor moral, y eso es más consistente con los valores de opciones libres de la sociedad de mercado norteamericana.
Mientras haya tropas de Estados Unidos en Iraq, alcanzar las cuotas de reclutamiento de una fuerza acrecida será difícil. Los múltiples períodos de despliegue, los heridos almacenados, la situación de seguridad en Iraq cada vez peor son un montón de cosas por superar.
Una vez que hayamos salida de esta situación, el ejército podrá ser aumentado substancialmente, y debería serlo, provisto que el congreso pueda asegurar al país que nunca más volverá a delegar sus poderes de guerra de manera tan descuidada e imprudente como hizo en 2002. Y mientras el próximo presidente entienda que el punto de tener un ejército grande es fortalecer la diplomacia americana, no lanzar guerras impulsivas e innecesarias.
Simplemente aprobando leyes para tener un ejército más grande no será suficiente. El gobierno y el congreso deben ofrecer algo mejor -mejor adiestramiento, mejores equipos de protección y mejor apoyo familiar- a los hombres y mujeres que el ejército necesita reclutar. Y tienen que ofrecer a los soldados un compromiso claro: si se pide a las fuerzas armadas que peleen, será sólo como último recurso, después de un debate pleno e informado en el congreso, y nunca por el capricho de un presidente.
19 de marzo de 2007
18 de marzo de 2007
©new york times
©traducción mQh
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