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iraq, cuatro años después


En Iraq el triunfo no es posible y quedan pocas esperanzas.
Esta semana hace cuatro años, cuando las tropas norteamericanas hicieron su primera y triunfal entrada en Bagdad, regocijantes iraquíes* derribaron una gigantesca estatua de Saddam Hussein. Era un enérgico símbolo: un dictador asesino derrocado, los bagdadíes sin temor en las calles, los soldados norteamericanos acogidos como liberadores.
Después de cuatro años de humillación, innumerables víctimas de escuadrones de la muerte y terroristas suicidas, y de desgarradoras experiencias, como las de Abu Ghraib, pocos iraquíes miran a los soldados norteamericanos como liberadores. En lugar de eso, miles de iraquíes conmemoraron el aniversario de esta semana quemando banderas estadounidenses y marchando por las calles de Nayaf al grito de "Muerte a Estados Unidos".
Una vez más, decenas de miles de tropas norteamericanas están llegando a Bagdad. Ayer, el Pentágono anunció que las desgastadas unidades del ejército en Iraq tendrán que quedarse tres meses más, más allá de sus fechas de retorno programadas.
Bush está apostando desesperadamente a que estirando el ejército hasta los límites absolutos de su capacidad de despliegue, podrá imponer alguna calma relativa en la capital. Y parece que imagina que si resulta la apuesta, el gobierno chií del primer ministro Nuri Kamal al-Maliki tomará, sin ninguna presión seria de parte de Washington, las medidas necesarias hacia una distribución del poder político y de los recursos económicos a los que se ha opuesto tenazmente desde el día que asumiera el cargo hace un año.
A menos que Maliki tome esas medidas -eliminar a los miembros de las milicias y de los escuadrones de la muerte infiltrados en el ejército y policía iraquíes, repartir equitativamente los ingresos por el petróleo, y revocar las leyes que niegan oportunidades políticas y económicas a la clase media sunní-, no habrá ningún avance duradero en el terreno de la seguridad. Se sacrificarán más vidas iraquíes y norteamericanas.
Incluso entre los chiíes, que han sufrido enormemente en manos de Saddam Hussein y que se supone eran los beneficiarios de las miopes medidas de Maliki, existe una profunda desilusión e indignación. Esta semana, un periodista del Washington Post entrevistó a Khadim al-Jubouri, que hace cuatro años blandió su martillo para ayudar a derribar la estatua del dictador. Jubouri dijo que desde que vio construir la estatua, había alimentado el deseo de derribarla para anunciar tiempos mejores.
Ahora, con amigos y familiares asesinados, secuestrados o expulsados de sus casas, los precios de los artículos básicos por las nubes y la electricidad racionada a cuatro horas al día, Jubouri dice que el cambio de régimen "no logró nada" y ha llegado a odiar la presencia militar norteamericana que antes acogió.
Puede ser todavía más desconcertante oír a partidarios de Maliki. La manifestación esta semana en Nayaf fue organizada por el clérigo furiosamente antinorteamericano Moqtada al-Sáder, cuyo partido político y milicia puso a Maliki en el poder y es todavía uno de sus aliados más importantes.
A dos meses de iniciada la campaña de seguridad en Bagdad, las ventajas sobre las que pensaba capitalizar Bush no se han materializado. Continúan llegando más soldados norteamericanos y sus comandantes están hablando de subir el nivel de tropas durante el otoño o incluso hasta principios del próximo año. Después de cuatro años, los indicios políticos son todavía más desalentadores.
En Iraq el triunfo no es posible y quedan pocas esperanzas.

[*Se sabe que gran parte de ese ‘público espontáneo' que derribó la estatua estaba en realidad conformado por hombres de una milicia dirigida por un agente de Estados Unidos en Bagdad, Chalabi, que más tarde cayó en desgracia].

13 de abril de 2007
©new york times
©traducción mQh
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