amores putos
[Carlos Salazar] Tres prostitutas y Joaquín Eyzaguirre hablan del oficio.
Antes del estreno de la película ‘Casa de remolienda', tres mujeres y el cineasta hablan del trabajo sexual. Una gana el sueldo de un ministro, otra hace equilibrio entre el arancel de la universidad y una hija, la última cobra "lo que sea su merced". Por último, Eyzaguirre dice que nos prostituimos todos.
Cuando las botas de Antonella (20) cruzan el lobby de la agencia www.leprive.cl de Las Condes, el alfombrado se convierte en una pasarela europea por la que avanza una escolar de figura compacta, cabello rubio pecador, de un escote sencillo pero bestial, a la vez para un rostro así de hermoso, de una juventud ilegal, casi. Todo coronado por un lunar en el mentón que parece puesto ahí por un dios violento en su día de descanso. Antonella es una puta de lujo, de un catálogo extraterrestre que gana casi cuatro millones de pesos al mes. Y según el caso, hasta 350 mil pesos por una sesión prohibida para menores y el ciudadano de a pie. Saluda con ese gesto típico de la profesión: un beso en la comisura de los labios. "¡Ay!, te manché", exclama mientras te pasa el pulgar perfecto por la huella de su brillo labial de 100 dólares. Su último capricho son unas botas de Zara que se compró en España y que la hacen ver más alta pero no más grande. Su estilo de vida incluye ropa cara, perfumes y viajes de placer donde hace lo que más le gusta después del sexo: gastar dinero. "A mí me gusta la plata. Ya me acostumbré y con ella obtengo todo lo que quiero, ya me acostumbré a gastar lo que gano; entonces, como que no podría conformarme con menos, sería difícil", asegura.
Para ella, la diferencia entre el sexo pagado y un eventual pololo no le genera mayores diferencias: "De repente es igual, es como lo mismo, porque el acto es mecánico", recuerda. Pero hay veces en que todo es extraño y Antonella debe adivinar lo que el cliente quiere, lo que le gusta. "Como esas sesiones en que me llaman sólo para que vaya a cambiarme de ropa para ellos; otras veces les gusta que les orine encima, y eso ya no es normal y se me hace un poco más difícil". Su preocupación, su paranoia por estos días, es dejar de ser una chica VIP. Le preocupa su vida útil. "En 10 años más me gustaría estar con algunos clientes fijos no más, pero es difícil salirse de esto; casarse, tener hijos y salirse, a menos que me case con uno que me tenga súper bien".
Estuvo enamorada hace un tiempo. "Igual es bonito, pero me aburre la misma persona por mucho tiempo", dice Antonella, para quien pololear es un estorbo con este trabajo. "De repente me han gustado clientes que conozco en el trabajo y termino saliendo con ellos por harto tiempo, pero es una lata que te conozcan en este ambiente", se lamenta y cruza las piernas en un gesto demasiado premeditado. A ella le gusta que la llamen scort y se sorprende de que una casa de remolienda clásica incluyera bailable, cena y una especie de trato familiar. Ella cree que es mejor que el cliente pueda escoger la chica que más le gusta gracias a las ventajas de Internet, la vitrina de la nueva casa de putas.
Soy Valentina y Cobro 25 Mil
Pelirroja de día y fuego fluido de noche. Valentina es el sueño erótico del trabajador chileno: tiene 19 años, 1,70 de estatura y las medidas de la profesora de gimnasia del colegio (90-64-93). Por 25 mil pesos ofrece satisfacción garantizada para la clase media o quien desee sus servicios. Cuenta que en un mes promedio gana unos 600 mil pesos y con eso le alcanza para pagarse sus estudios de literatura inglesa en la universidad y asegura que llegó al mundo de la prostitución porque como promotora no le alcanzaba para costearse la carrera y mantener a su hija, que vive en el norte.
Para ella está vedado enamorarse y besar a sus clientes. Como en el caso anterior, es una cláusula no escrita en el rubro. Puede que le guste el galán de turno, pero para Valentina "aunque lo encontrís rico, no se puede, yo no los beso en la boca. Los besos deben quedar para el pololo. Algo que sea real", reflexiona.
No lleva más de un año trabajando como dama de compañía, pero ya conoce del mundo lo suficiente como para no recomendar clientes chinos ("es que ellos tienen el pene muy, muy chico, así como un dedo pulgar pero más gordo y huelen a esos condimentos que comen y una debe bañarse tres veces para sacarse el olor") o extravagancias sexuales, como ‘el volcán' o ‘el dragón', que hacen las delicias de los fanáticos de los fluidos. "Cuando me piden eso yo quedo pa' dentro y los despacho donde otras chicas". Se cobran como contacto adicional servicios como sexo oral sin preservativo, fantasías con dos mujeres, "u otra que está de moda y es bien recurrente, como cuando el cliente trae a su señora y paga para que ella mire como él se tira a otra. Pero el resto es lo normal: greco, francesas y la americana, que es cuando el tipo se va en tu boca, yo no lo hago por miedo a pegarme una infección", cuenta. Valentina se hace el examen del sida mes a mes y va a las charlas que vienen incluidas en la entrega del carné de sanidad. "Me pongo nerviosa cuando recibo el examen, es como ese dolor de guata de cuando una está enamorada".
También le teme a esa tendencia histórica de las chicas que trabajan por más de dos años en el oficio y terminan siendo absorbidas por el trabajo y acostumbrándose a ganar la plata rápido. "Llega un momento en que ya no te vai a cambiar de trabajo. Conocí mujeres de edad ya, 28 (¡!), 32 y hasta 42, que se siguen dedicando a esto". Para Valentina, el amor es algo lejano. Suspira. "Yo creo que para las personas que trabajamos en esto es complicado tener algo estable, por miedo a que alguien se entere. Cuando yo pololeaba estuve dos semanas mintiéndole a mi pololo sobre mi nuevo trabajo, y cada vez que le mentía sentía como si me estuvieran enterrando y que me iba a desmayar. Yo lo veo como culpa, te sentís como sucia. No podía decirle ‘estuve tirando con cuatro tipos hoy'. Un hombre, si se entera, no va a querer nada contigo, porque te acostaste con otros hombres por plata. Eris puta".
La Más Puta de Todas las Señoras
Si Antonella es el modelo de puta francesa que le gusta a Houellebecq y Valentina es como las jineteras cubanas de Pedro Juan Gutiérrez, la señora Celia es la fantasía de una buena resaca de Bukowski. En la calle Esmeralda, la señora Celia da su cuarta vuelta a la manzana por San Antonio y Mapocho. No ha tenido mucha suerte hoy. Pese a que han caído sus gotas y el clima amenaza con lluvia, ella sigue en la calle como una polilla porfiada. "¿Qué edad me echái?", me pregunta en una cocinería china del barrio. No hay respuesta que sea diplomática y sólo puedo imaginar unas cinco malas décadas. Hace unos minutos atrás preguntaba: "¿Buscas a alguien, lolito?" Y como por una hora de sexo oral en una habitación de motel, la señora Celia cobra seis mil pesos, por una invitación a conversar en el restaurante chino con nombre impronunciable cobra "lo que sea su merced no más". Con un tono de broma que no tiene nada que ver con su rostro detrás de la máscara de estuco y la boca pintarrajeada como el neón de los topless de Mapocho.
"A veces, la lluvia ayuda y los curaditos me invitan a tomar once", dice confiada. Tres o cuatro clientes por día en una jornada excepcional como fin de mes o ninguno el resto de la semana; "es como una pesca", asegura. Los dientes que le quedan le sirven para afirmar una dentadura postiza que, imagino, se puede sacar para brindar más placer al cliente de turno. "Son más que todo albañiles, obreros, gente que viene del trabajo, que no les gustan los topless y prefieren irse a un hotelcito para que les hagan cariño".
Quizás si no estuviera en esa esquina buscando contacto visual con los obreros de la construcción (obsesionados con los culos enormes, sea cual fuere su distribución, como es el caso de la señora Celia), ella podría pasar piola en una reunión de apoderados de un colegio con número y letra. Me cuenta que se dedica a la prostitución por lo menos desde hace 30 años, que hizo sus pausas cada vez que decidió casarse, irse a trabajar de temporera, enviudar y para vivir como allegada con un conserje de un colegio llamado Jorge, del que se separó porque la golpeaba más de lo que se aporreaba en la calle con otras putas ebrias. Todo en ese orden. Cuando hacía la ruta en la calle Zuazagoitía con Maipú, en Estación Central, se la boxeaban los taxistas. Al menos le pagaban. Otras veces la pateadura era gratis, cortesía de "esos cabros de las mechas tiesas". Cada día su pega es más cuesta arriba, pero ya pasó la etapa de los cuestionamientos. "Sí, me casé, pero no sé lo que es estar enamorada, yo creo; cuando una es joven vive rodeada de pretes, sí. En este ambiente se confunde una con lo que debería ser el amor, el amor es hacia quien tiene la plata. Tuve un pololo narco de la población Barea que me sacaba la chucha, pero que me regalaba joyas de oro y me sacaba a tomar once en la Estación Central", recuerda, pero no termina el relato y pasa a preguntar si tiene que pagar parte de la comida. Asegura que en el sur aún existen casas de putas con guitarrones y fogones. "Donde las chicas son como reinas y las van a buscar los pretes para casarse", asegura mientras guarda un arrollado primavera en una servilleta de fuente de soda que se tiñe de aceite antes de perderse en un bolsillo de su abrigo. Se pone de pie y da las gracias como una mamá afectuosa. Un borracho al borde del coma etílico le dedica la mirada de un lobo. Cae un poco más de lluvia limpiadora afuera, y el panorama de un retozón en una habitación del porte de un quiosco dibuja una sonrisa en el rostro del curado.
Las Casas de Putas Según Joaquín Eyzaguirre
Esa labor, la de las putas, es una pega muy, muy jodida. Una pega que está probablemente en un escalafón inferior en el que ya se han perdido todas las esperanzas. En Cuba, las jineteras se prostituyen por jeans nuevos o ropa de marca y persiguen a los extranjeros. Acá, las chicas lo hacen para comer, y eso es bien distinto. Mi película no es una película de prostitutas, es una película de amor, acerca de la desolación, pero muy divertida. Muchas de esas casas son boites disfrazadas. Pero las verdaderas casas de putas tenían restorant y bar, cena y cantantes. Los tipos iban allá a llorar sus penas y se iban, no iban a tirar solamente. Hace unos años estuve como documentalista en los pueblos del sur. En Punta Arenas y Temuco. ¿Cómo son esas casas de putas? Fuleras. Pobrecitas. Terroríficas. Penoso. Porque era todo muy sucio y ya sabemos que de noche todos los gatos son negros, pero al verlos de día la cosa cambia. Y eso es precisamente lo que pasa en la película cuando llega la luz eléctrica al pueblo. Se ven las paredes cochinas, las mujeres pintarrajeadas, todo eso. Al final, el progreso trae consigo también una hueá feroz que incluye una inmundicia tremenda. Es cosa de fijarse en las viejas de La Dehesa, esas abuelas que andan con hueones jóvenes o las minas que pololean con locos viejos. No soy nadie para dar normas sobre la prostitución. Uno se prostituye por diferentes razones, también. Para trabajar, para vivir, para comer. Todos nos vendemos y todos nos compramos.
Cuando las botas de Antonella (20) cruzan el lobby de la agencia www.leprive.cl de Las Condes, el alfombrado se convierte en una pasarela europea por la que avanza una escolar de figura compacta, cabello rubio pecador, de un escote sencillo pero bestial, a la vez para un rostro así de hermoso, de una juventud ilegal, casi. Todo coronado por un lunar en el mentón que parece puesto ahí por un dios violento en su día de descanso. Antonella es una puta de lujo, de un catálogo extraterrestre que gana casi cuatro millones de pesos al mes. Y según el caso, hasta 350 mil pesos por una sesión prohibida para menores y el ciudadano de a pie. Saluda con ese gesto típico de la profesión: un beso en la comisura de los labios. "¡Ay!, te manché", exclama mientras te pasa el pulgar perfecto por la huella de su brillo labial de 100 dólares. Su último capricho son unas botas de Zara que se compró en España y que la hacen ver más alta pero no más grande. Su estilo de vida incluye ropa cara, perfumes y viajes de placer donde hace lo que más le gusta después del sexo: gastar dinero. "A mí me gusta la plata. Ya me acostumbré y con ella obtengo todo lo que quiero, ya me acostumbré a gastar lo que gano; entonces, como que no podría conformarme con menos, sería difícil", asegura.
Para ella, la diferencia entre el sexo pagado y un eventual pololo no le genera mayores diferencias: "De repente es igual, es como lo mismo, porque el acto es mecánico", recuerda. Pero hay veces en que todo es extraño y Antonella debe adivinar lo que el cliente quiere, lo que le gusta. "Como esas sesiones en que me llaman sólo para que vaya a cambiarme de ropa para ellos; otras veces les gusta que les orine encima, y eso ya no es normal y se me hace un poco más difícil". Su preocupación, su paranoia por estos días, es dejar de ser una chica VIP. Le preocupa su vida útil. "En 10 años más me gustaría estar con algunos clientes fijos no más, pero es difícil salirse de esto; casarse, tener hijos y salirse, a menos que me case con uno que me tenga súper bien".
Estuvo enamorada hace un tiempo. "Igual es bonito, pero me aburre la misma persona por mucho tiempo", dice Antonella, para quien pololear es un estorbo con este trabajo. "De repente me han gustado clientes que conozco en el trabajo y termino saliendo con ellos por harto tiempo, pero es una lata que te conozcan en este ambiente", se lamenta y cruza las piernas en un gesto demasiado premeditado. A ella le gusta que la llamen scort y se sorprende de que una casa de remolienda clásica incluyera bailable, cena y una especie de trato familiar. Ella cree que es mejor que el cliente pueda escoger la chica que más le gusta gracias a las ventajas de Internet, la vitrina de la nueva casa de putas.
Soy Valentina y Cobro 25 Mil
Pelirroja de día y fuego fluido de noche. Valentina es el sueño erótico del trabajador chileno: tiene 19 años, 1,70 de estatura y las medidas de la profesora de gimnasia del colegio (90-64-93). Por 25 mil pesos ofrece satisfacción garantizada para la clase media o quien desee sus servicios. Cuenta que en un mes promedio gana unos 600 mil pesos y con eso le alcanza para pagarse sus estudios de literatura inglesa en la universidad y asegura que llegó al mundo de la prostitución porque como promotora no le alcanzaba para costearse la carrera y mantener a su hija, que vive en el norte.
Para ella está vedado enamorarse y besar a sus clientes. Como en el caso anterior, es una cláusula no escrita en el rubro. Puede que le guste el galán de turno, pero para Valentina "aunque lo encontrís rico, no se puede, yo no los beso en la boca. Los besos deben quedar para el pololo. Algo que sea real", reflexiona.
No lleva más de un año trabajando como dama de compañía, pero ya conoce del mundo lo suficiente como para no recomendar clientes chinos ("es que ellos tienen el pene muy, muy chico, así como un dedo pulgar pero más gordo y huelen a esos condimentos que comen y una debe bañarse tres veces para sacarse el olor") o extravagancias sexuales, como ‘el volcán' o ‘el dragón', que hacen las delicias de los fanáticos de los fluidos. "Cuando me piden eso yo quedo pa' dentro y los despacho donde otras chicas". Se cobran como contacto adicional servicios como sexo oral sin preservativo, fantasías con dos mujeres, "u otra que está de moda y es bien recurrente, como cuando el cliente trae a su señora y paga para que ella mire como él se tira a otra. Pero el resto es lo normal: greco, francesas y la americana, que es cuando el tipo se va en tu boca, yo no lo hago por miedo a pegarme una infección", cuenta. Valentina se hace el examen del sida mes a mes y va a las charlas que vienen incluidas en la entrega del carné de sanidad. "Me pongo nerviosa cuando recibo el examen, es como ese dolor de guata de cuando una está enamorada".
También le teme a esa tendencia histórica de las chicas que trabajan por más de dos años en el oficio y terminan siendo absorbidas por el trabajo y acostumbrándose a ganar la plata rápido. "Llega un momento en que ya no te vai a cambiar de trabajo. Conocí mujeres de edad ya, 28 (¡!), 32 y hasta 42, que se siguen dedicando a esto". Para Valentina, el amor es algo lejano. Suspira. "Yo creo que para las personas que trabajamos en esto es complicado tener algo estable, por miedo a que alguien se entere. Cuando yo pololeaba estuve dos semanas mintiéndole a mi pololo sobre mi nuevo trabajo, y cada vez que le mentía sentía como si me estuvieran enterrando y que me iba a desmayar. Yo lo veo como culpa, te sentís como sucia. No podía decirle ‘estuve tirando con cuatro tipos hoy'. Un hombre, si se entera, no va a querer nada contigo, porque te acostaste con otros hombres por plata. Eris puta".
La Más Puta de Todas las Señoras
Si Antonella es el modelo de puta francesa que le gusta a Houellebecq y Valentina es como las jineteras cubanas de Pedro Juan Gutiérrez, la señora Celia es la fantasía de una buena resaca de Bukowski. En la calle Esmeralda, la señora Celia da su cuarta vuelta a la manzana por San Antonio y Mapocho. No ha tenido mucha suerte hoy. Pese a que han caído sus gotas y el clima amenaza con lluvia, ella sigue en la calle como una polilla porfiada. "¿Qué edad me echái?", me pregunta en una cocinería china del barrio. No hay respuesta que sea diplomática y sólo puedo imaginar unas cinco malas décadas. Hace unos minutos atrás preguntaba: "¿Buscas a alguien, lolito?" Y como por una hora de sexo oral en una habitación de motel, la señora Celia cobra seis mil pesos, por una invitación a conversar en el restaurante chino con nombre impronunciable cobra "lo que sea su merced no más". Con un tono de broma que no tiene nada que ver con su rostro detrás de la máscara de estuco y la boca pintarrajeada como el neón de los topless de Mapocho.
"A veces, la lluvia ayuda y los curaditos me invitan a tomar once", dice confiada. Tres o cuatro clientes por día en una jornada excepcional como fin de mes o ninguno el resto de la semana; "es como una pesca", asegura. Los dientes que le quedan le sirven para afirmar una dentadura postiza que, imagino, se puede sacar para brindar más placer al cliente de turno. "Son más que todo albañiles, obreros, gente que viene del trabajo, que no les gustan los topless y prefieren irse a un hotelcito para que les hagan cariño".
Quizás si no estuviera en esa esquina buscando contacto visual con los obreros de la construcción (obsesionados con los culos enormes, sea cual fuere su distribución, como es el caso de la señora Celia), ella podría pasar piola en una reunión de apoderados de un colegio con número y letra. Me cuenta que se dedica a la prostitución por lo menos desde hace 30 años, que hizo sus pausas cada vez que decidió casarse, irse a trabajar de temporera, enviudar y para vivir como allegada con un conserje de un colegio llamado Jorge, del que se separó porque la golpeaba más de lo que se aporreaba en la calle con otras putas ebrias. Todo en ese orden. Cuando hacía la ruta en la calle Zuazagoitía con Maipú, en Estación Central, se la boxeaban los taxistas. Al menos le pagaban. Otras veces la pateadura era gratis, cortesía de "esos cabros de las mechas tiesas". Cada día su pega es más cuesta arriba, pero ya pasó la etapa de los cuestionamientos. "Sí, me casé, pero no sé lo que es estar enamorada, yo creo; cuando una es joven vive rodeada de pretes, sí. En este ambiente se confunde una con lo que debería ser el amor, el amor es hacia quien tiene la plata. Tuve un pololo narco de la población Barea que me sacaba la chucha, pero que me regalaba joyas de oro y me sacaba a tomar once en la Estación Central", recuerda, pero no termina el relato y pasa a preguntar si tiene que pagar parte de la comida. Asegura que en el sur aún existen casas de putas con guitarrones y fogones. "Donde las chicas son como reinas y las van a buscar los pretes para casarse", asegura mientras guarda un arrollado primavera en una servilleta de fuente de soda que se tiñe de aceite antes de perderse en un bolsillo de su abrigo. Se pone de pie y da las gracias como una mamá afectuosa. Un borracho al borde del coma etílico le dedica la mirada de un lobo. Cae un poco más de lluvia limpiadora afuera, y el panorama de un retozón en una habitación del porte de un quiosco dibuja una sonrisa en el rostro del curado.
Las Casas de Putas Según Joaquín Eyzaguirre
Esa labor, la de las putas, es una pega muy, muy jodida. Una pega que está probablemente en un escalafón inferior en el que ya se han perdido todas las esperanzas. En Cuba, las jineteras se prostituyen por jeans nuevos o ropa de marca y persiguen a los extranjeros. Acá, las chicas lo hacen para comer, y eso es bien distinto. Mi película no es una película de prostitutas, es una película de amor, acerca de la desolación, pero muy divertida. Muchas de esas casas son boites disfrazadas. Pero las verdaderas casas de putas tenían restorant y bar, cena y cantantes. Los tipos iban allá a llorar sus penas y se iban, no iban a tirar solamente. Hace unos años estuve como documentalista en los pueblos del sur. En Punta Arenas y Temuco. ¿Cómo son esas casas de putas? Fuleras. Pobrecitas. Terroríficas. Penoso. Porque era todo muy sucio y ya sabemos que de noche todos los gatos son negros, pero al verlos de día la cosa cambia. Y eso es precisamente lo que pasa en la película cuando llega la luz eléctrica al pueblo. Se ven las paredes cochinas, las mujeres pintarrajeadas, todo eso. Al final, el progreso trae consigo también una hueá feroz que incluye una inmundicia tremenda. Es cosa de fijarse en las viejas de La Dehesa, esas abuelas que andan con hueones jóvenes o las minas que pololean con locos viejos. No soy nadie para dar normas sobre la prostitución. Uno se prostituye por diferentes razones, también. Para trabajar, para vivir, para comer. Todos nos vendemos y todos nos compramos.
8 de julio de 2007
©la nación
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